martes, 10 de agosto de 2010

La sexualidad como instinto, cos tumbre o pasión. Jean Jacques Rousseau - de Higinio Marín

"El aire y el sol han puesto ya en él la impronta honorable de su sexo"[1]. Así se refiere por primera vez Rousseau a la condición sexuada de Emilio, que todavía no es más que un niño. La segunda alusión reseñable se encuentra al principio del libro tercero, cuando los restos finales de la infan­cia no han de­jado irrumpir con toda su fuerza la nueva edad: "a los doce o trece años, las fuerzas del niño se desarrollan mucho más rápidamente que sus necesidades. Lo más violento, lo más terrible, todavía no se ha hecho sentir en él; el mismo órgano permanece en la imperfección, y parece, para surgir, esperar a que su voluntad le fuerce a ello"[2].

De impronta honorable a lo más violento y lo más terrible, esos son los extremos entre los que comparece primeramente la sexualidad en una de las obras centrales de nuestro autor. No se trata, sin embargo, de simples ex­tremos retóricos, sino del reflejo en la evolución psicosomática y moral de Emilio de la ambivalencia que atraviesa las categorías de la antropología roussoniana, en la que casi todo lo que resulta honorable se vuelve terrible, y lo que ha venido a ser funesto se hace ocasión de lo mejor[3].

El mapa de la sexualidad que vamos a explorar se extiende y divide bá­sicamente en dos regiones, cada una de las cuales es un desmentido para la otra: naturaleza y civilización. La tercera, la dimensión biográfica de la sexua­lidad en Emilio, no es propiamente un territorio nuevo, sino el es­fuerzo por lograr que el sujeto tenga por cultura lo que poseía como natura­leza[4], aunque según una inevitable mudanza inventiva, a un tiempo cura­tiva y perfeccio­nante: la educación. Es el ámbito de la constitución biográfica de la sexualidad en un sujeto civil pero según la forma ya inevitablemente mudada de la natu­raleza.

Lo curioso del caso es que tanto el hombre natural como Emilio —ambos tratados sobre la naturaleza— son ficciones que rozan el mito y la novela respectivamente. En cambio, la civilización y las sociedades, que son los contextos históricos y reales de la vida de los hombres, son enjuiciados a partir de tales modelos ficticios como invenciones funestas y degeneraciones artificiales. Las ficciones arquetípicas de seres inexistentes como el hombre na­tural o Emilio, en tanto que tomadas como instancias de juicio, convier­ten en depravada falsedad al hombre civil y, por consiguiente, a la forma ci­vil de la sexualidad.

1. El estado de naturaleza: la sexualidad de la especie

La noción roussoniana de naturaleza es primariamente la de un es­tado, una situación originaria de las potencias y facultades humanas que se ex­presa en un modo de vida. El hombre natural es el hombre exento de va­ria­ción cultural alguna, el hombre anterior a toda sociedad cuya configura­ción y forma de vida coincide con la forma de la especie, previa también a las dife­renciaciones culturales que son las naciones: "Es —por así decir— la vida de tu especie la que te voy a describir tomando por base las cualidades que has reci­bido, que tu educación y tus hábitos han podido degradar, pero que no han po­dido destruir"[5]. La forma de la sexualidad en ese estado co­mún y presocial al que Rousseau llama "naturaleza", es pues la forma de la sexualidad según la vida de la especie.

En la antropología roussoniana la asimilación entre el estado de na­tu­raleza y la vida de la especie implica, por un lado, un cierto biologismo por el que la especie humana viene a serlo sin mediación cultural alguna[6], y, por otro, un psicologismo opuesto y anterior a cualquier forma social que pueda interferir en la constitución del individuo y, por consiguiente, en el estudio de la sexualidad. Ese individuo en el que se realiza la forma de la vida de la espe­cie y que sirve de encarnación a la naturaleza presocial, pre­cultural y prehistó­rica, es una suerte de Robinson que habita la isla donde se halla intacta, a salvo del comercio de los siglos y de las naciones, la guía para la ruta que el sujeto ha seguir a través de sí mismo. "El medio más seguro (dice Rousseau) de elevarse sobre los prejuicios y ordenar sus pensamientos sobre las verdaderas relacio­nes entre las cosas, es el de situarse en el lugar de un hombre aislado, y consi­derar todo como este hombre debe juzgar por sí mismo respecto a su propia utilidad"[7].

Como además los hombres no son malos sino por la subversión de la naturaleza que son las instituciones[8], la naturaleza es también el estado previo a toda depravación. De ahí que la sexualidad en el estado de natura­leza se con­figure exclusivamente según dimensiones biológicas, psicológicas y morales estrictamente ajenas al orden cultural, social y al de la deprava­ción moral res­pectivamente. La vida de la especie no es, pues, una isla cual­quiera, sino el pa­raíso donde el mal moral no ha tenido lugar. En suma, la sexualidad en el es­tado de naturaleza es la de lo biológico en oposición a lo cultural[9]: la especie; la de lo psicológico en oposición a lo social: el indivi­duo[10]; y la de lo moral opuesto y previo a la depravación posible tras la dife­renciación entre el bien y el mal: la inocencia. Una sexualidad, pues, sin eró­tica, sin asociaciones estables ni instituciones y sin obligaciones ni prescrip­ciones morales.

La configuración de lo sexual según ese juego de oposiciones la per­fila Rousseau mediante la distinción entre lo físico y moral en el senti­miento del amor, y la afirmación de que sólo la dimensión física de ese sen­timiento se ha­lla en el hombre natural: "lo físico es ese deseo general que lleva a un sexo a unirse con el otro. Lo moral es lo que determina este deseo y lo fija de modo exclusivo sobre un solo objeto o, cuando menos, que le da para este objeto pre­ferido un mayor grado de energía"[11]. La sola presencia de lo físico en el estado de naturaleza tiene además el efecto de atenuar y limi­tar la fuerza con la que el deseo sexual sobrecoge al hombre, porque, según Rousseau, lo moral no ejerce sobre lo físico un control moderador —al me­nos inmediatamente—, sino que más bien al contrario lo fomenta y coopera a la dislocación de la simetría entre necesidades y satisfacciones. De ahí que "limitados tan sólo a lo físico en el amor y muy felices por ignorar esas pre­ferencias que irritan al sentimiento y aumentan sus dificultades, los hom­bres debían sentir con menos frecuencia y menor viveza los ardores del temperamento"[12].

La ausencia de lo moral que fija y determina el deseo sexual, y que es también la ausencia de formalizaciones sociales y culturales, tiene un corre­lato psicológico: la ineficacia de la imaginación respecto de la génesis de los deseos. Los deseos del hombre natural se refieren y se aplacan en sus objetos sólo se­gún los ritmos de la necesidad física, del instinto: "la imaginación, que hace tantos estragos entre nosotros, no habla al corazón de los salvajes; cada cual obedece previamente al impulso de la naturaleza, se entrega a él sin elección con más placer que furor y, una vez satisfecha la necesidad, todo el deseo se acalla"[13]. La disociación entre imaginación y deseo es crucial, porque evita la mediación reflexiva que rompe la espontaneidad del ins­tinto, y que deja lugar para la elección y las preferencias, que son la fijación y multiplicación del de­seo que Rousseau atribuye a lo moral, y que cobrará forma objetiva en las insti­tuciones sociales según las singularidades cultura­les de las naciones. Sin ima­ginación el deseo sigue una dinámica precultural y presocial que no es otra que el instinto de una especie. El estado de natura­leza es una prehistoria que retrae la investigación acerca del hombre a un origen esencial que coincide con la es­pecie pensada como forma de vida.

Pero ese biologismo, que es la noción de sexualidad exenta, deviene psicologismo al depositarse silenciosamente sobre la noción de individuo, porque la sexualidad sin variación cultural (y, por tanto, sin historia) es tam­bién la sexualidad sin mediación social, esto es, algo cuya estructura y des­crip­ción sólo puede ser psicológica: necesidad, deseo, impulso y satisfacción. Ciertamente Rousseau no desarrolla una teoría explícita del individuo, pero tanto el carácter presocial del hombre natural, como la tesis clave de la sime­tría entre deseos y necesidades, convierten al individuo de la especie y a su ar­quitectura psicológica y física en el referente privilegiado de la noción de natu­raleza.

En ese contexto —el de la constitución psicofísica de los indivi­duos— Rousseau sostiene que el hombre natural posee agudizados los sen­tidos de la vista, el olfato y el oído, que son los sentidos útiles para la defensa y la depre­dación, pero no los del tacto y el gusto que mantienen una rudeza extrema, ya "que sólo se perfeccionan con la molicie y la sensualidad"[14]. Como la sexuali­dad está ligada inmediata y primariamente al sentido del tacto, la rudeza y falta de desarrollo de éste resulta ser un atenuante de la propia experiencia sexual. El hombre natural, por decirlo de algún modo, experimenta menos la propia y ajena corporalidad mediante el tacto y, por tanto, mediante el sexo, y es menos capaz de estar presente para sí mismo y para otro, de modo que tocarse tramita y comunica menos intersubjetividad.

Sin que la imaginación sea capaz de inventar el deseo, y con un tacto sin profundidad, el salvaje cuya robustez acarrea la indelicadeza de sus órga­nos[15], siente el deseo general que lleva a un sexo a unirse al otro sólo según las precisiones de la necesidad física que expresa el instinto. En buena me­dida, pues, la sexualidad natural es fisiología que se expresa en una conducta no mediada reflexivamente: sin invenciones y sin juicios.

En este sentido y desde el punto de vista de lo que podría llamarse una fisiología filosófica de la sensación, el abandono del estado de natura­leza se manifiesta en la sutilización de los sentidos del tacto y del gusto. Ese cambio no puede sino modificar la diversidad y relevancia de la experiencia de sí y del otro que tiene un sujeto mediante la sexualidad. Aunque el filó­sofo suizo no hace ninguna indicación al respecto, parece razonable suponer que la rudeza táctil contribuye a reducir al simple coito las posibilidades del protocolo sexual. Esa es además la tesis que sostiene en otro lugar, aunque sin ponerla en rela­ción con la rudeza del tacto: "los machos y las hembras se unían fortuita­mente, según se encontrasen, según la ocasión y el deseo y sin que la palabra fuera un intermediario demasiado necesario de las cosas que tenían que de­cirse; se abandonaban con la misma facilidad"[16].

En otro lugar, donde Rousseau describe al salvaje como al "hombre naciente", cuyo estado es el de "animal limitado al principio de las puras sen­saciones", reaparece la reducción de la relación sexual al coito sin media­ciones figuradas y sin previas ni posteriores asociaciones: "El hambre y otros apetitos le hacían probar poco a poco diversas maneras de existir; entre ellos hay uno que le invita a perpetuar su especie, y esta pendiente ciega, despro­vista de todo sentimiento del corazón, producía tan sólo un acto animal. Una vez satisfecha la necesidad, los dos sexos no se reconocían y el propio hijo sólo estaba junto a la madre en cuanto no podía pasarse sin ella"[17]. La existencia limitada al campo de las sensaciones, entre las que se cuenta un tacto imperfecto, con­vierte la inclinación sexual en "pendiente ciega" con la que la especie incita a los individuos a sostenerla y multiplicarla. La sexuali­dad es, pues, más bien una función de la especie en los individuos que una posición de los sujetos respecto de sí mismos y de los demás. No hay mascu­linidad ni feminidad para sí ni para el otro fuera de la vigencia del deseo y su satisfacción, y tampoco hay sexualidad en tanto que modalización sexual del sentimiento de la existencia.

La rudeza tactil y la limitación al principio de la sensación no im­plica, sin embargo, que el sexo no constituya uno de los ejes básicos del re­pertorio conductual del hombre natural, "cuyos deseos no pasan de sus ne­cesidades fí­sicas; (y) los únicos bienes que reconoce en el universo son el alimento, la hembra y el sueño; los únicos males que teme son el dolor y el hambre"[18]. Más bien parece implicar sólo que el tacto rudo y la limitada conciencia sensible mantienen al hombre —que se ocupa exclusivamente en comer, copular y dormir— dentro de la simetría entre necesidades y satis­facciones que caracte­riza al estado natural, y que Rousseau contrapone a la molicie y sensualización que preside el aumento de las necesidades que ahogan al hombre civil. En cierto sentido, pues, la inocencia natural del hombre respecto del sexo es tam­bién rudeza sensorial.

Parece pues razonable suponer que la imperfección del tacto contri­buye a aminorar e incluso suprimir el valor de los prolegómenos táctiles del coito, tales como abrazos, besos, gestos o caricias. La cuestión es relevante porque esos prolegómenos tienen también el efecto de producir el deseo con autono­mía respecto de los ritmos biológicos de la necesidad. En esa misma dirección Rousseau no sólo vacía el deseo sexual de interferencias imagina­tivas some­tiéndolo al instinto, sino que el instinto mismo lo pone a salvo de los movi­mientos de la afectividad y las pasiones: "la inclinación natural bastaba para unirlos: el instinto ocupaba el lugar de la pasión"[19]. Hay que sumar, pues, la ausencia de pasión al resto de las notas de la sexualidad en el estado de natura­leza. La sexualidad de la especie es una sexualidad desapa­sionada: el hombre natural es transportado por su deseo sin que ese movi­miento se genere, fo­mente o intensifique desde la afectividad.

Ese carácter desapasionado del instinto arrastra también una cierta in­diferenciación o, si se quiere, implica que el sujeto con el que se entra en rela­ción por la unión sexual comparece sólo como miembro de la especie del otro sexo y nada más, porque nada fija a uno con el otro dentro ni fuera de esa rela­ción. No hay preferencia, ni pasión, ni gusto diferenciado por el otro más allá de la unión mutuamente suscitada por el deseo físico no me­diado ni fomen­tado por la imaginación: "él escuha sólo el temperamento que ha recibido de la naturaleza, no el gusto que no ha podido adquirir, con lo que toda mujer es buena para él"[20].

Por otra parte, la correspondencia entre deseos y necesidades físicas por una parte, y necesidades y satisfacciones por la otra, suponen una cierta pro­porcionalidad entre los ritmos físicos del instinto y las posibilidades exte­riores de su satisfacción. Como esa corespondencia no se da sólo respecto del impulso sexual, sino también para la alimentación y la habitación, el mundo que habita el hombre natural se parece mucho al paraíso, esto es, al lugar donde la psique y sus precisiones se corresponden armónicamente con el orden del cosmos, del clima, de la orografía y de los recursos naturales e inmediatos. En lo que al sexo se refiere, el salvaje, aunque lo deseara menos y con menor intensidad, halla en el mundo y más en concreto en su especie, la posibilidad de satisfacer sus necesidades con cierta inmediatez, sin impe­dimentos tan severos como para fomentar la necesidad. Eso es posible, dice Rousseau, gracias a que en la especie humana las hembras son más nume­rosas que los hombres, y sobre todo a que éstas no tienen "como las de otras especies, períodos de calor y de exclusión"[21]. Así se logra algo parecido a una armonía global entre los sexos por la que ningún individuo se ve grave­mente privado de las satisfacciones que el instinto requiere. Se trata de una suerte de armonía sexual preestable­cida en la que los individuos se mueven como parte de un concierto general que es la especie.

Que sea la especie y no una institución (que implica la cercanía de los sexos) lo que sirve de contexto para la satisfacción sexual es, por una parte, co­rrelativo con la menor frecuencia del deseo en el estado de natura­leza, y por otra con el desconocimiento —al menos probable— de la relación entre sexua­lidad y procreación. Para los individuos de ambos sexos la unión sexual en el estado de naturaleza no hace relación a la procreación, y de ahí que la sexuali­dad no genere ninguna asociación estable entre ellos, al menos así lo sugiere Rousseau[22] en polémica con Locke. También en este punto la inexistencia de una institución que asocie sexualidad y procreación, y a los individuos de dis­tinto sexo entre sí, tiene un correlato psicológico: la ausen­cia de la clase de memoria que permitiría a los individuos reconocerse[23]. No hay en el salvaje algo así como una memoria identificativa de los sujetos que supere el mero reconocimiento de individuos del sexo opuesto que ga­rantizan el deseo y el instinto. La autoconciencia del salvaje no se extiende en el tiempo y su yo no habita otro tiempo que el que acontece: "la identidad del yo sólo se prolonga por la memoria, y para ser el mismo es necesario que yo me recuerde haber sido"[24]. Estamos, pues, ante el sexo sin memoria ni imaginación, sin asocia­ciones estables ni mediaciones artificiales y, por tanto, también sin historia[25]. Como las asociaciones estables son en buena medida la objetivación social de la memoria, y las mediaciones artificiales la objetivación social de la imagina­ción, la sexualidad de los individuos en el estado de naturaleza previo al or­den social, se resuelve en la sexualidad de la especie, cuyo estatuto psicológico es el de una "pendiente ciega", un ins­tinto.

a) La naturaleza como ficción e instancia de juicio

Queda todavía por abordar cómo la bondad natural del hombre —que el salvaje posee íntegra— es también la forma de la sexualidad según la vida de la especie. La tesis de la bondad de la naturaleza en Rousseau, cuando al es­tado de naturaleza se refiere, no puede tomarse en el sentido en que el bien es distinto y opuesto al mal, pues es precisamente esa indistin­ción la que caracte­riza a la naturaleza[26], sino como mera ausencia de mal. En muy buena medida y sobre todo en el contexto del estado de naturaleza, la expresión "bondad na­tural" es sustituible por inocencia[27]. Se trata, pues, de la noción de bondad como ausencia de maldad: la inocencia (anterior a toda reflexión[28]) o la natu­raleza misma. En ese sentido cabe afirmar que los hombres son buenos por na­turaleza y, por consiguiente, que la naturaleza misma es previa a la diferencia­ción del bien y del mal, previa al juicio y a la reflexión. Como esa diferencia­ción es simultáneamente la inauguración del uso de razón, la razón misma es posterior a la especie[29] y no define a la na­turaleza, sino sólo a su decurso histó­rico tras la diferenciación: la civiliza­ción y los siglos de las sociedades. La igno­rancia del bien y del mal que es la inocencia es también el estado natural del hombre[30]. No hay, pues, instancia de juicio racional en el hombre natural res­pecto de la sexualidad, lo que no significa, para Rousseau, que la sexualidad sea indiferente, sino que no se sale de la inocencia que es la bondad natural del hombre.

Difícilmente podría ser de otro modo, porque si se sostiene que el hombre es naturalmente bueno y se afirma que en el estado de naturaleza la sexualidad es ajena a la dimensión moral que fija y determina el deseo, la bondad de la sexualidad y del hombre natural mismo no puede ser sino an­te­rior a la diferenciación entre el bien y el mal. No obstante, incluso en el sen­tido en que bondad significa inocencia, la naturaleza sólo puede ser lla­mada buena una vez que ella misma se ha convertido en instancia de juicio acerca de lo bueno y de lo malo. Dicho de otro modo, el estado de indeferen­ciación entre el bien y el mal —la naturaleza— sólo puede ser llamado bueno desde la diferenciación misma —la civilización—, y una vez que aquél se ha conver­tido para ésta en instancia de juicio. En suma, la natura­leza sólo es buena cuando ya no existe ni es posible, y lo mismo puede de­cirse respecto de la sexualidad según el estado natural: sólo puede ser lla­mada buena, aunque sea según la inocencia, cuando ya no existe ni es posi­ble. Ni la rudez ni la ocasio­nalidad fortuita y desapasionada, son la forma de la bondad moral en la sexua­lidad, sino de la inocencia.

Antes de su categorización como natural por parte de hombres civi­les —como Rousseau—, la forma de vida de los hombres antes del tiempo de la diferenciación era completamente ajena e ignorante de sí misma, al menos en tanto que buena. La naturaleza misma sólo es naturaleza desde y para la civili­zación que la descubre y la toma como instancia de juicio acerca de sí. Y como además esa forma de vida quizá no ha existido, no existe y probablemente no existirá, el estado de naturaleza no es anterior a su tema­tización como natural. Es decir, la naturaleza no es anterior a la civilización en tanto que natural ni en tanto que estado o forma de vida, porque sólo desde la civilización se puede comparar, y "comparar es juzgar"[31]. El estado de naturaleza y la naturaleza misma no son previos ni distintos de la ins­tancia de juicio acerca de lo natural y lo artificial que contiene la autocon­ciencia de la propia depravación del hombre civil.

Como el propio Rousseau declara, "no es empresa ligera la de sepa­rar lo que hay de original y de artificial en la actual naturaleza del hombre y cono­cer bien un estado que ya no existe, que quizá no ha existido, que proba­ble­mente no existirá y del cual, sin embargo, es necesario tener nociones ajusta­das a fin de juzgar con exactitud de nuestro presente"[32]. Lo sorpren­dente es que precisamente para describir la sexualidad como biología Rousseau precise una ficción como la del hombre natural.

Ese carácter ficticio del estado de naturaleza que sólo se deposita em­pí­ricamente en los restos que se puedan discriminar como originales en la actual condición humana, extiende también a la noción misma de especie y a la forma de la sexualidad que contiene, una cierta índole ficticia que se ge­nera precisamente en el intento de pensar la humanidad antes y exenta de toda so­ciedad. Ahora bien, se trata de una ficción en el sentido etimológico del tér­mino que no es impostura, sino acción de componer, de figurar o formar la historia esencial o hipotética de la humanidad. La noción de sexualidad natu­ral —como la de naturaleza—, es decir, de sexualidad según la exclusiva forma de la especie biológica humana, es una figuración, un ar­tefacto por el que la cultura viene a ser descubierta y tomada como tal: la na­turaleza es una instan­cia de juicio. Lo que se intenta sugerir no es que la es­pecie carezca de una iden­tidad biológica diferenciada entre el resto de las es­pecies. Sino que su represen­tación como si se tratara de una forma de vida global anterior a las sociedades, y su constituticón en una instancia de juicio acerca de lo natural y lo artificial es, sencillamente, una ficción y que lo es para el propio Rousseau. Pero una ficción que no se deja descartar porque es también una historiosofía[33].

Al fin y al cabo Rousseau sugiere que "no se deben tomar las inves­tiga­ciones que se pueden hacer sobre este tema como verdades históricas, sino tan sólo como razonamientos puramente hipotéticos y condicionales, mucho más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para mostrar su verda­dero origen"[34]. Ahora bien, es precisamente esa ficción his­toriosófica la que permite a Rousseau ponerse a salvo de la dirección y la forma en la que se produce el avance de la civilización de su tiempo, en cuyo seno y a su juicio, "a fuerza de estudiar el hombre que somos, nos po­nemos fuera de la posibili­dad de conocerlo"[35]. En el contexto de una crítica global al sentido de la ciencia, el saber y las costumbres de sus días, Rousseau quiere eludir los preceptos "científicos que sólo nos enseñan a ver a los hombres tal como ellos se han he­cho"[36], para alcanzar a determinar "prin­cipios anteriores a la razón"[37], que, como se ha visto, en la sexualidad son el instinto y la inclinación general a la supervivencia con la que las especies configuran a sus individuos.

Aunque hipotético el etado de naturaleza es una ficción original y no por inédita, sino porque pone a la razón a pensar la forma de todo, el ori­gen —también de la sexualidad— antes de que la razón se hiciera la forma de lo que hay. "Yo vuelvo siempre al principio (dice Rousseau), y me facilita la so­lución de todas mis dificultades"[38]. Con todo, la razón no puede volver a un principio que es anterior a ella misma, y no puede figurarse al hombre antes de que ella misma lo habitara si no es dejando que la imaginación y los senti­dos la gobiernen, y la hagan circular por un espacio que ella no puede someter: la reflexión que vuelve más allá de su propio principio y deviene ensoñación. Es cierto que lo adivinado por la razón acerca de la na­turaleza tiene la forma de una hipótesis, o de una conjetura verosimil a la que le conviene la adver­tencia de que se trata de algo que "ya no existe, que quizá no ha existido, que probablemente no existirá jamás". Pero es más que eso, es una ficción desvela­dora, un trance o una ensoñación[39] historiosófica que desvela un origen que no es la razón, y que permite que ésta se conozca a sí misma como producto de una contingencia histórica.

Se trata, en cualquier caso, del instinto sin preferencias ni pasión lo que constituye la forma de la sexualidad según el estado de naturaleza o la vida de la especie. Bastará que al instinto se sume la costumbre para que este sistema de correspondencias equilibradas entre deseos, necesidades y satis­facciones se altere dando paso a una nueva disposición que, sin embargo, no es todavía la del tiempo de las naciones y el hombre civil.

2. La edad de las familias o el incesto antes de la prohibición del in­cesto

Entre el estado que producen los principios anteriores a la razón y el que produce la razón misma, Rousseau parece pensar formas intermedias[40] en las que se combinan con cierto desorden carácteres de una y otra condi­ción. La más relevante aquí es la que algunos autores llaman el hombre de las caba­ñas[41]. El rasgo más peculiar es la aparición de la familia, pero en un contexto que no es propiamente social, sino más bien gregario y ajeno tanto a las insti­tuciones del hombre civil como a su depravación moral: la igno­rancia y ru­deza de los cuerpos y espíritus todavía mantienen en la inocencia los usos sexuales, entre los que destacan las relaciones entre hijos de los mismos pa­dres. Se trata de los hombres en tanto que miembros de la especie a los que las necesidades, después de haberlos dispersado[42], los han reunido en comunida­des de parentesco en cuyo seno el deseo se fija sobre los miem­bros del grupo familiar. Estamos, pues, ante la sexualidad según la forma de vida no ya de la especie que se deja ver en individuos dispersos, sino de fa­milias aisladas que constituyen un momento intermedio entre la especie y las naciones.

Rousseau responde así a la pregunta sobre cómo se reproducían los hombres antes de estar constituidos en sociedades: "¡Qué pues! ¿Antes de eso los hombres nacían de la tierra? ¿Las generaciones se sucedían sin que los dos sexos estuvieran unidos y sin que nadie comprendiera nada? No: había fami­lias, pero no había naciones; había lenguas domésticas, pero no había lenguas populares; había matrimonios, pero no había amor"[43].

Matrimonios sin amor y familias sin naciones son la forma gregaria de vida común que limita el campo de las relaciones sexuales a un contexto nece­sariamente incestuoso y, sin embargo, todavía inocente: "Cada familia se bas­taba a sí misma y no se perpetuaba más que por su sangre: los hijos, nacidos de los mismos padres, crecían juntos, y poco a poco encontraban modos de co­municarse entre sí; los sexos se distinguían con la edad; la in­clinación natural bastaba para unirlos, el instinto ocupaba el lugar de la pa­sión, la costumbre el de la preferencia, se llegaba a ser marido y mujer sin haber dejado de ser her­mano y hermana. No había ahí nada lo suficiente­mente animado para soltar la lengua, nada que pudiera arrancar con sufi­ciente frecuencia acentos de pa­sión ardiente para convertirlos en institu­ciomes"[44]. Ahora se ve que el ma­trimonio sin amor no era propiamente una institución, ni siquiera una rela­ción parental contrapuesta a la fraterni­dad.

La idea misma de familia resulta problemática si las relaciones de fra­ternidad, filiación y alianza conyugal no se han diferenciado ni, por tanto, se pueden excluir entre sí. Ahora bien, esa compatibilidad no sólo reduce la no­ción de familia a una comunidad indiferenciada con vínculos de sangre, entre cuyos individuos se dan relaciones sexuales incestuosas, sino que además hace imposible la prohibición misma del incesto, porque aquello que éste prohibe que se junte no se ha separado todavía: el incesto inocente o, si se quiere, el in­cesto antes de la prohibición del incesto. "Fue necesario que los primeros hombres desposasen a sus hermanas (...) tal uso se perpe­tuó sin ningún in­conveniente mientras las familias permanecieron aisla­das, y aún después de la reunión de los pueblos más antiguos"[45]. Son el ais­lamiento de los grupos fun­dados sobre parentescos de sangre y la simple in­clinación lo que llevaron a unirse entre sí a unos individuos para los que la fraternidad no excluía la unión sexual, sino que más bien la propiciaba, pues Rousseau la presenta como el contexto inmediato y posible para satisfacción del deseo y la procrea­ción.

Tampoco excluye las relaciones incestuosas el estado de naturaleza, en el que los individuos se unían de modo fortuito y ocasional. Sin em­bargo, en el estado de naturaleza los posibles incestos no pasan sólo desaper­cibidos para los salvajes sino para el observador que describe dicho estado. Las familias no se diferencian sustancialmente del estado de naturaleza en este punto, porque también en ellas los individuos ignoran sus asociaciones sexuales en tanto que incestuosas, si bien el observador ya no puede pasar por alto que en el seno de las familias no sólo es posible el incesto como ocurría entre los salvajes, sino que la unión sexual entre familiares se ha hecho necesaria para la perpetua­ción de la especie y la satisfacción del deseo. "Pero la ley (dice Rousseau en una nota a pie de página) que la abolió no es menos sagrada por ser de institución humana. A quienes solamente la mi­ran por el vínculo que se forma entre las familias, se les escapa su aspecto más importante. En la familiaridad que el comercio doméstico establece por fuerza entre dos seres, a partir del momento mismo en que una ley santa deja de hablar al corazón y de imponerse a los sentidos, ya no habrá honra­dez entre los hombres, y las costumbres más espan­tosas producirán muy pronto la destrucción del género humano"[46]. Rousseau sugiere, pues, que no sólo la diferenciación de los vínculos familiares, sino el orden moral mismo y la supervivencia de la especie dependen de la vigencia de la prohi­bición del incesto, a la que llama ley santa que no es menos sagrada por ser institución humana.

La especie y la familia, ambas anteriores a la civilización, vienen así a depender de las instituciones incluso para su perpetuación. Ahora bien, esa dependencia es simultánea a que las intituciones rompieran el equilibrio ce­rrado por el que la especie y las familias se sostenían por sí solas. Es decir, la institución se hace necesaria para sostener lo que ella misma ha roto. Otro tanto es la cultura respecto de la naturaleza o la sociedad respecto del indivi­duo: lo que enferma al hombre es también lo que lo mantiene vivo, pero me­diante una ampliación de sus dependencias que es también la ruptura de su antigua suficiencia. Una vez alterada la salud originaria la existencia es posible sólo según la forma de la enfermedad, esto es, de la civiliación y las institucio­nes. La cultura, como la medicina, es el remedio insuficiente para un pro­blema que no existiría sin ellas o, por lo menos, que no existía antes que ellas.

"Cada familia, (dice Rousseau) se convirtió en una pequeña sociedad (...) fue entonces cuando se estableció la primera diferencia en el modo de vida de los dos sexos, que hasta entonces habían tenido una sola. Las muje­res se tornaron más sedentarias y se acostumbraron a guardar la cabaña y los niños, mientras que el hombre iba a guardar el sustento común. Los dos sexos co­menzaron de este modo (...) a perder algo de su ferocidad y de su vi­gor"[47]. Hasta entonces la condición sexuada no prefiguraba funcionalmente a los in­dividuos para los que el sexo era un mero fragmento de su conducta. A partir de ahora, y por el carácter protosocial de la familia, la sexualidad matiza y di­versifica las acciones individuales según masculinidad y femini­dad, integrán­dolas en un todo funcional más amplio del que la sola especie requería. Pero esa ampliación es también debilitación y sometimiento: "go­zando de grandí­simo ocio, lo emplearon en procurarse muchos tipos de comodidades desco­nocidas; este fue el primer yugo que se impusieron sin pensar en ello y la pri­mera fuente de males"[48].

No obstante, mientras nos mantengamos en la edad de las familias, sólo hemos pasado del sexo como instinto y sin pasión que caracteriza al es­tado de naturaleza, al sexo como costumbre sin amor ni preferencia ni pa­sión: el matrimonio. Es pues la sexualidad según la síntesis entre instinto y costum­bre, ajena todavía a lo moral en el sentimiento del amor, lo que forma las primeras asociaciones a las que Rousseau llama matrimonios, dis­tintas de la uniones fortuitas y fugaces del hombre salvaje, pero igualmente faltas de la pasión que da lugar a instituciones.

3. La sexualidad según las naciones y el estado de civilización

Las referencias expresas que hace nuestro autor a la sexualidad en el es­tado de civilización son menos numerosas y precisas que las referidas a la na­turaleza. Además Rousseau no se ocupa directamente de la diversidad cultural de las naciones en este punto[49], de modo que lo que puede lograrse más inme­diatamente es algo así como un negativo global del estado de na­turaleza, un tipo ético-psicológico ampliado y, en algunos casos, precisado por sus correla­tos sociales e institucionales. En términos generales, la civili­zación somete la sexualidad a una revolución por la que el instinto y la cos­tumbre se transfor­man con la fuerza de la pasión. "Entre las pasiones que agitan el corazón hu­mano hay una ardiente, impetuosa que hace a un sexo necesario al otro; pa­sión terrible que desafía todos los peligros, remueve to­dos los obstáculos y que en sus furores parece apropiada para destruir al gé­nero humano que ella está destinada a conservar"[50]. Tal es su fuerza y dis­posición que Rousseau se pre­gunta "¿en qué se convertirían los hombres frente a esta rabia frenética y bru­tal, sin pudor, sin retención y disputándose cada día sus amores al precio de su sangre?"[51]. Nada queda ya de la origina­ria y natural simetría entre los deseos y las necesidades, de la armónica co­rrespondencia entre el instinto y el mundo de sus satisfacciones. Todo pa­rece ocurrir ahora según discordia, los hombres se agitan unos contra otros y contra sí mismos, retorciéndose con una "rabia frenética y brutal" que sólo parece poder contentarse sobre los restos de lo que estaba destinada a salva­guardar.

Sólo ese furor nuevo que es la pasión hace necesarios los límites de las leyes[52] para que la contengan y dejen así a salvo al hombre de su propio im­pulso. Sin embargo, las leyes no sólo son diques demasiado débiles para esa marea que surge de dentro, sino que quizás formen parte del movi­miento mismo que produce la avalancha. Por eso lo urgente, dice Rousseau, es "exa­minar si los desórdenes no han nacido con las leyes mismas; pues en este caso, aun cuando ellas fueran capaces de reprimirlos, no sería mucho el exigirles que detengan un mal que no existiría sin ellas"[53]. ¿Son las leyes causa y fo­mento de los delitos que prohiben?[54] ¿Es la ley la causa del mal?[55] ¿Hay salida a la situación en la que lo destinado a preservar la salud es lo que fomenta la enfermedad, y también en parte lo que ésta segrega?

"Es algo incontestable (dice nuestro autor) que el amor mismo, como todas las restantes pasiones, sólo en la sociedad ha adquirido ese ardor tan im­petuoso que tan frecuentemente lo torna funesto"[56]. Antes de la sociedad que exige su moderación al tiempo que alimenta su furor, el amor era sólo el deseo que lleva a un sexo a unirse al otro (lo físico en el sentimiento del amor). Pero no se trata sólo de que el amor se revolucione y cobre ardor, es que, como ya se ha visto, antes del tiempo de las sociedades ni siquiera era pasión. Rousseau utiliza en ocasiones las nociones de moralidad (de necesi­dades morales) y de pasiones como si fueran sinónimos[57], pero lo moral en el sentimiento del amor es correlativo a su institucionalización y pertenece al tiempo de las na­ciones, de las fijaciones del deseo y el sentimiento de propiedad que le sigue: "Lo moral (en el sentimiento del amor) es lo que de­termina ese deseo y lo fija de modo exclusivo sobre un solo objeto o, cuando menos, que le da para este objeto preferido un mayor grado de energía"[58].

Ya en los tiempos de las cabañas la familiaridad de la vida común ha­bía hecho surgir "un sentimiento tierno y dulce (que) se apodera del alma y con la menor oposición se convierte en furor impetuoso"[59]. Es el límite mismo que se impone al deseo bien desde fuera o bien desde la reflexión lo que acrecienta su fuerza y aviva su ardor. Pero es también el deseo avivado por la fijeza que se hace preferencia lo que hace precisos los límites que, lejos de retenerlo, lo acrecientan más allá de la necesidad a la que responde, hasta ampliarla sobre toda la extensión de su insaciabilidad. Una vez operada la re­volución nada puede ya reducirla porque nada queda en su sitio y según su an­tigua proporción. Pero, sorprendentemente, alguien saca beneficio: "es fácil ver que lo moral en el amor es un sentimiento ficticio nacido de los usos de la sociedad y celebrado por las mujeres con gran habilidad y cuidado para estable­cer su imperio y convertir en dominante el sexo que debía obe­decer"[60].

Como veremos más adelante, no se trata de una ocurrencia ocasio­nal la que lleva a Rousseau a pensar que la forma civil y moral de la sexua­lidad es un recurso que las mujeres utilizan en su favor contra el orden de la natura­leza. Interesa ahora, sin embargo, reparar sobre otra cuestión. Lo moral se pre­senta en el sentimiento del amor como una fijación exclusiva del deseo sobre un objeto que lo exalta y vigoriza. Del antiguo deseo indife­renciado que regía la sexualidad en el estado de naturaleza, y que implicaba la ineficacia de la imaginación respecto de la génesis del deseo y la ausencia de una memoria identificativa, hemos pasado —al irrumpir lo moral— a un deseo que se re­tiene sobre su objeto más allá de los límites físicos de su satisfacción. El deseo cobra así más la forma de un hábito o de una tendencia que de un impulso o, dicho de otro modo, se autonomiza respecto de la ne­cesidad física dándose a sí mismo una estabilidad y fijeza que la satisfacción interrumpía entre los salva­jes: "Con la excepción de lo físico que la misma naturaleza exige, todas las otras necesidades no lo son más que por el há­bito"[61].

Se trata, por tanto, de un deseo que no es ya el correlato consciente de una necesidad física ni tiene su forma y duración, sino la de unas faculta­des psíquicas que son la memoria y la imaginación, que ensanchan e inven­tan el deseo sexual más allá de los límites de la necesidad física. La nueva textura del deseo según la forma de las facultades psíquicas desarrolladas y de sus objeti­vaciones sociales disociadas del orden físico de la necesidad, es para la sexuali­dad la forma por la que "el ser y el parecer llegaron a ser dos cosas de todo punto diferentes"[62] y ese deseo, como "todo lo que está por en­cima de lo físi­camente necesario es fuente del mal"[63].

El desarrollo de las facultades afecta también a los sentidos y pecu­liar­mente al tacto. Su perfección es para Rousseau consecuencia de un pro­ceso ne­fasto, al menos en lo que a los protagonistas morales de dicho cambio se re­fiere: la molicie y sensualización general de la vida civil. La sensualiza­ción es el afinamiento depravante que la pujanza del espíritu (y de las nece­sidades) produce sobre la rudeza del hombre natural: "el espíritu deprava los senti­dos"[64]. La sutilización del tacto significa, además, que el sujeto está más en su cuerpo, que resulta más accesible y afectable mediante éste que viene a ser así menos exterior. Mediante la sutilización del tacto la sexuali­dad deja de ser un fragmento en el repertorio conductual del hombre, y también deja de estar lo­calizada corporalmente en los órganos dispuestos para la necesidad, exten­diéndose sobre la íntegra corporalidad según figura­ciones artificiales que cons­tituyen lo que podemos llamar erótica. Esa mayor interiorización del cuerpo que permite el perfeccionamiento del tacto, es también una intensificación de la experiencia sexual que Rousseau piensa como parte del movimiento gene­ral de sensualización del hombre civil: en comparación con el salvaje el hom­bre civil tiene ojos en las puntas de los dedos y como el glotón tiene toda su alma en el paladar[65], así el hombre sensual tiene su alma en el tacto, con lo que la espiritualización de los senti­dos que produce su perfección y afina­miento físico deviene más bien una somatización moral o, mejor, una sensua­lización del espíritu en términos morales. Espiritualización y sensualización son, pues, correlativas, y si la primera indica la dirección del progreso físico de la especie, la segunda muestra la depravación moral a la que ese progreso con­duce. La perfección del hombre según un orden es también su depravación respecto del orden superior, que se hace así más improbable pero también más necesario. Esa es la dinámica interna del proceso de la civilización[66].

Tal proceso sólo se desencadena una vez que la imaginación se ha he­cho efectiva respecto de la génesis de los deseos. Es la imaginación la que lleva el deseo más allá de las necesidades[67], suscitándolo fuera de los ritmos de la necesidad física que queda así sepultada, y se convierte en un rastro in­descifra­ble del antiguo equilibrio natural entre necesidades y satisfacciones. Cuando la imaginación fomenta el deseo se produce la falsación de la nece­sidad, y esa es la forma de la sexualidad en el hombre civil: una necesidad no verdadera. "Unicamente por la imaginación se despiertan los deseos. Su necesidad no es propiamente una necesidad física: no es cierto que sea una verdadera necesi­dad"[68]. El nuevo alcance del sentido del tacto, de la memo­ria y de la imagina­ción forman junto con la voluntad la independecia del deseo respecto de la necesidad, pues "la voluntad habla cuando la naturaleza calla"[69] y lo que dice es un desmentido de la propia naturaleza, suplanta su voz y "muy pronto el deseo ya no viene de la necesidad, sino del hábito, o más bien el hábito añade una nueva necesidad a la de la naturaleza"[70]. Pero su carácter artificial se ma­nifiesta en su propia ilimitación, que termina afec­tando al propio instinto fal­sificado por la nueva potencia del deseo: "descon­fiad del instinto tan pronto como no podáis limitarlo; es bueno en tanto que actúa solo; es sospechoso desde que se mezcla con las instituciones de los hombres"[71].

Mientras el deseo se mueve en el "mundo real" de las necesidades físi­cas, el deseo tiene como éstas un límite y una intermitencia, pero cuando la imaginación extiende su poder y lo posible se deja ver por el deseo para que lo abrace, entonces el deseo cobra la extensión de la imaginación y no la de la ne­cesidad. "El mundo real tiene límites, el mundo imaginario es infi­nito"[72]. Claro que las fuerzas del hombre no alcanzan a cubrir la nueva magnitud de sus deseos según los hábitos y el nuevo poder de la imagina­ción, pero esa es la condición del hombre civil cuyas necesidades superan su fuerza y le convier­ten en un ser débil y desgraciado que anhela siempre más de lo que alcanza.

Esa es la espiritualización del deseo que degrada perfeccionando los sentidos, y es también el correlato psicológico de la socialización de la sexua­li­dad en asociaciones estables y mediaciones artificales: instituciones y eró­tica, asociaciones según la memoria y según la imaginación: "He aquí, pues, todas nuestras facultades desarrolladas, la memoria y la imaginación en juego, el amor propio interesado, la razón vuelta activa y el espíritu llegado casi al tér­mino de su perfección de que es susceptible"[73].

Ahora bien, además de su vigorización y autonomización de la ne­cesi­dad física, ¿qué introduce la fijación exclusiva del deseo sobre un objeto en las relaciones entre los sexos? Aunque Rousseau no relaciona explícita­mente esa exclusividad en la determinación del deseo con el acto por el que se inauguró el tiempo de las naciones[74], parece razonable suponer que la fi­jación sobre su objeto es la forma con la que el deseo dice "esto es mío", y que la exclusividad es la cerca con la que el apetito se hace con su objeto más allá de lo que precisa la necesidad. El deseo independizado de la necesidad es la forma psicológica de la propiedad que se introduce así también en la sexualidad. Es cierto que la propiedad no se generó en el seno de las relacio­nes entre los sexos, sino en las relaciones productivas, en el trabajo. Pero la sexualidad misma queda afectada por la ampliación de la propiedad más allá del uso al fijarse y retenerse sobre su objeto fuera de los ritmos de la necesi­dad física.

Como se ha visto, esa fijación del deseo que significa la irrupción de lo moral en el sentimiento del amor, es la causa que ha descoyuntado todas las correspondencias naturales, también las que hacen relación a la comuni­dad de los sexos. Ahora bien, como suele ocurrir en la filosofía de Rousseau, la salva­ción no está en algo distinto de las causas de la perdición, porque esa fijación es ahora el único procedimiento que queda para combatir a la pa­sión. "Llega un momento (dice Rousseau) en que el mal es tal que las mis­mas causas que lo hicieron nacer son necesarias para impedir que aumente; es el hierro que es preciso dejar en la herida por temor a que el herido muera al arrancarlo"[75].

4. La constitución biográfica de la sexualidad: Emilio y Sofía

La naturaleza del salvaje no es la naturaleza en el hombre civil, lo que no significa que una desmienta a la otra, sino que difieren y se oponen entre sí como difieren dos posibilidades de lo mismo que no son, sin em­bargo, simul­taneables[76]: lo mejor en tanto que suficiencia y lo mejor en tanto que perfec­ción. "Existe mucha diferencia entre el hombre natural vi­viendo en estado de naturaleza, y el hombre natural viviendo en el estado de la sociedad. Emilio no es un salvaje a quien relegar a los desiertos; es un salvaje hecho para habi­tar en las ciudades"[77].

Se trata en un caso de la naturaleza antes de la historia que se inau­gura con la irrupción de lo moral, y en el otro de la naturaleza en la historia, esto es, bien de la naturaleza como forma de la especie bien de la naturaleza como la forma de la moralidad. Ambas afectan a la sexualidad como un tempo doble, la naturaleza física y moral, cuya mutua anacronía Rousseau aspira a sincronizar en Emilio casi con la forma de una melodía única. Pero esa sincronía preten­dida no se produce en el espacio de la subjetividad como mera constitución psicológica y moral, sin extenderse al terreno de la inter­subjetividad, sin con­vertirse en la trama y el espacio conjunto de masculi­nidad y feminidad, lo­grada en el contexto de una institución civil refundada desde la originalidad de la naturaleza.

La naturaleza del salvaje se logra y se basta a sí misma sin media­ción, se figura desde sí y por sí sola; en cambio la naturaleza en el hombre civil se cumple sólo por la mediación del artificio, del arte que acierta a evi­tar la artifi­cialidad: la educación y la libertad según la naturaleza. En los si­glos de las so­ciedades la naturaleza ya no puede hacerse valer sin mediacio­nes figuradas precisamente porque, en primer lugar, las convenciones socia­les son ellas mismas unas mediaciones desfigurantes; y, en segundo lugar, porque una vez perdida la inocencia, la bondad de la naturaleza no es ino­cencia desprevenida: ya no puede ser la bondad antes de la diferenciación entre el bien y el mal, sino el bien que sabe figurarse y componerse sobre y entre la depravación. "Existen tantas contradicciones entre los derechos de la naturaleza y nuestras leyes so­ciales, que para conciliarlas es necesario falsear y tergiversar sin cesar: se im­pone el emplear mucho arte para impedir al hombre social ser artificial en todo"[78].

Pero, como veremos, esa artificialidad que se precisa utilizar no anida sólo en la educación, sino que afecta a la filosofía misma, a la exposi­ción y re­flexión sobre lo que es natural cuando ésta se lleva a cabo entre hombres en el estado de civilización. Porque en ese estado, la naturaleza ni se puede valer sin mediaciones artificiales, ni se deja ver sin mediaciones fi­guradas, casi sin fic­ciones literarias o sin literatura valdría decir. Por ahora, sin embargo, basta con reparar en que nos hallamos ante la naturaleza cuando ésta ya no prescribe dispersión y soledad, sino que más bien al con­trario sanciona: "no es bueno que el hombre permanezca solo, y Emilio es hombre"[79].

Aunque la sexualidad no puede tener ya la forma de la especie, tam­poco le conviene la depravada condición que se sigue del artificio social. Emilio —la naturaleza en la civilización— no es un anacoreta, y por mucho que se trate de "un amable extranjero" entre su conciudadanos, todos los as­pectos de su vida (y entre ellos la sexualidad) han de tener en el seno de la civi­lización y del hombre civil una forma natural, que no es sin embargo fruto de un despliegue espontáneo y exento de mediaciones artificiales. Más bien al contrario, de lo que ahora se trata es de que tales mediaciones artifi­ciales que han introducido y aumentado la depravación, sirvan para llevar la naturaleza más allá de sí misma en una dirección que, aunque señala lo mejor[80] dentro de lo posible, no era requerida ni siquiera auspiciada por la naturaleza misma. "Este paso del estado de naturaleza al estado civil pro­duce en el hombre un cambio muy importante, al sustituir en su conducta la justicia al instinto, y al dar a sus acciones la moralidad que les faltaba an­tes. Es entonces solamente cuando la voz del deber reemplaza al impulso fí­sico, y el derecho al apetito, y el hombre, que hasta ese momento no se preo­cupaba más que de sí mismo, se ve obligado a actuar de acuerdo con otros principios, y a consultar a su razón en vez de seguir sus inclinaciones"[81]. En ese sentido, "somos más libres en el pacto social que en el estado de natura­leza"[82]. Tanto que "si los abusos de esta condición no le colocasen con fre­cuencia por debajo de la que tenía antes, de­bería bendecir sin cesar el feliz instante que le arrancó para siempre de aquella (el estado de naturaleza), y que, de un animal estúpido y limitado, hizo un ser inteligente y un hom­bre"[83].

La naturaleza en el hombre civil es, pues, una construcción biográ­fica o, si se quiere, un proceso cuya realización la protagoniza el sujeto, si bien es cierto que en correspondencia con la educación y con un cierto artifi­cio o pacto social[84]. Ese nuevo protagonismo es también la cualificación en tanto que mo­ral de la vida y de todas sus dimensiones, también la sexuali­dad. Ahora bien, se trata de una construcción en la que la sexualidad no se limita a ser una di­mensión entre otras, sino que ella misma abre e inaugura al sujeto como autor de sí mismo. En ese sentido el sexo en tanto que di­mensión bográfica y la civi­lización en tanto que estado de los hombres re­sultan ser análogos en sus efec­tos, porque ambos señalan el límite tras el cual el hombre puede superarse a sí mismo como su señor, o depravarse como un esclavo de las inclinaciones que eran su única guía natural, pero que ahora son un rastro seguro de la perdi­ción: "En el haber del estado civil (está) la libertad moral, que es la única que convierte al hombre verdadera­mente en amo de sí mismo, porque el impulso exclusivo del apetito es es­clavitud, y la obediencia a la ley que uno se ha pres­crito es libertad"[85].

Resulta, pues, que el sexo es para los individuos lo que la civiliza­ción para la especie: la inauguración del orden moral y por ende social. Los hom­bres, dice Rousseau, nacen primero para la especie y eso es el mero exis­tir. Más tarde, incluso cuando la imaginación realice sus primeros progresos, el hom­bre solo aprende la simple existencia de congéneres según la forma de la espe­cie: "El primer acto de su naciente imaginación es el de enseñarle que existen semejantes, y la especie le afecta antes que el sexo"[86]. Pero nacen después para sí mismos, como autores que no se limitan a representar el pa­pel que la espe­cie o las convenciones sociales le prescriben. Ese aconteci­miento por el que el hombre viene a ser para sí mismo materia de composi­ción, es, según Rousseau, el nacimiento según el sexo: "Nacemos, por así decir, en dos veces: la una para existir, la otra para vivir; la una por la espe­cie y la otra por el sexo"[87]. La sexualidad individualiza a los hombres como la mera unidad numérica de su cuerpo no es capaz de hacer. El sexo hace in­dividuos que lo son para sí mismos o, lo que es lo mismo, que lo son en el seno de relaciones con otros: "En el momento que un hombre tiene necesi­dad de una compañera, no es ya un ser aislado, su corazón no está ya solo. Todas sus relaciones con su especie, todas las afecciones de su alma nacen con ésta. Su primera pasión hace fermentar muy pronto las demás"[88]. La modalización sexual no ya del cuerpo sino del sujeto que protagoniza su vi­vir, es también su socialización o, mejor, la condición de su sociabilidad.

Especie y sexualidad se oponen ahora como las formas de dos di­men­siones biográficas; la segunda rompe el aislamiento de la primera. Poco queda ya de la sexualidad según el estado de naturaleza donde su forma era también la de la especie. Ahora el sexo es un segundo nacimiento, un alum­bramiento que es social al menos en el sentido de que inaugura y sirve de fuente al resto de las afecciones sociales. Antes del sexo la compañía era me­ramente física y no afectaba al corazón del hombre, así que en cierto sentido antes del sexo no hay biografía a no ser como biografía física. Se reproduce aquí, pues, la distin­ción entre lo físico y lo moral que servía para contrapo­ner la sexualidad en el estado de naturaleza y en el estado de civilización, pero ahora, en el orden bio­gráfico, la incorporación de lo moral no parece tener el carácter funesto que suponía el transito de un estado a otro: "lo fí­sico nos lleva insensiblemente a lo moral, y (...) de la grosera unión de los sexos nacen poco a poco las más dul­ces leyes del amor"[89]. Más bien parece que lo segundo es una cierta perfección respecto de lo primero, y es que la forma de la sexualidad según la especie es ahora "grosera unión de los sexos", pero no porque la naturaleza misma haya sido cesada o desmentida, sino porque ya no es posible con la forma de lo me­jor en tanto que autosufi­ciencia del individuo, sino con la de lo mejor según la perfección del amor o de lo moral.

Con todo, en cierto sentido y en tanto que la naturaleza sigue siendo la disposición de la humanidad previa al orden social, el amor, como lo mo­ral, no proceden de la naturaleza misma como una pefección teleológica, sino como una forma sobrevenida que sólo resulta necesaria y "perfeccio­nante" en tanto que la naturaleza misma ha sido rota en su suficiencia: "Lejos de que el amor proceda de la naturaleza, él es la regla y el freno de sus inclinaciones; es mediante él por lo que, exceptuado el objeto amado, un sexo no es nada para el otro"[90]. Este es el hierro que no se puede arrancar de la herida. Es verdad que la naturaleza está rota, y que a ello contribuyen las leyes que causan el mal que prohiben, pero no es posible ya eludir la necesi­dad de tales leyes y, más en con­creto, de las leyes del amor.

Al amor le ocurre, en parte, como al pudor que no estaba al princi­pio, pero forma parte del espacio de la sexualidad en el hombre civil. No obstante, Rousseau parece sostener que el pudor, al contrario que el amor, sí es natural a la especie aunque los hombres antes de nacer según el sexo, es decir, los niños, lo desconozcan: "Aun cuando el pudor sea natural en la es­pecie humana, los niños carecen naturalmente de él. El pudor no nace sino con el conocimiento del mal"[91]. Resulta difícil, en efecto, conciliar la tesis de que el pudor es natu­ral a la especie, y esta otra de que sólo después del cono­cimiento del mal es po­sible el pudor. Cabe pensar, no obstante, que a la espe­cie misma le convienen como naturales distintas cosas, según se trate de la especie antes del siglo de las sociedades o en su seno. Pero, en cualquier caso, uno y otro, el pudor y el amor, confirman la sexualidad según la naturaleza en el hombre civil. Ambos le sirven de freno, lo fijan y dirigen distrayendo y expulsando al deseo de sus meros objetos físicos, para concentrarlo donde la pasión y el amor lo retienen. Al fin y al cabo, "no se actúa sobre las pasio­nes sino por medio de ellas; me­diante su imperio es como se precisa comba­tir su tiranía"[92].

Pero no bastan el amor y el pudor. Es preciso además que, una vez per­dida la inocencia y roto el orden originario de la naturaleza, la razón haga va­ler el suyo. "Hasta ahora yo le detenía por la ignorancia; ahora es preciso dete­nerlo por las luces"[93], dice Rousseau de Emilio. En su nueva si­tuación los movimientos del deseo y las pasiones ya no son originariamente buenos por­que la ignorancia ya no está en su origen, sino que éste ha sido perturbado por la razón. De ahí que sea el desorden producido en la natura­leza lo que hace preciso el orden que desde fuera de ella, al menos como es­tado, introduce la razón como el principio de lo moral: "Esta necesidad (la virtud) llega cuando las pasiones despiertan"[94]. Ahora es el orden de la ra­zón, es decir, el control racional, lo que se convierte en criterio de bondad y maldad: "todos los senti­mientos que dominamos son legítimos; todos aque­llos que nos dominan son criminales"[95].

Amor, razón y pudor, he ahí el nuevo sistema de correspondencias, cuyos extremos se determinan mutuamente para que la sexualidad tenga la nueva forma de la naturaleza en el hombre civil[96]. El sexo según el pudor, la razón y el amor son también en cierta medida tres etapas biográficas aun­que no sean simétricas con la niñez, la juventud y la madurez. Propiamente, el pudor no caracteriza a la infancia sino al tránsito de la in­fancia a la juventud y a la juventud misma, porque, como ya se ha visto, el pudor sólo aparece tras la diferenciación entre el bien y el mal. A su vez y aunque la razón se diera con cierta anterioridad respecto del amor, la separa­ción entre uno y otro no tiene por qué ser también el límite entre juventud y madurez. En realidad, tanto el pudor como la razón y el amor son dimen­siones que se abren una vez aban­donada la infancia en la que el sujeto ha nacido sólo según la especie pero no todavía según el sexo. Nacer según el sexo es también, en cierto sentido, nacer según la diferencia y la compara­ción, es decir, según el juicio y la reflexión[97].

Con una correspondencia todavía menos exacta pero que incluye a la infancia, quizás convenga sumar a las anteriores distinciones el repertorio de los niveles de relaciones que establece Emilio: las relaciones físicas con los de­más seres; las morales que lo relacionan con los hombres; y las civiles con sus conciudadanos. Esta nueva clasificación permite introducir un as­pecto que hasta ahora no se ha considerado: la forma de la sexualidad en tanto que rela­ción civil, el matrimonio. Com el matrimonio aparece quizás un cuarto mo­mento que sucede al amor si bien no lo suprime[98]. Por otra parte y como se va a ver, el pudor y la razón le sirven a Rousseau para dife­renciar tipológica­mente en el orden de las relaciones morales entre mascu­linidad y feminidad.

a) Sofía o la mujer; Emilio o el hombre

Justo cuando Emilio ha llegado "al último acto de la juventud, pero todavía no ha alcanzado el desenlace", Rousseau se propone bajo el título "Sofía o la mujer" mostrar cómo "Sofía debe ser mujer como Emilio es hom­bre, es decir poseer todo cuanto conviene a la constitución de su especie y de su sexo, ocupar su lugar en el orden físico y moral"[99]. Para lograrlo hay que co­menzar por "examinar las analogías y diferencias de su sexo y el nues­tro"[100]. De nuevo aquí resultan decisivas las distinciones entre el orden de la especie y el del sexo como dos niveles constitutivos que son también para el sujeto dos nacimientos: de lo físico y lo moral. La naturaleza no está ahora en la forma fí­sica de la especie, sino en la constitución moral de lo fí­sico en la unidad de la especie y según la diversidad del sexo que, como va­mos a ver, es también una cierta diversidad moral[101]. Esa doble coordenada sitúa a Sofía en el lugar ar­quetípico de la mujer y a Emilio en el del hombre.

Hombres y mujeres no difieren entre sí según la especie, dice Rousseau, sino según el segundo nacimiento que es el sexo: "todo lo que ellos tienen de común es de la especie y todo lo que tienen de diferente es del sexo"[102]. Hombres y mujeres nacen a la masculinidad y la feminidad no según el primer parto que es el de la especie, sino el segundo que es el del sexo. En el orden de la especie y de las meras relaciones físicas no hay, pues, diferencia en­tre uno y otro, lo que en el fondo significa que ahora la especie viene a asimi­larse con una etapa biográfica como la niñez; y también que es en esa etapa donde se dan las relaciones meramente físicas sin modalización sexual. Las di­ferencias entre uno y otro, es decir, la masculinidad y femini­dad como deter­minaciones efectivas que producen la diferenciación, y que se hacen presentes para los sujetos según la previa modalización sexual de su cuerpo, aparecen sólo en el orden de las relaciones morales que unen al sujeto con los demás hombres, y que coinciden con el nacimiento según el sexo. De ahí que para Rousseau, "en todo cuanto no corresponde al sexo, la mujer es hombre; ella posee los mismos órganos, las mismas necesidades, las mismas facultades; la máquina está construida de la misma manera, las piezas son las mismas (...); y en cualquier relación que se los considere no di­fieren entre sí en nada impor­tante"[103]. Mientras que "en todo lo que se rela­ciona al sexo, la mujer y el hom­bre tienen en todo relaciones y en todo dife­rencias"[104].

Entre esas diferencias quizás la más significativa sea que, al parecer, Rousseau pensó que la facultad que modera en los hombres las tendencias sexuales es la razón, mientras que en las mujeres es más bien el pudor[105]: "El ser supremo ha querido hacer en todo honor a la especie humana: con­ce­diendo al hombre inclinaciones ilimitadas, le ha dado al mismo tiempo la ley que las regula, a fin de que sea libre para ordenarse a sí mismo; entre­gándole a las pasiones inmoderadas, ha juntado a éstas la razón para gober­narlas; entre­gando a la mujer a deseos ilimitados, ha agregado a estos el pu­dor para conte­nerlos"[106]. La cuestión es relevante porque, como para Rousseau la mujer no carece de razón, que en ella sea más bien el pudor lo que sirve de norma a los deseos, muestra que la razón es en la mujer menos activa sobre las pasiones que en los varones, de modo que su desigualdad re­sulta ser complementaria: "todas las facultades comunes a los dos sexos no están distribuidas igualmente; pero tomadas en su conjunto se compen­san"[107].

Esa menor actividad parece tener además paralelismos en la con­ducta sexual de ambos sexos: "En la unión de los sexos cada uno concurre igual­mente al objetivo común, pero no de la misma manera (...). El uno debe ser ac­tivo y fuerte, el otro pasivo y débil: es preciso necesariamente que el uno quiera y pueda, basta que el otro resista algo. Establecido este princi­pio, se sigue que la mujer está hecha especialmente para complacer al hom­bre. Si el hom­bre debe complacerla a su vez, esto es de una necesidad menos directa: su mé­rito está en su potencia; él complace por esta sola condición de ser fuerte. Convengo en que esta no es la ley del amor, pero es la de natura­leza, anterior al amor mismo. Si la mujer está hecha para complacer y para ser subyugada, debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo; su violencia está en sus encantos; mediante ella debe constreñirle a hallar su fuerza y utilizarla. El arte más seguro de animar esta fuerza es hacerla nece­saria por la resistencia. Entonces el amor propio se junta al deseo, y el uno triunfa de la victoria que el otro le hace conseguir. De esto nacen el ataque y la defensa, la audacia de un sexo y la timidez del otro, finalmente la modes­tia y la verguenza con la que la naturaleza arma al débil para someterse al fuerte"[108]. Aunque el carácter ac­tivo de uno y pasivo del otro no tolera la violencia[109], esas diferencias no son para Rousseau parte de la desfigurante depravación que las instituciones han introducido en la naturaleza, sino que más bien al contrario se siguen de la ra­zón sin prejuicios. Así que "cuando la mujer se queja de la injusta desigualdad en que la ha puesto el hombre, ella comete un error; esta desigualdad no es una institución hu­mana, o al menos no es la obra del prejuicio, sino de la ra­zón"[110]. No sólo le toca, pues, complacer y ser subyugada, sino que además si se queja se equi­voca. Y todo ello, dice Rousseau, se sigue de la ley de la natura­leza y compa­rece así para el juicio de la razón sin prejuicios, es decir, para la razón misma, cuya sede son evidentemente los varones y las mujeres que no se quejan.

Aunque masculinidad y feminidad se constituyen en su mutua refe­rencia, ya que forman parte de las relaciones morales que surgen según el sexo, no están sin embargo referidos entre sí de igual manera: "la mujer y el hombre están hechos el uno para el otro, pero no es igual su mutua depen­dencia: los hombres dependen de las mujeres por sus deseos; las mujeres dependen de los hombres por sus deseos y sus necesidades"[111]. De ahí re­sulta que la masculini­dad sobrevive a sus referencias al otro sexo que son tan intermitentes como su deseo. Esa autonomía no puede tener la forma de las meras relaciones físicas, o no sólo, sino también de las relaciones mora­les no sexuadas, y de las relaciones civiles, en las que, por así decir, el varón comparece (masculinamente) ajeno a su masculinidad: "No existe ninguna paridad entre los dos sexos en cuanto a la consecuencia del sexo. El macho sólo es macho en ciertos instantes, la hem­bra es hembra toda su vida, o al menos toda su juventud; todo la llama sin ce­sar a su sexo"[112].

La continua referencia de lo femenino a lo masculino que consiste en la dependencia de la mujer respecto del hombre (no sólo por los inter­minten­tes deseos sino por la estabilidad de las necesidades), no la deja com­parecer al margen de la forma de su sexo en el seno de ninguna otra clase de relaciones, es decir, no la deja comparecer en el seno de las relaciones mora­les y civiles sino sojuzgada[113]: sometida al juicio ajeno. "Por lo mismo (dice Rousseau) que la conducta de la mujer está sometida a la opinión pública, su creencia lo está a la autoridad. Toda hija debe tener la religión de su ma­dre, y toda esposa la de su marido. Aun cuando esta religión fuese falsa la docilidad (...) borra el pecado del error. Exceptuadas de ser jueces por sí mis­mas, ellas deben recibir la decisión de los padres y de los maridos como de la Iglesia"[114]. La razón que juzga sin prejuicios —o el juicio que es autoridad para sí mismo— es la razón varonil[115], porque la sexualidad conforma di­versamente la integridad de la vida moral y civil de hombres y mujeres[116]; y es en el seno de esa vida donde la razón surge, se desarrolla y constituye en principio. La feminidad es, pues, la excepción al protagonismo del sujeto respeto de su propio juicio o, lo que vendría a ser lo mismo, la feminidad es el límite por el que el juicio se refiere sólo a los medios[117], para lo que ade­más las mujeres le parecen a Rousseau es­pecialmente hábiles: "la razón de la mujeres es una razón práctica que les lleva a encontrar muy hábilmente los medios de llegar a un fin conocido"[118]. Esa idoneidad respecto de los medios es también una cierta inaptitud respecto de los principios: "Si la mu­jer pudiese remontar también como el hombre a los principios, y el hombre tuviese también como ella el espírtu de los detalles, siempre independientes el uno del otro, vivirían en una discordia perma­nente, y no podría subsistir su sociedad"[119]. En definitiva, "la mujer observa y el hombre razona"[120], y de esa diferencia que permite la complementariedad y la mutua dependen­cia se sigue la posibilidad de la sociedad entre los sexos en la que "la depen­dencia (es) un estado natural para las mujeres"[121].

Todo ello responde a una remota justicia por la que los hombres se re­sarcen de grandes males padecidos por causa de las mujeres, al menos eso dice nuestro autor: "Las jóvenes deben ser vigilantes y laboriosas, lo que no es todo, ya que deben quedar sometidas desde temprana edad. Esta desdicha es insepa­rable de su sexo; y jamás se libertarán de ella (...). Toda su vida esta­rán sojuz­gadas (...), la vida de la mujer honesta es un perpetuo combate con­tra ella misma; es justo que este sexo comparta el dolor de los males que nos ha cau­sado"[122]. No obstante y aunque sea difícil simultanear los textos en un sentido y otro, tampoco faltan lugares donde, como ya se ha visto, Rousseau sostiene que la feminidad no es un defecto respecto de la mascu­linidad: "cuantos con­sideran a la mujer como un hombre imperfecto no hay duda que cometen un error; pero la analogía exterior está con ellos"[123]. Más bien al contrario ocurre que la debilidad de la mujer es también su fuerza, mientras que la aparente fortaleza del varón se resuelve en dependencia[124]. Con todo, la igualdad entre los sexos se da según la diferencia que hay entre ellos, y esa diferencia manda según la naturaleza[125] que la mujeres "pien­sen, que juzguen, que amen, que conozcan, que cultiven su espíritu como su rostro; estas son las armas que se les ha otrogado para suplir a la fuerza que les falta y para dirigir la nuestra. Ellas deben aprender muchas cosas, mas solamente aquellas que les convienen saber"[126].

Aunque para las mujeres cultivar el espíritu sea algo así como la co­queteria del alma, en la filosofía roussoniana de la sexualidad le está reser­vado un lugar destacado, ya que "sólo el espíritu es la verdadera fuente del sexo"[127]. Y como, según Rousseau, "la mujer tiene más espíritu y el hombre más inteli­gencia"[128], la mujer es también en cierto sentido la fuente misma del sexo, poco menos que el principio de su espiritualización. Si la especie ha ordenado los sexos el uno al otro según el alcance y constancia del ins­tinto, la mujer produce un suplemento que renueva y vivifica el objeto del deseo cuando la satisfacción lo consume o la costumbre lo retrae. La mujer es la mediación es­piritual en la secuencia física necesidad—satisfacción, que no sólo es capaz de icrementarla, sino de producirla convirtiéndose en su fuente. Esa independen­cia respecto de los ritmos de la necesidad física, de la sexualidad de la especie y, por tanto, de la naturaleza, es la posibilidad del mal. Pero es también la fuerza por la que el varón queda referido y fijado al individuo del otro sexo con una constancia que no puede garantizar la in­termitencia de su deseo; es la fuente del amor[129].

La mediación espiritual en la sexualidad se cumple mediante un ins­trumento principal: "la facultad de hablar mantiene el primer rango en el arte de complacer; es sólo por él como se puede agregar nuevos encantos a aquellos a los cuales el hábito acostumbra a los sentidos. Es sólo el espíritu quien no sólo vivifica el cuerpo, sino quien lo renueva en cierto modo; es por la suce­sión de los sentimientos y de las ideas como se anima y varía la fisonomía; y es por el discurso que él inspira como la atención latente man­tiene durante mu­cho tiempo el mismo interés sobre el mismo objeto"[130].

La facultad de hablar introduce en la secuencia física necesidad—sa­tis­facción la mediación de las ideas, de los afectos que se convierten en la nueva fuente de la sexualidad como un suplemento al orden físico de las necesidades. No obstante, el espíritu no transmite su poder como la inteli­gencia mediante ideas concatenadas en raciocinios, sino mediante las modu­laciones y acentos. El lenguaje es al espíritu lo que la coqueteria al rostro[131]. El poder del espíritu no reside en lo que se dice, sino que actúa con indepen­dencia de lo que se dice, incluso desmintiéndolo: "¿por qué consultais su boca (de las mujeres), cuando no es ella la que debe hablar? Consultad sus miradas, su tez, su respiración, su aire temeroso, su débil resistencia: he aquí el lenguje que la naturaleza les ha dado para contestaros. La boca dice siem­pre no, y debe decirlo; pero el acento que ella le agrega no es siempre el mismo y este acento no miente nunca"[132]. El espíritu no es la razón ni la in­teligencia, pero es el espíritu lo que media transportando la sexualidad de los límites del instinto y la costumbre a la forma nueva de la pasión.

El pudor de ellas y la razón de ellos que confluyen mediante las pa­sio­nes que se excitan y controlan en el amor, (cuya ley fija y retiene el deseo acre­centando la pasión pero determinándolo sobre un solo objeto), sirven de eco a las nuevas disposiciones de la naturaleza en el seno de la civiliza­ción: "Es pre­ciso no confundir lo que es natural en el estado salvaje, y lo que es natural en el estado civil. En el primer estado, todas las mujeres convie­nen a todos los hombres, porque los unos y las otras no poseen todavía sino la forma primi­tiva y común; en el segundo, habiendo sido desarrollado cada carácter según las instituciones sociales y habiendo recibido cada espíritu su forma propia y determinada (...) no se les puede ya adecuar sino presentán­doles el uno al otro para ver si se convienen"[133]. Esta preferencia mutua que da forma y media las relaciones entre los sexos es también el reflejo moral y civil que hace efectiva la primitiva disposición de la especie para contentar a los machos con una sola hembra: "Al considerar la especie humana en su simplicidad primitiva, es fá­cil comprobar, por la potencia limitada del ma­cho y por la temperancia de sus deseos, que está destinado por la naturaleza a contentarse con una sola hem­bra; lo que se confirma por la igualdad numérica de los individuos de los dos sexos, al menos en nuestros cli­mas"[134].

Queda, por último advertir que como Rousseau ha elegido para mos­trar el lugar físico y moral de hombres y mujeres a dos personajes en avatares amorosos como Emilio y Sofía, su tratado de la educación, de la constitución de la naturaleza en el seno de la civilización, tomó insensible­mente la forma de una novela. Cuando Rouseau lo advierte, casi al final del Emilio, se excusa: "Si he dicho lo que es necesario hacer, he dicho lo que he debido decir: me im­porta muy poco haber escrito una novela. No existe no­vela más bella que la de la naturaleza humana. Si no se encuentra nada más en este trabajo, ¿es culpa mía? ¿Debería ser ésta la historia de mi especie? Vosotros que la corrompéis, sois los que hacéis una novela de mi libro"[135].

Parece, pues, como si lo que hace diferente a la realidad de la filosofía roussoniana de la naturaleza convirtiéndola en novela fuese el mal. Si la rea­lidad del hombre no estuviera trastornada, lo que desde ella parece mera no­vela sería más bien la estructura misma de lo real. Y si Rousseau parece fanta­sear al hacer su tratado de la naturaleza no es porque ésa no sea la forma de la naturaleza, sino porque ésta está enmascarada y presa de las convenciones so­ciales que la falsean. Es el mal lo que impide que la realidad se conforme a la naturaleza convirtiendo a su exposición en mera ficción li­teraria. Pero, aun­que ficiticia, la novela puede ser verdadera, tanto como la filosofía. Todavía más: es posible que la literatura mude y transforme al lec­tor y que sea como "los viajes que impulsan lo natural hacia su inclina­ción"[136]. En cualquier caso como "es necesario saber lo que debe ser para juzgar bien lo qué es"[137], de nuevo una ficción se constituye en instancia de juicio: el artificio que logra evitar la artificialidad. Así que cuando Rousseau dice, "si quereis prevenir los abusos y formar matrimonios felices, ahogad los prejuicios, olvidad las insti­tuciones humanas, y consultad la natura­leza"[138], ese consultad la naturaleza significa en realidad "leed una novela". Al fin y al cabo, dice Rousseau, "no existe novela más bella que la de la na­turaleza humana". En ella, en el Emilio, está la historiosofía del sujeto, y de la subjetividad modalizada sexualmente: la historia esencial del individuo según la naturaleza posible en el estado civil. "Tal es la manera de vivir que la naturaleza y la razón prescriben al sexo"[139].



[1] J. J. Rousseau, Emilio, Edaf, Madrid, 1990, 182.

[2] J. J. Rousseau, Emilio, 187.

[3] Es constante en la filosofía roussoniana un cierto eco de la noción teológica de felix culpa por la que Rousseau concibe que puede "nacer nuestra dicha de los medios que parecían deber colmar nuestra miseria", J. J. Rousseau, Sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Tecnos, Madrid, 1990, 116.

[4] La expresión es de Rafael Alvira en "Los elementos configuradores de la familia", AA. VV., (si puedes pon editor) La familia y el futuro de Europa, PPU, Barcelona, Falta año, 161-9.

[5] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, 121. (En las citas siguientes esta obra parecerá como Discurso sobre el origen de la desigualdad).

[6] Esa tesis que en buena medida es característica de la filosofía contemporánea de Rousseau (Cfr. M. J. Villaverde, Rousseau y el pensamiento de las Luces, Tecnos, Madrid, 1987 y A. Ginzo, La Ilustración francesa entre Voltaire y Rousseau, Cincel, Madrid, 1985), está sometida en la actualidad a severas críticas por parte de la antropología cultural. Autores como Clifford Geertz y Grahan Clark sostienen respectivamente, y por ejemplo, que si bien no hay cultura sin hombres, tampoco hay hombres sin cultura, y que la identidad zoológica del hombre es de suyo una identidad cultural. Exposiciones detalladas sobre esta cuestion pueden encontrarse en C. Geertz, La interpretación de las culturas, Gedisa, Barcelona, 1988; G. Clark, La identidad del hombre, Paidos, Barcelona, 1985, y desde una perspectiva filosófica J. V. Arregui y C. Rodríguez Lluesma, Inventar la sexualidad. Sexo, naturaleza y cultura, Rialp, Madrid, 1995.

[7] J. J. Rousseau, Emilio, 211. Al fin y al cabo Rousseau sostiene que "el más logrado tratado de educación natural" no es ninguno de los clásicos, sino precisamente el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Cfr. Emilio, 211.

[8] "Que el hombre es naturalmente bueno y que sólo por las instituciones se vuelven malvados los hombres", J. J. Rousseau, Carta a Malesherbes (12, enero 1762), Ensoñaciones de un paseante solitario, Alianza, Madrid, 1988 (trad. Mauro Armiño), 183. Cfr. R. Grimsley, La filosofía de Rousseau, Alianza, Madrid, 1988.

[9] Un estudio sobre la relación entre esas dos nociones en L. Recaséns, "Naturaleza y cultura en Rousseau", Dianoia, 1960 (falta volumen y págs). Desde otra perspectiva más atenta al pensamiento político de Rousseau, J. M. Bargallo, Rousseau. El estado de naturaleza y el romanticismo político, Librería Jurídica, Buenos Aires, 1952.

[10] "El hombre natural es todo para sí; él es la unidad numérica, el entero absoluto, que no tiene otra relación que consigo mismo o con su semejante. El hombre civil es sólo una unidad fraccionaria que posee un denominador y cuyo valor está en relación con el entero, que es el cuerpo social. Las buenas instituciones sociales son las que mejor saben desnaturalizar al hombre, quitarle su existencia absoluta para darle una relativa, y transportar el yo a la unidad común" (J. J. Rousseau, Emilio, 38).

[11] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 154.

[12] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 155.

[13] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 155.

[14] "Siendo su propia conservación casi su única preocupación [para el hombre natural], sus facultades más ejercitadas debían ser aquellas que tienen por objeto principal el ataque y la defensa (...), por el contrario, los órganos que sólo se perfeccionan con la molicie y la sensualidad debían de permanecer en un estado de rusticidad que excluye todo tipo de delicadeza; y encontrándose sus sentidos divididos a este respecto, tendría el tacto y el gusto de una rudeza extrema, mientras que la vista, el oído y el olfato serían de la mayor sutileza" (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 130).

[15] "Los hombres más robustos deben tener órganos menos delicados" (J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, FCE, México, 1984 55.

[16] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 139.

[17] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 162.

[18] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 134.

[19] J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, 53.

[20] J. . Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 155.

[21] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 156. Aunque Rousseau extrae de ahí que entre los hombres las riñas provocadas por las necesidades sexuales debieron de ser menos frecuentes y cruentas que en otras especies, bajo tales apreciaciones se desliza la evidencia de que, con cierta frecuencia al menos, las reflexiones de Rousseau en torno a la sexualidad según la vida de la especie tienen un referente principal: el varón. De otro modo quizás la escasez relativa de varones habría sido tomada en cuenta como posible fuente de discordias y pugnas entre las mujeres. En cualquier caso, resulta llamativo que Rousseau utilice a su favor la plasticidad del instinto sexual humano, entre cuyas notas se cuenta precisamente la no existencia de periodos de exclusión, para sostener la autonomía y suficiencia del propio instinto respecto de mediaciones subjetivas como la elección y la preferencia o la pasión, y respecto de mediaciones sociales y culturales.

[22] "Satisfecho el apetito, el hombre no tiene más necesidad de tal mujer, ni la mujer de tal hombre. Este no tiene el menor cuidado y tal vez tampoco la menor idea de las secuelas de su acción. Uno se va por un lado, otro por el otro, y no hay la menor apariencia de que, al cabo de nueve meses, recuerden conocerse, pues esta clase de memoria por la que un individuo prefiere a otro para el acto de la generación exige (...) más progreso o corrupción en el entendimiento humano que el que se puede suponer en el estado de humanidad. Otra mujer puede, pues, satisfaer los deseos del hombre tan cómodamente como la que ya conoció, y otro hombre a la misma mujer (...). No hay en el hombre ninguna razón para buscar la misma mujer, ni en ésta razón alguna para buscar al mismo hombre" (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, nota l).

[23] Cfr. texto citado en la nota precedente, nº 20.

[24] J. J. Rousseau, "Profesión de fe del vicario saboyardo, Emilio, 326.

[25] En tanto que la naturaleza es un estado de perfección original "que no existe ya, que quizá no existió, que probablemente no existirá jamás", la naturaleza está antes de la historia. Pero está antes en un sentido que no limita con la historia por su principio, porque ese mismo limitar lo convertiría en historia, en un segmento más en la serie de los tiempos. Es cierto que así lo presenta Rousseau, como si se tratara del primer tiempo, no obstante, ese primer tiempo que es la naturaleza es un tiempo meramente físico en el que el hombre sólo tiene historia física: el sujeto histórico (la especie en el estado de naturaleza) no es un sujeto moral, y la historia que protagoniza no es historia en sentido moral ni cultural. Es precisamente ese no ser historia lo que permite asimilar la naturaleza a la especie: el salvaje es aquel en el que se da la naturaleza sin historia, también, cabe decir, la sexualidad sin historia. Propiamente, pues, la naturaleza sólo limita con la historia en los individuos, ahí sus restos se enfrentan a la cultura como lo original.

[26] "Los hombres en tal estado (de naturaleza), al no existir entre ellos ninguna clase de relación moral ni de deberes comunes, no pudieron ser ni buenos ni malos, no tuvieron vicios ni virtudes a no ser que tales palabras se tomen en su sentido físico, se denominen en el individuo vicios aquellas cualidades que pudieron perjudicar a su propia conservación y virtudes las que pueden contribuir a ella" (J. J. Rousseau,Discurso sobre el origen de la desigualdad, 147).

[27] "Hobbes no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes usar de su razón (...) les impide al mismo tiempo abusar de sus facultades, como él mismo pretende; de tal modo que podría decirse que los salvajes no son malos porque no saben lo que es ser buenos, puesto que no es el desarrollo de las luces ni el freno de la ley, sino la calma de las pasiones y la ignorancia del vicio quienes les impiden hacer el mal" (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 148).

[28] Ciertamente la inocencia tiene, como es sabido, algo así como una especificación positiva y activa que Rousseau llama piedad. En ese sentido la inocencia es la activa y espontánea determinación respecto del bien en el seno de la ignorancia del mal, que no es ajena sin embargo a la captación del sufrimiento. En cualquier caso, y tanto como mera inocencia o como piedad, la bondad natural es anterior a la reflexión: "Hablo de la piedad (...) ella antecede en él [el salvaje] al uso de toda reflexión" (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 149). "Tal es el puro movimiento de la naturaleza [la piedad], anterior a toda reflexión" (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 150). Cfr. R. Grimsley, La filosofía de Rousseau, Alianza, Madrid, 1988.

[29] "No se empezó por razonar, sino por sentir" (J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, 17).

[30] "La ignorancia no es un obstáculo ni para el bien ni para el mal; es tan solo el estado natural del hombre" ( J. J. Rousseau, Respuesta de Rousseau a la Refutación de Charles Border al Discurso sobre las ciencias y las artes, Tecnos, Madrid, 1990 ).

[31] El juicio que permite hablar de la naturaleza como natural es un transporte de la naturaleza misma fuera de ella, una mudanza por la que se constituye en término de la comparación: "Percibir es sentir, comparar es juzgar (...) Mediante la sensación, los objetos se me aparecen separados, tales como están en la naturaleza; por la comparación yo los remuevo, los transporto por decirlo así, los coloco uno sobre el otro para pronunciarme sobre su diferencia y, generalmente sobre todas sus relaciones" (J. J. Rousseau, "Profesión de fe del vicario saboyardo", Emilio, 311).

[32] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 111 (La cursiva es mía).

[33] La expresión la tomo del estudio de Fernando Múgica, Naturaleza y cultura según el Ensayo sobre el origen de las lenguas, inédito. Cassirer prefiere la idea de una definición genética que resta al relato roussoniano relevancia en el orden empírico de los hechos, pero no en el lógico y metódico. Cfr. E. Cassirer, La filosofía de la Ilustración, FCE. , México, 1984, 300-1.

[34] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 120.

[35] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 110.

[36] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 114

[37] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 115.

[38] J. J. Rousseau, Emilio, 442.

[39] Lo que se acaba de sugerir es que, tal vez, el discurso de Rousseau acerca del estado natural sea ya un preludio de lo que para sí mismo dijo que eran las ensoñaciones: "paseos solitarios y ensoñaciones que (...) cuando dejo mi cabeza enteramente libre y a mis ideas seguir su inclinación sin resistencia ni traba (...) son las únicas [horas] del día en que soy yo plenamente y para mí sin distracción ni obstáculo, y en que verdaderamente puedo decir que soy lo que la naturaleza ha querido" (J. J. Rousseau, Las ensoñaciones del paseante solitario, 36).

[40] Respecto de si la familia forma parte del estado natural desde sus orígenes o es más bien un momento posterior dentro de esa misma condición, hay sin duda oscilaciones según los textos que se tomen como referencia. Aunque la dispersión primera que imponen las necesidades y las descripciones mismas de las relaciones entre los salvajes, hacen pensar que se trataba de animales solitarios que no compartían siquiera una comunidad gregaria, en otras ocasiones nuestro autor parece poner la familia ya en el seno mismo de la dispersión primera: "en los primeros tiempos, los hombres desperdigados sobre la faz de la tierra no tenían otra sociedad que la de la familia, otras leyes que la de la naturaleza" (J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, 40). Y en la misma línea: "la más antigua de las asociaciones y la única natural es la familia" (J. J. Rousseau,Contrato Social, Altaya, Barcelona, 1933, 4). En este punto, sin embargo, he aceptado las propuestas que al respecto hace (falta inicial) Duchet, "La antropología de Rousseau", La antropología de los filósofos de la Ilustración, (faltan datos), 278-325. Rousseau mantiene además una discusión explícita sobre esta cuestión con Locke, en cuya obra se afirma que la asociación de hembra y macho es necesaria de forma estable en el caso de la especie humana. Rousseau contraargumenta así: "aun cuando pudiese ser ventajoso para la especie que la unión del hombre y de la mujer sea permanente, de eso no se sigue que así hay sido establecido por la naturaleza"(J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, nota l) En esa misma nota Rousseau insiste sobre la ocasionalidad de la unión sexual y la incapacidad para el reconocimiento mutuo fuera de la fugaz asociación que el deseo produce.

[41] Cfr. (falta inicial) Duchet, "La antropología de Rousseau", 278-325.

[42] "El efecto natural de las primeras necesidades fue distanciar a los hombres en vez de aproximarlos. Era preciso que fuera así para que la especie llegara a extenderse y para que la tierra se poblara con rapidez; sin lo cual el género humano se habría amontonado en un rincón del mundo, y todo el mundo se habría quedado desierto" (J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, 17). Sobre estas líneas resuena probablemente el mandato contenido en el texto el Génesis por el que la especie ha de extenderse y poblar el planeta.

[43] J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, 53.

[44] J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, 53.

[45] J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, nota a pie de página, 53.

[46] J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, nota a pie de página, 53.

[47] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 167.

[48] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 167.

[49] Tanto en el Discurso sobre el origen de la desigualdad como en el Ensayo sobre el origen de las lenguas, aparecen diferenciaciones entre la constitución física y cultural de pueblos, básicamente por el influjo del clima. Las apreciaciones son muy globales y en la mayor parte de las ocasiones se refieren a las primeras comunidades humanas, al tiempo de las familias previo a la constitución del orden social.

[50] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 153.

[51] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 154.

[52] "Es preciso convenir desde ahora en que cuanto más violentas son las pasiones, más necesitan de leyes que las contengan" (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 154).

[53] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 154.

[54] Rousseau sostiene con frecuencia que la civilización produce lo contrario de lo que expresamente pretende, como si el delito y la prohibición fueran simultáneos y así se consagrara la disociación entre apariencia y realidad que convierte al hombre civil en una máscara de sí mismo, y a la civilización misma en una impostura de la naturaleza: "Aparentando predicarles la virtud, se les hace amar todos los vicios: se les dan al prohibírseles tenerlos" (J. J. Rousseau, Emilio, 112).

[55] Eso es, en efecto, lo que afirma explícitamente Lutero parafraseando a San Pablo ("se introdujo la ley para que abundase el pecado: pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, para que, como abundó el pecado por la muerte, así también reine la gracia por la justicia", Rom. 5, 20-1). Es un punto capital en la doctrina del Reformador, que probablemente influyó sobre Rousseau, la tesis de que "el pecado abunda a causa de la ley" (De servo arbitrio, WA, 738, 35-739, 1). Desde ahí el mundo de la ley y de la gracia se oponen como un cierto parangón de exterioridad e interioridad que dialectiza sus relaciones. Ciertamente no es ese el lugar de la ley en las obras de Rousseau que se ocupan de filosofía social y política; ahí la ley es la posibilidad y la forma de la libertad, hasta tal punto que Rousseau se presenta como un precedente de Kant. "Libertad quiere decir vinculación a una ley rigurosa e inviolable, que cada individuo establece sobre sí mismo", dice Cassirer sobre Rousseau. Para esta cuestión véase E. Cassirer, E. , La filosofía de la Ilustración, 287-303.

[56] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 155.

[57] "¿De dónde pues puede venir este origen [de las lenguas]? de las necesidades morales, de las pasiones" (J. J. Rousseau, Ensayo sobre el origen de las lenguas, 18).

[58] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 154.

[59] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 168.

[60] J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 154.

[61] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, nota k.

[62] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 176.

[63] Respuesta de Rousseau a la Refutación por Charles Border del Discurso sobre las ciencias y las artes, 93.

[64] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 132.

[65] Cfr. J. J. Rousseau, Emilio, 173.

[66] "Nuestras almas se han corrompido a medida que nuestras ciencias y nuestras artes han avanzado hacia la perfección" (J. J. Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes, 11) y otro tanto cabe decir respecto del influjo moral que ejercen la perfección de los sentidos y de las instituciones. En realidad, tanto las ciencias como las artes y las instituciones son, al menos en cierta medida, objetivaciones sociales del desarrollo y perfeccionamiento de los sentidos y las facultades que, no obstante, forman parte del mismo movimiento por el que el hombre se vuelve depravado. Sobre las relaciones entre las nociones de libertad e historia: A. Pintor-Ramos, "Historia y libertad en Rousseau", Cuadernos Salmantinos de Filosofía, 1984 (11), faltan pág..

[67] "Es la imaginación la que extiende para nosotros la medida de los posibles, sea en bien sea en mal, y la que, por consecuencia, excita y nutre los deseos por la esperanza de satisfacerlos" (J. J. Rousseau, Emilio, 85).

[68] J. J. Rousseau, Emilio, 385.

[69] "El espíritu degrada los sentidos y la voluntad habla incluso cuando la naturaleza calla" (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 132).

[70] J. J. Rousseau, Emilio, 67.

[71] J. J. Rousseau, Emilio, 386.

[72] J. J. Rousseau, Emilio, 86.

[73] J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 176.

[74] "El primero que, habiendo cercado un terreno, se le ocurrio decir: Esto es mío, y encontró gentes lo bastante simples para creerlo, ése fue el verdadero fundador de la sociedad civil" (J. J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad, 161).

[75] Contestación de Rousseau a la Carta de Voltaire a Rousseau sobre el Discurso sobre el origen de la desigualdad, 244.

[76] Es importante reparar en que no sólo no son simultaneables, sino que tampoco hay entre ellas ninguna relación necesaria de sucesión, ni de subordinación teleológica. El segundo momento no sigue al primero según una dinámica propia, sino que lo sustituye aconteciendo como efecto del azar, de la interdependencia de un cúmulo de factores que podrían no haber ocurrido, y respecto del que la naturaleza no prefigura un decurso posible. Nada en esa transformación, en el paso de una a otra condición, está regido por una necesidad natural. Así se opone y ditingue Rousseau en este punto de autores como Buffon y Diderot que sostienen algo así como una teleología natural regida por los desarrollos de la razón. Cfr. Falta inicial, Duchet, "La antropología de Rousseau", 278-325.

[77] J. J. Rousseau, Emilio, 235.

[78] J. J. Rousseau, Emilio, 336.

[79] J. J. Rousseau, Emilio, 411.

[80] "Nacido en el fondo de un bosque él hubo vivido más feliz y más libre; pero no teniendo nada que combatir para seguir sus inclinaciones, hubiese sido bueno sin mérito, no virtuoso, y ahora él sabe serlo a pesar de sus pasiones" (J. J. Rousseau,Emilio, 547).

[81] J. J. Rousseau, Contrato Social, 19.

[82] J. J. Rousseau, Emilio, 533.

[83] J. J. Rousseau, Contrato Social, 19.

[84] No obstante, y aunque se trata de una cuestión sumamente polémica entre los interpretes, el lugar del orden social parece secundario respecto de la perfección moral de los individuos, aunque sea una secundariedad imprescindible: "La libertad no está en ninguna forma de gobierno, está en el corazón del hombre libre" (J. J. Rousseau, Emilio, 547).

[85] J. J. Rousseau, Contrato Social, 20.

[86] J. J. Rousseau, Emilio, 251.

[87] J. J. Rousseau, Emilio, 240.

[88] J. J. Rousseau, Emilio, 244.

[89] J. J. Rousseau, Emilio, 415.

[90] J. J. Rousseau, Emilio, 244.

[91] J. J. Rousseau, Emilio, 247. En otro lugar sostiene Rousseau que la función del pudor está garantizada además por la modestia y la decencia gracias a que los placeres secretos y las necesidades desagradables comparten la misma posición en el cuerpo: "Seguid al espíritu de la naturaleza, que, colocando en los mismos lugares los órganos de los placeres secretos y de las necesidades desagradables, nos inspira los mismos cuidados en edades diversas, ya sea por una idea ya sea por otra; al hombre por la modestia, al niño por la decencia" (J. J. Rousseau, Emilio, 248).

[92] J. J. Rousseau, Emilio, 378.

[93] J. J. Rousseau, Emilio, p367.

[94] J. J. Rousseau, Emilio, 515. Respecto de otros asuntos como la continencia, Rousseau se precia se haber sabido retrasar la necesidad del control racional hasta cuando la naturaleza lo impone, mucho después de lo que es común entre los jóvenes sometidos a la vida social, por eso para Emilio, "hasta los veinte años el cuerpo crece (...), la continencia está entonces en el orden de la naturaleza, y no se menoscaba sino a expensas de su constitución. Desde los veinte años la continencia es un deber moral; importa para aprender a reinar sobre sí mismo, a quedar dueño de sus apetitos" (J. J. Rousseau, Emilio, 386).

[95] J. J. Rousseau, Emilio, 515.

[96] Sobre la relación entre lo natural según el estado de naturaleza y la posibilidad de la naturaleza en el estado de civilización: R. Cobo, "El problema de la renaturalización en Jean Jaques Rousseau", Revista de estudios políticos, 1986 (falta volumen y pags), y A. Pintor-Ramos, "Rousseau: libertad del hombre y del ciudadano", Cuadernos Salmantinos de Filosofía, 1981 (8), faltan págs.

[97] Aunque el sexo tiene en ese sentido la amplitud de una dimensión biográfica abierta por las relaciones de diferencia y comparación, que incluyen el juicio pero también en cierto sentido el yo, la sexualidad o, mejor, el sexo, sigue siendo respecto del individuo una relación física a la que el individuo como tal no está reducido. Es decir, no hay aquí un pansexualismo del yo o del sujeto, sino la tesis de que el sexo como la razón se desarrrollan sobre la diferencia, pero no en el sentido de que lo diferenciado mismo sea sólo sexo; es más el sexo aparece como una dimensión disociable del individuo mismo: "Aquel que afirmaba: yo poseo a Lais sin que ella me posea, decía una frase sin contenido. La posesión que no es recíproca no es nada, es a todo lo más la posesión del sexo, pero no la del individuo" (J. J. Rousseau, Emilio, 404).

[98] "Esta es la edad del amor, pero no del matrimonio", le dice Rousseau a Emilio cuando éste ya ha conocido a Sofía y ambos se han aceptado (Cfr. J. J. Rousseau, Emilio, 518).

[99] J. J. Rousseau, Emilio, 411.

[100] J. J. Rousseau, Emilio, 411, (la cursiva es mía).

[101] "Relaciones y diferencias deben de influir sobre la moral; esta consecuencia es sensible, conforme a la experiencia, y muestra la vanidad de las disputas sobre la preferencia o igualdad de los sexos: ¡Cómo si cada uno de ellos, contribuyendo a los fines de la naturaleza según su destino particular, no fuese en esto más perfecto que si él se pareciese más al otro! (...) Una mujer perfecta y un hombre perfecto no deben asemejarse más en el espíritu que en el rostro" (J. J. Rousseau, Emilio, 412).

[102] J. J. Rousseau, Emilio, 412.

[103] J. J. Rousseau, Emilio, 411.

[104] J. J. Rousseau, Emilio, 412.

[105] Pero además el pudor no sólo diferencia a las mujeres de los hombres, sino que las diferencia también de las hembras de otras especies. El pudor es para las mujeres, dice Rousseau, el suplemento que somete el carácter ilimitado de su deseo y que carece del freno del instinto como les ocurre a las hembras de otras especies: "¿Poseen ellas (las hembras de otras especies) los deseos ilimitados a los cuales sirve de freno la verguenza? Para ellas el deseo sólo procede de la necesidad, satisfecha ésta cesa el deseo: ellas no rechazan al macho por fingimiento; (...) no reciben más pasajeros cuando el navío tiene su cargamento; (... ) el instinto las impulsa y el instinto las detiene. ¿En dónde estará el suplemento de este instinto negativo en las mujeres cuando las hayáis quitado el pudor?" (J. J. Rousseau, Emilio, 413).

[106] J. J. Rousseau, Emilio, 413.

[107] J. J. Rousseau, Emilio, 419. Esa mutua proporción desde la diferencia no afecta sólo a las facultades, sino a los individuos mismos: "el hombre y la mujer no están ni deben estar constituidos lo mismo, de carácter ni de temperamento, por lo que no deben tener la misma educación. Siguiendo las directrices de la naturaleza deben de obrar de acuerdo, pero no deben hacer las mismas cosas; el fin de los trabajos es común, pero los trabajos diferentes y, por consecuencia, los gustos que los dirigen" (J. J. Rousseau, Emilio, 418).

[108] J. J. Rousseau, Emilio, 412.

[109] "El más libre y el más placentero de todos los actos, no admite ninguna violencia real porque a ello se oponen la naturaleza y la razón" (J. J. Rousseau, Emilio, 414).

[110] J. J. Rousseau, Emilio, 416.

[111] J. J. Rousseau, Emilio, 419.

[112] J. J. Rousseau, Emilio, 415.

[113] También el lugar de la mujer en la familia es subordinado, ya que "por varias razones derivadas de la naturaleza de las cosas, el padre debe mandar en la familia". Pero no sólo, porque la mujer además debe estar sometida al control del marido que necesita garantías de que los hijos de su esposa son suyos, mientras que "la mujer, que no tiene nada parecido que temer, no tiene el mismo derecho que el marido" (cfr. J. J. Rousseau, Discurso sobre la Economía política, Tecnos, Madrid, 1985, 5).

[114] J. J. Rousseau, Emilio, 435.

[115] "Por la misma ley de la naturaleza, las mujeres (...) están a merced del juicio de los hombres. (...) El hombre en su actuación, sólo depende de él y puede desafíar al juicio público; pero la mujer al actuar bien sólo ha cumplido la mitad de su misión y lo que se piense de ella no le importa menos de lo que en efecto sea (...), la opinión es la tumba de la virtud entre los hombres, y su trono para las mujeres" (J. J. Rousseau, Emilio, 420).

[116] Cfr. R. Cobo Bedia, Democracia y patriarcado en Jean Jaques Rousseau, Ediciones de la Universidad Complutense, Madrid, 1993.

[117] De donde se sigue, entre otras cosas, que "corresponde a las mujeres hallar, por así decir, la moral experimental; a nosotros reducirla a sistema" (Cfr. J. J. Rousseau, Emilio, 447).

[118] J. J. Rousseau, Emilio, 434.

[119] J. J. Rousseau, Emilio, 435.

[120] J. J. Rousseau, Emilio, 447. Cfr. G. Lloyd, "Rousseau on Reason, Nature and Women", Metaphilosophy, 1983 (14), 308-26.

[121] J. J. Rousseau, Emilio, 426. Sobre esta cuestión vease, J. Schwartz, The Sexual Politics of Jean Jaques Rousseau, Chicago University Press, Chicago, 1984.

[122] J. J. Rousseau, Emilio, 425.

[123] J. J. Rousseau, Emilio, 240. Sobre esta cuestión hay una discusión que, por lo general, conviene en presentar a Rousseau como un referente negativo del feminismo moderno. Cfr. , P. Thomas, "Jean Jaques Rousseau, Sexist?", Feminism Studies, 1991 (falta volumen), 195-218, también L. Lange, "Rousseau and Modern Feminism", Social Theory and Practice , 1981 (falta volumen), 245-77.

[124] "Una consecuencia de la constitución de los sexos, es que el más fuerte sea el dominador en apariencia, pero dependa en efecto del más débil; y esto no por frívolo empleo de la galantería, ni por una orgullosa generosidad del protector, sino por una inevitable ley de la naturaleza que da a la mujer más facilidad para excitar los deseos que al hombre para satisfacerlos" (J. J. Rousseau, Emilio, 414). Sobre esta cuestión puede verse además: S. Kofman, "Rousseau's Phallocratic Ends", Hypatia, 1989 (3), 123-36, y N. Holland, "Introduction to Kofman's 'Rousseau's Phallocratic Ends'", Hypatia, 1989 (3), 119-22.

[125] Cfr. P. A. Weiss, "Rousseau, Antifeminism, and Woman's Nature", Political Theory, 1987 (15), 81-98.

[126] J. J. Rousseau, Emilio, 419. Sobre esta cuestión vease H. E. Misenheimer, "Rousseau on the Education of Women" Lanham Univ. Pr. of America, 1981 (Esto es un artículo de revista y entonces faltan págs o es un libro publicado por Lanham University Press of America). Un estudio sobre las principios de la filosofía roussoniana puede en contrarse en F. Múgica, "Presupuestos para un análisis filosófico de la teoría educativa de Rousseau", Anuario Filosófico, 1985 (18/2), 147-66.

[127] J. J. Rousseau, Emilio, 428.

[128] J. J. Rousseau, Emilio, 447.

[129] Que la mujer sea el principio de la espiritualización del sexo y de su fijación y determinación según la nueva pasión que es el amor, la convierte en la clave hermenéutica de la familia roussoniana. Cfr. P. Weiss, "Rousseau's Political Defense of the Sex-Roled Family", Hypatia, 1990 (4), 90-109.

[130] J. J. Rousseau, Emilio, 433.

[131] "El hombre dice lo que él sabe, la mujer dice lo que le place; el uno para hablar tiene necesidad de conocimientos, y la otra de gusto; el uno debe tener como objeto principal las cosas útiles, la otra las agradables. Sus discursos no deben tener como formas comunes sino las de la verdad" (J. J. Rousseau, Emilio, 433). Sobre la articulación entre lenguaje y subjetividad: R. Noble, Language, Subjectitivity, and Freedom in Rousseau's Moral Philosophy, Garland, New York, 1991.

[132] J. J. Rousseau, Emilio, 444.

[133] J. J. Rousseau, Emilio, 469.

[134] J. J. Rousseau, Emilio, 497.

[135] J. J. Rousseau, Emilio, 480.

[136] J. J. Rousseau, Emilio, 525.

[137] J. J. Rousseau, Emilio, 529.

[138] J. J. Rousseau, Emilio, 469.

[139] J. J. Rousseau, Emilio, 422.

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