jueves, 29 de julio de 2010

La marmita de oro

"La marmita de oro ya no era aquel lujoso edificio de encerado parqué, de amplios escaparates, de comedores suntuosos, en donde las orquestas infatigables tocaban detrás del muro que formaban las plantas exóticas. En el exterior había desaparecido el rótulo, y cuanta indicación escrita tentaba antes el apetito del transeúnte. Tres palabras extendían sus letras negras al ras de los dinteles: Suministro de vitaminas. Nada más. Cortinas transparentes, pero que guardaban, impenetrables, el misterio del interior, se extendían tras las brillantes lunas. Dentro, los amplios comedores habían sido divididos con biombos y con tabiques bajos de madera sin pintar, en mezquinos compartimentos individuales. [...] Un maître triste y sucio, de barba poblada, recibió a los dos amigos.

-Todo lleno -anunció-; si los señores no quieren fortalecerse juntos, tendrán que esperar.

-Nos fortaleceremos juntos -accedió Florio-; somos viejos amigos.

El maître se inclinó y los hizo entrar en uno de los cuchitriles, cuyo menaje aumentó con otro asiento. Truffe leyó la lista y los hizo entrar y eligió. Tomates crudos, col con patatas, frutas, pan. Florio pidió la adición de un trozo de carne. Entre bocado y bocado, Truffe habló después de exhalar un hondo suspiro:

-La verdad es, amigo mío, que la vida perdió uno de sus mayores encantos. Por lo que ahora sabemos, todos los hombres acogidos a la civilización practicaban el vicio de la gula, desde el magnate que hacía sustituir con trufas las entrañas de un ave, hasta el obrero que iba los domingos al campo a devorar un cabrito y beber un azumbre. Puede decirse que la gula era uno de los aspectos más importantes de la civilización. La gula hizo que se perfeccionase la arquitectura, que los frutos de la tierra fuesen mejores y más abundantes, que avicultores y ganaderos modificasen las especies hasta aumentar la suculencia típica. Millares y millares de industrias nacieron y prosperaron porque el estómago y el paladar de los hombres eran viciosos, y ese mismo vicio colmaba de riquezas a grandes comarcas, porque era grato su vino, o tiernos sus espárragos, o famosas las aves que salían de sus corrales o las ostras de sus viveros. La culinaria era una ciencia profunda y un arte difícil. Algunos platos requerían ciertas dotes de arquitecto en quien los componía, y se buscaban en ellos la armonía y la belleza de sus colores, como en un buen cuadro. Sí, era un arte, Florio; un arte creado para el gusto, como la música para el oído. Ahora, muchos hombres que, como tú, vivían de la gula, están en la miseria. He visto, hace un mes, al dueño de la más importante casa exportadora de jamones de Nueva York. Se dedica a comprar dentaduras postizas por cuenta de una sociedad que aprovecha el oro de los engarces. Pero todo esto no es sino el menos importante aspecto del mal que sufrimos. La gula había llegado a disimular el verdadero carácter de la acción de comer; lo accesorio y superfluo era más frondoso que lo principal, y bajo este concepto amable, el placer de la mesa, iban quedando cada vez más oculta esta sujeción tiránica: la necesidad de alimentarse. Alejada la complacencia que nos lleva al pecado, no queda más que la necesidad escueta, imperiosa y brutal. Comer es, para los hombres de hoy, tan sólo eso: satisfacer una necesidad imprescindible, y desde que así ocurre no puede haber alegría en torno a la mesa. Los hombres nos avergonzamos de todas nuestras necesidades. La acción de comer se hizo exclusivamente fisiológica, y nos repugna por cuanto revela una imperfección; ha vuelto a ser una simple función animal, y comemos como los animales, que pueden reunirse para atacar a la presa pero que se separan al devorar los bocados que consiguen desagarrar. Las bestias nunca han celebrado un banquete ni conocen esa alegría que encontrábamos en hacer comer bien a otros. Tienen hambre, pero ignoran la gula. Desde que se alejó de nosotros ese pecado capital, poseemos un pudor nuevo: el pudor de comer. Ninguna mujer se atrevería a morder la pechuga de un pollo ni un pedazo de pan en nuestra presencia; nos refugiamos en habitaciones para engullir nuestra ración, sin un placer mayor que el que antes experimentábamos al afeitarnos. Desandamos el camino de la civilización. En el Boletín de la Sociedad de Antropología de París he leído que hace muchos años un estudio de Haan en el que habla del horror y el asco que produce en numerosas tribus salvajes el que un hombre coma en público ante sus familiares" [Wenceslao Fernández Flórez, Las siete columnas, en Obras Completas III, Aguilar, Madrid 1955, pp. 290-1].

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