domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 16

TEMA 16. LOS DERECHOS HUMANOS Y LA JUSTICIA

Al final del tema anterior planteamos la pregunta por la justicia del gobierno político. Parece claro que para que un gobierno sea estable y, aún más, sea legítimo, es necesario que sea aceptado por quienes le están someti­dos. Pero, ¿es esa la única condición? Una vez más, el pensamiento filosó­fico y la sensibilidad moral en torno a estas cuestiones se han desarrollado al hilo de la experiencia histórica.

1. El ideal político

Desde finales del siglo XVIII la democracia liberal ha ido estableciéndose paulatinamente en casi todos los países del orbe. El gobierno propio de la democracia reside en el pueblo, a través de sus representantes. La democracia posee sus propios resortes para evitar que el ejercicio del poder pueda ser despótico o tiránico.

Las formas democráticas modernas surgieron primero en Gran Bretaña, Estados Unidos y, más tarde, al final del siglo XVIII, en Francia, a raíz de la revolución política que terminó con la monarquía absoluta de los Borbones. A partir de entonces, la democracia se fue extendiendo de la mano del liberalismo por el continente europeo y, ya en nuestro siglo, por el resto de los países del mundo. Actualmente —después de la caída del bloque soviético— son pocos los Estados que no han adoptado el régimen democrá­tico liberal. En la base del régimen democrático está la idea de la soberanía popular: es la sociedad quien tiene la potestad de gobernarse a sí misma. Y como no todos pueden tomar las decisiones a la vez, se establece un sistema de elección de los representantes de la gente para que sean ellos quienes de­sempeñen los cargos. Pero esos representantes gobiernan siempre por man­dato de la sociedad y con los límites que la sociedad la indique. No hay ya nadie que goce del derecho a gobernar por razones de nacimiento o de su pe­culiar personalidad. Incluso las monarquías actuales son monarquías consti­tucionales, es decir, monarquías establecidas de acuerdo y por mandato de la constitución que expresa la voluntad de una sociedad para gobernarse a sí misma.

La base del poder en la democracia es la voluntad popular o, con ex­presión de Jean Jacques Rousseau, la voluntad general que aúna las volun­tades de todos los miembros de la sociedad. En la sociedad democrática ya no hay gobernantes y súbditos por razones de nacimiento, carácter o tradición. Ahora todos los individuos son considerados como libres e iguales. La orga­nización política debe no sólo respetar la libertad y la igualdad de todos ellos sino que también debe surgir de la voluntad libre de los ciudadanos. Por eso, con palabras del propio Rousseau, el problema político de la modernidad consiste en “encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y por virtud de la cual cada uno, uniéndose a todos, no obedezca sino a sí mismo, y quede tan libre como antes”. El poder político debe garantizar la seguridad de los ciudadanos —como decía Hobbes— pero con la condición democrática de que ese poder sea ejercido por los propios ciudadanos.

Cada individuo participa del poder en la sociedad a través de su par­ticipación en la voluntad general. Esta participación se da normalmente de dos maneras: a través de la opinión pública y, principalmente, a través de las elecciones de sus representantes políticos. La elección de representantes no supone la renuncia al propio poder de una manera definitiva. La represen­tación es necesaria para que el gobierno sea posible y eficaz, pues sería una forma imposible de gobierno pretender que todos los ciudadanos participa­ran directamente en todas las decisones. Pero, como prueba de que el poder sigue residiendo en la sociedad y no en los políticos, las elecciones se repiten cada cierto número de años, de manera que la gente puede decidir si sigue apoyando la gestión de sus representantes o si, por el contrario, prefiere po­ner su confianza en otros, por los que se siente ahora mejor representado.

2. Los valores básicos: libertad e igualdad

La democracia se fundamenta en la libertad de los individuos y en su igualdad ante la ley. Todos los ciudadanos poseen los mismos derechos civiles, sea cual sea la condición. Así mismo los criterios de organización social tienen el mismo valor, sea quien sea el que los posea; es la igualdad de los derechos políticos. Pero la voluntad popular no es legítima por sí misma. La legitimidad está establecida dentro de los límites de los derechos humanos. Cualquier régimen político que antentara contra la dignidad de la condición humana sería ilegítimo, por ser inhumano.

El sistema democrático se concibe a sí mismo como la forma de go­bierno que mejor respeta las libertades de los ciudadanos, porque a través de él, son los propios ciudadanos los que se gobiernan a sí mismos. Así se evita el despotismo de unos pocos sobre los demás y otras formas de opresión po­lítica, tan comunes en épocas anteriores. Y sobre todo, se organiza el go­bierno de la sociedad de acuerdo con el supuesto fundamental de la igual dignidad de todos los seres humanos. La igualdad radical de todos los seres humanos se manifiesta en la igualdad de derechos civiles y políticos. Los de­rechos civiles consisten en que las leyes son válidas para todos y han de apli­carse igualmente para todos: no caben privilegios ante la ley por pertenencer a una clase social o a un linaje particular. Los derechos políticos consisten en declarar a todos los miembros de la sociedad, sea cual sea su origen o condi­ción social, competentes para decidir sobre la forma de organizar la convi­vencia social. Los derechos civiles y políticos se fueron extendiendo poco a poco conforme se fue implantando la democracia en los diversos países.

La teoría democrática, que pone todo el peso del gobierno en la vo­luntad popular, se encontró en la primera mitad del siglo XX con una para­doja de corte dramático. El establecimiento del régimen nazi en la Alemania de los años treinta se llevó a cabo de acuerdo con la legalidad democrática: el gobierno nacional-socialista fue elegido en las elecciones y su gobierno en­contró un indudable respaldo popular, también en su camino hacia la ex­pansión geográfica y la Segunda Guerra Mundial. En este caso, fue la socie­dad quien se dió a sí misma una forma de gobierno y quien apoyó unas deci­siones que desde ningún punto de vista han podido ser calificadas de acep­tables. A raíz de estos terribles acontecimientos históricos, la teoría política no pudo por menos de preguntarse a sí misma: ¿es la voluntad popular el único criterio de legitimidad?

La respuesta fue lo que hoy conocemos bajo el nombre de “derechos humanos”. No todo es admisible aunque todos nos pusiéramos de acuerdo en decirlo o en hacerlo. No todo gobierno es aceptable por el solo hecho de haber sido elegido democráticamente, porque hay determinadas acciones que, aunque estuvieran refrendadas por el consenso, son “inhumanas”. En los juicios de Nuremberg, en los que se procesó a los principales responsa­bles del régimen nazi, el título bajo el que se les acusó fue el de haber come­tido “crímenes contra la humanidad”. Los campos de concentración son tes­tigos de ello. Así pues, la historia dejó constancia de que la libertad humana no es absoluta. Hay muchas formas de ejercer el poder y de organizar la so­ciedad. Y, evidentemente, es la propia sociedad quien debe decidir cómo se lleva a la práctica su voluntad. Ahora bien, hay algunas formas de ejercer el poder, hay algunas acciones que no son admisibles en ningún caso, precisa­mente por que son acciones “inhumanas”.

3. Los derechos humanos

Europa tiene por mérito ser una civilización en la que se reconoce la vida humana como una valor absoluto e inalienable. El hecho de ser nacido de mujer, de pertenecer al género humano, sea cual sea la condición, cultura, linaje e, incluso, estado de salud psíquica o somática, es reconocido como algo que debe ser respetado, por lo menos, a un nivel básico. El respeto a la vida, a la libertad de acción, de conciencia y de pensamiento, son derechos humanos cuya transgresión constituye un “atentado contra la humanidad”.

Recordemos, en primer lugar, que el término “humano” tiene di­versos sentidos. En el tema 7 se explicó cómo un primer sentido de la pala­bra “humano” es el estrictamente biológico: es humano todo aquel que per­tenece a la especie homo sapiens. Un segundo sentido del término se refiere a lo que las diferentes culturas entienden como propio de la dignidad hu­mana. Es en este segundo sentido moral en el que los antiguos griegos con­sideraban plenamente humano sólo al ciudadano libre; y según el que los javaneses, consideraban como “humanos” sólo a los miembros adultos de su cultura. La radical innovación del cristianismo consistió en unir ambos sentidos de la palabra “humano”: todo ser nacido de mujer debe ser recono­cido como digno de respeto y es capaz de alcanzar su propia plenitud. Por eso, vivir bajo la esclavitud no es propio del ser humano en cuanto tal. Así, se reconoce como capaz de plenitud humana a todo aquel que pertenece a la especie homo sapiens, y no sólo a los que cumplen una serie de condiciones particulares, como ser varón, ser ciudadano o ser rico.

La filosofía moderna recogió el ideal de humanismo universal del cristianismo. Por eso, en la democracia todos los miembros de la sociedad —y no sólo unos pocos escogidos— tienen derecho a participar en los proce­sos políticos. Pero si la participación política es un derecho importante, que remite a la igualdad de todos los seres humanos en cuanto tales, hay otros derechos más básicos que, desde estos presupuestos, se reconocen como “de­rechos humanos”, es decir, como derechos que son indispensables para po­der realizarse en plenitud y que corresponden a todos aquellos que biológi­camente pertenecen a la especie humana. Por esta razón, los derechos hu­manos son inalienables, es decir, no pueden traspasarse a otra persona. Uno puede renunciar a su derecho sobre la herencia familiar y regalarla a un amigo. Pero uno no puede renunciar a estos derechos más básicos —a cam­bio de dinero, de paz o algún otro bien— porque entonces renunciaría tam­bién a su propia identidad.

Los derechos humanos se reconocen por oposición a las conductas que consideramos inhumanas. Así, nadie puede quitar injustamente la vida a un semejante; por lo que reconocemos que el derecho a la vida es un dere­cho humano básico. No se puede obligar a otro a casarse o a permanecer sol­tero, no se puede esclavizar a un semejante; por ello reconocemos que la li­bertad es también un derecho básico de todas las personas. No se pueden ha­cer experimentos científicos con seres humanos sin su consentimiento res­ponsable, ni deportar a grupos sociales enteros por razones políticas o de densidad demográfica, como hizo Stalin; no se puede obligar a nadie a aban­donar su religión o a convertirse a un nuevo credo, etc. Hay pues, ciertos de­rechos que corresponden a todas las personas, sea cual sea su género, condi­ción social, raza o religión. Y como a cada derecho le corresponde un deber, resulta que si cada ser humano tiene unos derechos inalienables, todos los demás tenemos el deber de respetar esos derechos. Si la libertad de concien­cia es un derecho humano universal, entonces cada uno tenemos el deber de respetar la conciencia de todos nuestros semejantes; y lo mismo se puede decir del derecho a la vida, a la salud, etc. La tortura, el lavado de cerebro o el asesinato son acciones injustas, siempre y en cualquier contexto, porque privan a alguien de un bien al que tiene derecho en razón de su pertenencia al género humano.

4. Los derechos sociales y el estado de bienestar

Los derechos sociales se añaden a los derechos humanos fundamentales en las sociedades occidentales que han adquirido la forma de Estado de Bienestar. Como se entiende que la vida humana es digna de vivirse como vida humana (con unas condiciones mínimas de higiene, desarrollo y cultura) los Estados se comprometen a facilitar tales condiciones mínimas a todos los ciudadanos.

Además de los derechos civiles y políticos, en las sociedades occiden­tales, se han ido reconociendo en las últimas décadas los llamados “derechos sociales”. Estos son derechos tales como el derecho a la educación, a una vi­vienda digna, a la asistencia sanitaria, etc. En las condiciones actuales de nuestras sociedadeshay algunos bienes básicos que son ya imprescindibles para poder llevar una existencia digna. Así, quien no tiene estudios difícil­mente puede encontrar un empleo. Quien está en el paro tiene muy com­plicado llevar una vida normal. Por todo ello, el Estado ha asumido como responsabilidad suya el deber de facilitar a los ciudadanos las condiciones mínimas necesarias para poder desarrollar una vida “humana” (en el sen­tido moral y no solamente biológico). De aquí surge la educación pública, el subsidio de paro, la atención médica gratuita, etc. A través de estos derechos, la sociedad reconoce que esos bienes son necesarios para poder llevar una vida digna en el mundo actual, y organiza la administración pública para asegurar a todos los ciudadanos el acceso a ese bienestar mínimo.

El llamado Estado de Bienestar consiste precisamente en esto: en el reconocimiento público de que hay unos bienes y servicios mínimos a los que todos los ciudadanos tienen derecho. A ese reconocimiento le sigue ló­gicamente la acción del Estado, mediante una serie de políticas sociales para asegurar que todos los ciudadanos tienen acceso a esos bienes y servicios. Esas políticas constituyen el núcleo de la justicia social, tal como se entiende en el mundo contemporáneo.

Los derechos sociales introducen una distinción en la sociedad entre quienes son ciudadanos y quienes no lo son. Si los derechos humanos se ex­tienden a todos los individuos, los derechos sociales se garantizan única­mente a los que tienen la condición de ciudadanos, es decir, a aquellos que tienen la nacionalidad otorgada por el Estado. Esta distinción engendra un principio de exclusión, por el que los inmigrantes y otros marginados de nuestras sociedades quedan fuera del acceso a los beneficios sociales.

5. La crisis de la justicia social

Cuando va a cerrarse el siglo XX el Estado de Bienestar se enfrenta a problemas que amenazan con su desaparición. Por un lado, el Estado se ha capilarizado tanto que ha desintegrado núcleos sociales (coroporaciones, la familia) que fundamentan una sociedad generando problemas graves de cohesión social. Por otro lado, esa capilarización ha realizado a tal precio que ha generado una deuda que nunca será cubierta. El Estado no puede garantizar todo lo que ha hecho hasta ahora por los ciudadanos.

La extensión de las políticas sociales ha hecho que las sociedades oc­cidentales sean hoy mucho más igualitarias que hace unas décadas. Sin em­bargo, son muchas las voces que declaran que el Estado de Bienestar está ac­tualmente en crisis. Sus problemas tienen, fundamentalmente, dos causas. La primera consiste en las consecuencias negativas de su labor asistencial sobre la vida de las personas y de diversas instituciones de la sociedad. En términos generales se puede decir que el Estado de Bienestar traslada la res­ponsabilidad de cada individuo al aparato del Estado, con lo que los ciuda­danos se hacen cada vez más dependientes de la administración pública para desarrollar su propia vida. Y esa dependencia lleva consigo, al final, una disminución de la libertad individual. Este es un ejemplo más de lo que veíamos en el tema anterior: las relación de cooperación engendran tam­bién relaciones de dependencia o estructuración jerárquica.

El trasvase de la responsabilidad personal al Estado se ve, por ejem­plo, en la debilidad creciente de la familia como institución social. En países que tienen una mayor tradición asistencial, como Suecia, los vínculos fami­liares son cada vez más débiles y aumentan los índices de divorcio y de per­sonas que viven solas. El Estado sueco se ocupa de las guarderías de los ni­ños desde los primeros meses de su vida, de la educación infantil, de las per­sonas mayores en residencias estatales, entre otras formas de ayuda a los ciudadanos. Estas ayudas fueron concebidas para facilitar la vida familiar pero han tenido como resultado que cada individuo pueda delegar toda la tarea de cuidar de su familia en el Estado, lo cual —según han puesto de re­lieve diversos estudios— ha facilitado la desintegración de muchos hogares. Desde la teoría económica se señala que el subsidio de desempleo tiene un efecto perverso: aumentar el paro. Si hay que elegir entre cobrar sin trabajar y cobrar un poco más pero trabajando, bastante gente se lo piensa dos veces. Algunos sólo se animan a trabajar si van a cobrar bastante más. Y como ahora es frecuente que trabajen ambos cónyuges, la posibilidad de esperar en el paro hasta que aparezca un trabajo bien pagado es mayor. Pero los empre­sarios no pueden o no quieren ofrecer empleos que a ellos les cuesten mu­cho. Como consecuencia, hay menos ofertas de empleo y el índice de paro crece todavía más. O aparecen mercados sumergidos, con sueldos muy bajos que terminan aceptando únicamente los emigrantes ilegales, lo cual genera otro problema político, quizá más grave.

La segunda fuente de problemas para el Estado de Biesentar surge de su propio éxito. Como ha ofrecido servicios y prestaciones cada vez mayores para los ciudadanos, ha generado expectativas que ahora ya no puede cum­plir por falta de recursos. Las demandas de los ciudadanos se extienden no sólo a las pensiones de jubilación o invalidez, sino también a los permisos laborales, catástrofes naturales, subvenciones a los productos nacionales menos competitivos, promoción de la cultura y el arte, etc. Llega un mo­mento en que el presupuesto estatal no alcanza a cubrir todas esas demandas de gasto. El problema económico plantea un problema político y filosófico: ¿es el Estado responsable de todos esos aspectos de la vida de la gente? Y también ¿cómo encontrar el equilibrio justo entre la libertad y la igualdad de los ciudadanos?

Las demandas sociales hacia el Estado tienen también un vertiente jurídica cuyo protagonista son las minorías culturales de los países desarro­llados. Es el problema de multiculturalismo.

6. El debate sobre el multiculturalismo

Aunque la democracia esté fundamentada en la igualdad entre los ciudadanos, en ocasiones surgen tensiones porque, de hecho, algunos ciudadanos no son reconocidos en la práctica como tales. Casi siempre estos marginados son minorías dentro de un grueso de ciudadanos “de primera”, o un grupo social que arrastra una marginación por razones históricas. Institucionalmente se establecen entonces estrategias que neutralicen esa marginación. Pero el la aministración pública no puede atender a cualquier manifestación de las minorías sociales. En primer lugar tiene una limitación ética: no puede favorecer aquello que vaya en contra de los derechos humanos. Y en segundo lugar política: no puede atender las peticiones de los que exigen una igualdad que sienten amenazada, si no tiene recursos para ello.

El debate actual sobre el multiculturalismo surge en Estados Unidos en las últimas décadas y actualmente está en el centro del diálogo jurídico, político y filosófico occidental. El problema se podría plantear así: Estados Unidos es un país compuesto por sucesivas oleadas de inmigrantes: irlande­ses, italianos, alemanes, judíos, asiáticos, etc. Un grupo especial dentro de este conglomerado étnico y cultural es la comunidad negra. Todos estos grupos encontraron a su llegada una cultura dominante propia de la emi­gración anglosajona inicial y fueron adaptando su propia existencia a esa cultura política, moral y jurídica que encontraron. La cultura norteameri­cana quiso entenderse a sí misma como un “melting pot”, una mezcla inte­gradora de las diferentes sensibilidades culturales de los diversos orígenes étnicos de sus ciudadanos. Sin embargo, no todos los grupos culturales nor­teamericanos se sienten igualmente integrados en esa cultura supuesta­mente integradora. En particular, los negros se sienten excluidos de la cul­tura dominante y denuncian cada vez con mayor fuerza la discriminación a que se ven sometidos, que data desde los tiempos de la esclavitud. No es sólo un problema económico o político: no es sólo que los negros no tengan acceso por lo general a una educación de calidad, a empleos de prestigio o a cargos políticos. Ciertamente, no tienen acceso a ese mundo, o al menos lo tienen en una medida muy inferior al resto de los grupos étnicos. Pero el problema no es sólo el de una mejor distribución de prestaciones sociales.

El verdadero problema es filosófico, porque se refiere al reconoci­miento de la identidad social de un entero grupo de personas en el seno de una sociedad global. Esto es lo que convierte a la discriminación económica, política o cultural en un agravio lacerante, porque lo que la cultura domi­nante niega no es un poco de dinero o un porcentaje de cargos públicos. Lo que niega es el reconocimiento como “seres humanos” a una categoría en­tera de personas.

a) El reconocimiento de la identidad social

Anteriormente se estudió el proceso de construcción de la identidad social. La propia identidad surge en la interac­ción con los demás. Y es a través de la valoración que los demás hacen de nosotros como cada uno formamos nuestra imagen y valoración de lo que somos, de nuestras cualidades y posibilidades. El reconocimiento ajeno in­fluye radicalmente en la imagen que cada uno nos formamos sobre nosotros mismos. De esta forma, si en una empresa a uno le suben el sueldo y le promocionan a un cargo de mayor responsabilidad, uno se forjará una idea de sí mismo como “trabajador competente”. Si a uno le echan de cuatro empleos directivos sucesivamente por incompetente, terminará aceptando que es incapaz de desempeñar bien un cargo de dirección y que, a lo mejor, lo suyo es otra cosa. Qué capacidad tengo, para qué sirvo, cuáles son mis vir­tudes y defectos, etc., son preguntas que aprendemos a responder a través del reconocimiento social.

Pues bien, si la experiencia de un grupo social es que repetidamente sus miembros quedan excuidos de los mejores empleos y de los cargos direc­tivos y políticos, su literatura es considerada de segundo orden y desplazada en el mercado y en las universidades, sus costumbres morales o familiares son reprobadas por la cultura dominante, etc.; entonces, los miembros de ese grupo social terminan por hacerse una idea de sí mismos como inferiores a los demás por el hecho de pertencer a ese grupo social. La discriminación su­frida es vista entonces como la consecuencia natural de su inferioridad. Y la desigualdad social se perpetúa e incluso se agrada progresivamente. Sólo se puede salir de ese círculo vicioso cuando se denuncia que el origen de la de­sigualdad —tan contraria al ideal democrático— está en el prejuicio y la falta de justicia con que ha sido tratado ese grupo social.

Por eso, las reivindicaciones de las minorías adoptan esta forma: la solución está en que la sociedad reconozca la validez de la cultura de ese grupo y la igualdad de derechos de sus miembros. Como la situación actual es fruto de una discriminación continuada durante décadas o incluso siglos, es preciso actuar ahora para compensar ese daño: por una parte, recono­ciendo inmediatamente de forma pública la cultura y los derechos de las minorías; y, por otra, favoreciendo exageradamente la expresión pública de ese grupo social para compensar tanto tiempo de discrimación. Por estas ra­zones, se exigen reformas de las leyes que acojan las demandas de las mino­rías. Por ejemplo, una práctica ya común en Estados Unidos en esta direc­ción es la llamada “acción afirmativa”, que consiste en reservar cuotas de empleo en las empresas para miembros de las minorías históricamente dis­criminadas. Con otras palabras, se exige ahora una “discriminación al revés” para compensar la marginación histórica de las minorías y conseguir la igualdad social en el menor tiempo posible. Lo que está en juego no es sólo un poco de bienestar; es la identidad como “humanos” de grupos enteros de personas.

b) Los derechos de las minorías

A este discurso sobre el multiculturalismo y la política de reconoci­miento de la diferencia se han ido apuntando otras categorías sociales que se declaran a sí mismas como discriminadas históricamente en las sociedades actuales. El problema que surgió en Estados Unidos en torno a los problemas de la comunidad negra, se ha trasladado a otros países y a otros grupos socia­les. En este contexto hay que situar las protestas del feminismo, de los mo­vimientos homosexuales, y también de determinadas formas de naciona­lismo. Por ejemplo, la promoción del idioma nacional por encima, e incluso excluyendo al idioma estatal, se justifica como una forma de compensar una discriminación histórica y de favorecer la igualdad de derechos de los ha­blantes del idioma postergado. Así se plantea la cuestión, por ejemplo, en Quebec, el área francófona del Canadá. No es sólo una cuestión de usar la lengua materna, se dice, es que es la única forma de liberarse de una identi­dad impuesta y destructiva para el propio grupo social, étnico o cultural. El reconocimiento debido no es sólo una cortesía: es una necesidad humana vital.

En la base de estos problemas sociales está la transformación que su­fren en la filosofía moderna dos conceptos antropológicos clave: la idea de dignidad humana y la noción de identidad personal. Ambos hacen referen­cia inmediata a los valores básicos de libertad e igualdad y, por eso, se sitúan en el centro del debate contemporáneo sobre la sociedad y la justicia.

c) El discurso de la dignidad humana

El paso de la sociedad tradicional a las sociedades democráticas tiene como consecuencia un cambio en la fundamentación del reconocimiento social. Antes, la base del reconocimiento era el honor. Y a cada uno le co­rrespondía mayor o menor honor o distinción de acuerdo con la posición que ocupara en la jerarquía social: mayor honor a la nobleza, ninguno al pueblo llano. En la sociedad democrática la base del reconocimiento ya no es el honor, ni caben distinciones por razones de posición social. El reconoci­miento es ahora igualitario y se fundamenta en la dignidad humana, que corresponde a todos los seres humanos por igual.

En la sociedad democrática la identidad personal tampoco depende ya de la propia posición social, como sucedía en las sociedades tradicionales. La identidad personal se relaciona en la filosofía moderna con la noción de autenticidad, y ésta, con la de libertad. La fuente de las propias obligaciones morales y del propio ideal de vida no puede ser impuesto al sujeto desde fuera. Immanuel Kant, filósofo alemán de la Ilustración, desarrolló la tesis de que la fuente de obligaciones morales no puede ser otra que la propia conciencia. Esto sería lo único apropiado para el sujeto libre y para la socie­dad igualitaria. Así pues, en qué consiste la plenitud humana, la felicidad, es algo que no puede ser impuesto desde fuera. Ser moral significaría ahora ser fiel a uno mismo, a mi propia originalidad, que sólo yo puedo descubrir. En términos sociales, el problema de la identidad humana se convierte en el problema del respeto y reconocimiento de las diferentes identidades cultura­les. Desde estos presupuestos no es aceptable la existencia de una cultura dominante que imponga a todas las minorías sus propios valores, leyes, ide­ales educativos o cívicos.

La idea de la identidad como autenticidad surge de la noción mo­derna de dignidad humana. Si hay que respetar a todos los seres humanos porque todos son dignos de respeto, entonces hay que respetar también el ideal que cada uno se forja acerca de su propia vida, ya sea individual o en sociedad con otros miembros de su misma cultura, raza o nación.

El problema es que las consecuencias sociales de la idea de dignidad y de la idea de identidad son contradictorias. En efecto, en virtud de la digni­dad humana se hace necesario un reconocimiento igualitario para todos los hombres, pues su dignidad se fundamenta precisamente en que, en tanto que seres humanos, son radicalmente iguales. Pero, por el contrario, en vir­tud de la identidad y autenticidad, es preciso reconocer las diferencias de los individuos y de los grupos sociales.

El problema del reconocimiento de las diferencias se agudiza y se convierte en paradójico cuando resulta que las reivindicaciones de los dife­rentes grupos sociales son contradictorias entre sí. Así podemos acercarnos a situaciones actuales como las siguientes: algunos países occidentales están prohibiendo a las adolescentes musulmanas que acudan a las escuelas públi­cas con el velo islámico. ¿Tienen derecho a prohibirlo? Por una parte, parece que las exigencias de la igualdad entre hombre y mujer reclaman abolir todo trato de inferioridad hacia las mujeres. Y el velo es una imposición mascu­lina sobre la mujer. Pero, por otra parte, para la cultura islámica, esa práctica cultural de inferioridad social de la mujer forma parte de su sensibilidad moral, de lo que a ellos les parece justo y bueno. ¿Por qué ha de imponer el Estado una sensibilidad moral de corte occidental sobre el estilo cultural y moral de una minoría como la musulmana? Ejemplos parecidos se podrían discutir acerca de la acción afirmativa, el idioma oficial o la educación pú­blica. Por citar un ejemplo más: en las universidades norteamericanas existe desde siempre el llamado “canon” de clásicos de la literatura universal. Es una serie de lecturas que casi todos los universitarios deben leer como for­mación básica en los primeros cursos. Pues bien, este “canon” incluye auto­res como Shakespeare, Dickens, Molière, etc.; es decir —como denuncian al­gunos grupos del multiculturalismo— sólo incluye “varones blancos muer­tos”. Se exige ahora que se incluyan otros autores de origen africano, que sean mujeres o que estén vivos. ¿Se piensa que estos otros autores son me­jores que aquellos? No necesariamente. Lo que se pretende es que la socie­dad establecida reconozca que no todo el genio y la creatividad literaria per­tenece a los varones blancos antiguos, sino que también otras razas o las mujeres son capaces de ser buenos poetas, novelistas o dramaturgos.

d) La salida del laberinto

¿Qué salidas caben ante las reivindicaciones del multiculturalismo? Las soluciones políticas dependen de los gobiernos y autoridades de cada país, deberán estar impregnadas de altas dosis de prudencia, pero no consti­tuyen el tema de estas páginas. Aquí hemos de preguntarnos por la raíz filo­sófica de estos problemas contemporáneos. Y el problema filosófico se puede plantear así: sin duda, la dignidad humana es algo que debe reconocerse a todas las personas por igual, porque no depende de su posición social sino del hecho de ser humano; también es cierto que la libertad personal es un bien irrenunciable y, por ello, que no se pueden imponer a otro las propias ideas morales, religiosas o culturales. No se puede imponer a otro la propia identidad sino que cada cual es protagonista de su propia biografía y es cada uno quien ha de descubrir en qué consiste su felicidad y plenitud de vida.

Ahora bien, la libertad humana no es absoluta. Eso significa que no toda acción, por el hecho de ser auténtica, es buena, digna de respeto y de consideración. Lo hemos visto ya cuando hemos tratado de los derechos humanos. No se puede reconocer públicamente un ideal de vida que con­sista en ser torturador o en ser tratante de esclavos, por mucho que el prota­gonista de esa supuesta biografía encuentre en esa profesión su realización personal o el culmen de su identidad social. ¿Por qué no se puede reconocer esa opción? Sencillamente, porque no es “humana” en un sentido moral.

El origen de muchas paradojas de la sociedad contemporánea está en una confusión básica entre lo que son derechos humanos, derechos sociales y expresiones de autenticidad. Los derechos humanos exigen ser respetados y promovidos en toda circunstancia y situación social; por eso, es justo y obligado reconocerlos de modo universal. Los derechos sociales, por su parte, serán exigibles al Estado en la medida en que el desarrollo de esa so­ciedad lo permita. Las preferencias personales, como expresión de autentici­dad, serán atendibles o no según dos criterios, uno ético y otro político: el primero, si esas demandas son buenas —o, al menos, no son perjudiciales— para el conjunto de la sociedad; el segundo, si la sociedad dispone de recur­sos para ello. La confusión actual consiste en que, con frecuencia, se exige el reconocimiento social de las preferencias personales como si fueran dere­chos inalienables. Pero, como hemos visto, no toda opción biográfica es fuente de derechos ni debe ser reconocida en justicia como tal.

La salida al dilema del multiculturalismo pasa por el reconoci­miento filosófico, y no sólo político, de lo “humano”. No es posible admitir como válidas todas las versiones de la existencia humana por el hecho de que sean “auténticas”. De igual forma, habrá que considerar las diversas propuestas culturales, políticas o legales desde este punto de vista. Algunas enriquecerán el patrimonio cultural y moral de las sociedades establecidas. Otras serían, probablemente, destructivas. Pero juzgarlo sólo es posible desde una reflexión y un diálogo pausado y abierto sobre lo que es o no es humano.

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