domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 7

TEMA 7. LA NOCION DE PERSONA HUMANA

a) Guión

7. La noción de persona humana

1. Historia de una idea

a) Nosotros y ellos

b) Un descubrimiento cristiano: la noción de persona

c) El concepto moderno de persona

d) Especie biológica y género humano

2. Los otros modos de ser persona humana

a) El hombre y los humanismos

b) Los marginales: mujeres, esclavos, viejos, emigrantes y enfermos

3. Persona y personalización

a) Cómo nos hacemos personas: socialización primaria y secundaria

b) Ser yo mismo: biografía e identidad narrativa

c) Los modelos de la existencia humana: Ulises como ejemplo

b) Desarrollo

c) Textos para comentario

Millán Puelles, A., Persona humana y justicia social, Rialp, Madrid 1982, pp. 15-8.

Kant, I., Antropología en sentido pragmático, Alianza, Madrid 1991, §1, pp. 15-7.

Nietzsche, F., Los cuatro grandes errores § 3 en Crepúsculo de los ídolos, Alianza, Madrid1973, pp. 63-4


TEMA 7. LA NOCION DE "PERSONA HUMANA"

1. Historia de una idea

Los seres vivos crecen en unidad en la medida que son más sofisticados. Cuanto más sofisticados, sus instintos son más plásticos, y más relevante, por tanto, el aprendizaje individual. Si vamos subiendo en la escala de la vida nos vamos encontrando individuos que se diferencian cada vez más respecto de los individuos de su especie. En el hombre esto llega al límite. Por un lado, la conducta depende totalmente del aprendizaje cultural. Y por otro, cada uno se diferencia de los demás porque debe elegir su propio destino. Esta irreductibilidad de los individuos humanos viene caracterizada por el concepto de persona, que solo aplicamos a los individuos de la especie humana. Pero el concepto de persona también es un logro histórico.

Cuanto más desarrollado y perfecto es un ser vivo mayor es su uni­dad en un doble sentido: es indiviso y diferente a los demás. Por una parte, al crecer en complejidad, los organismos son más indivisibles: una lombriz o una estrella de mar pueden partirse en dos porque sus partes u órganos son muy homogéneos. Por otra, al subir en la escala de la vida y ser los orga­nismos más complejos, se hacen también más distintos entre sí. Como las pautas de comportamiento son cada vez menos rígidas y dejan mayor lugar al aprendizaje, la conducta de cada animal resulta más individualizada. Por eso, pueden sustituirse con mucha más facilidad los gusanos de seda o los peces en un acuario que los perros. Como los perros difieren entre sí mucho más que los gusanos o los peces, resultan más irrepetibles: están mucho más individualizados; son mucho más diferentes de los demás miembros de su especie.

Si se pasa de los animales superiores al ser humano, su unidad, indi­vidualidad e irrepetibilidad crecen. La plasticidad e indeterminación de sus pautas biológicas de comportamiento se determinan en primer lugar en el plano cultural mediante los procesos de educación y socialización. Pero como hay toda una pluralidad de sociedades, los seres humanos se distin­guen por su pertenencia a culturas distintas. En segundo lugar, cada cultura deja un mayor o menor espacio de indeterminación y libertad a sus miem­bros que, por tanto, autodeterminan su existencia y protagonizan más o menos libremente su existencia. Además de pertenecer a tradi­ciones culturales diferentes, los seres humanos nos forjamos caracteres y proyectos vitales diversos.

Así, los seres humanos somos todos, por una parte, iguales y, por otra, diferentes. Más: somos iguales en que somos distintos. Lo común es nuestra capacidad de diferenciarnos. Somos todos iguales porque pertene­cemos a una misma especie y compartimos una común humanidad, reali­zamos todos una misma naturaleza. Pero, si se pregunta cuál es esa natura­leza que compartimos, la única respuesta posible es que compartimos la ra­cionalidad y la libertad. Como el hombre es un animal racional, es un ser que ha de determinarse a sí mismo y que ha de autoproporcionarse su forma de vivir, cada grupo humano y cada individuo or­ganiza y da sentido a su existencia de modo diferente. Unos con mayor acierto y otros con menos.

Lo que nos hace iguales a los humanos es justamente lo que nos hace diferentes o que lo que tenemos en común es nuestra capacidad de llegar a ser distintos. Y con mucha frecuencia expresamos esa idea acudiendo al concepto de per­sona. Pues una persona es un ser ra­cional y libre, un ser que es dueño y se­ñor de sí, que decide por sí mismo la vida que quiere llevar y que elige su destino. La persona es el ser que se au­todetermina y autodestina, que pro­yecta sus fines y puede hacer algo consigo mismo y con su vida.

Por eso, para nosotros —occidentales de finales del siglo XX— lo que los seres humanos tenemos en común -por diferentes que seamos- es que somos personas: lo que nos hace iguales nos convierte en distintos. Somos iguales precisamente en nuestra diversidad; somos todos igualmente "cada uno" con sus cadaunadas; somos todos igualmente únicos e irrepetibles; va­liosos en sí mismos y en su singularidad. Porque somos igualmente perso­nas compartimos una misma dignidad y unos mismos derechos; y, a la vez, porque somos personas somos diferentes, dueño cada uno de su destino, responsable de sus actos.

Pero lo que hoy nos parece tan obvio antes no lo era tanto. No siem­pre se ha manejado el concepto de persona ni se ha pensado que todos los seres humanos fueran personas. Mucho menos se ha creído que todos los miembros de la especie biológica homo sapiens fueran seres humanos y fueran personas. Ni se ha concedido igual valor a la individualidad en todas las épocas ni en todas las sociedades. Incluso en Occidente —mucho más que en cual­quier otra sociedad— el valor de la individualidad ha ido cre­ciendo con el tiempo hasta ser en nuestros días uno de los valores más de­fendidos: el de­recho de cada uno a ser "sí mismo", y a ser tratado como un sujeto singular, absolutamente distinto de todos los demás. Como el descu­brimiento del concepto de persona es relativamente reciente y constituye quizá el mayor logro de la civilización occidental interesa recorrer su historia.

Platón consideraba la "idea de hombre" más perfecta y más valiosa que todos y cada uno de los hombres considerados por separado y en su con­junto. Por ello subordinaba en su filosofía política el individuo a la sociedad. La realización individual se cifraba en el fiel cumplimiento de las funciones sociales que el grupo otorgaba a cada uno de sus miembros. Para Aristóteles el individuo cobra más importancia: los que existen realmente son los hombres y no "el hom­bre", aunque para él sólo los griegos varones adultos y libres realizan ple­namente la humanidad y tienen un fin propio —el cultivo de la virtud y la participación en la vida política, por una parte, y el ejercicio de la sabiduría, por otra—. Los demás —bárbaros, mujeres, ni­ños y esclavos— realizan la hu­manidad sólo imperfectamente y su existen­cia se subordina a la plenitud de los ciudadanos. Los helenistas y los estoicos conceden más valor a cada in­dividuo. Pero al mismo tiempo inician un movimiento universalista que promoverá el reconocimiento de la humanidad de todos los hombres. Con todo, este re­conocimiento se hace universal y, sobre todo, logra tener vigencia social sólo con la difusión de las ideas cristianas que su­brayan la dignidad de cada ser hu­mano y su igualdad fundamental. Posteriormente, el Renacimiento pri­mero y la Reforma protestante después abrirían el camino a una progresiva profundización en los valores de la in­dividualidad hasta llegar, a partir de la Revolución Francesa, a un recono­cimiento universal de los derechos in­dividuales.

Aunque el camino seguido es más complejo que el esbozado y cada uno de sus logros presenta un lado oscuro, los jalones indicados sirven para advertir que las ideas, también las que hoy nos resul­tan tan obvias y familiares que tendemos a pensar que siempre han estado ahí, tienen su historia.

a) Nosotros y ellos

El hombre no siempre se ha considerado a sí mismo una persona. En las formas primitivas de vida humana, el individuo se definía por el desempeño de las funciones que su comunidad le daba. Por eso mismo el resto de individuos que no pertenecían a la comunidad propia no eran considerados humanos.

El concepto de persona, tal y como nosotros lo entendemos, está au­sente en las sociedades "primitivas". Por una parte, cada grupo humano tiende a identificar al género humano consigo mismo negando la humani­dad de los demás. Por otra, el valor —y la realidad— de la singularidad per­sonal no aparece.

En primer lugar, casi desde su fundación, la antropología sociocultu­ral ha subrayado el modo en que toda sociedad entrelaza el "nosotros" del grupo social con el concepto de ser humano para declarar que los genuinos seres humanos somos noso­tros. Para todos los grupos humanos, los demás son huma­nos sólo por participación. En este sentido, Ruth Benedict, una de las fundadoras de la antropología, explicó hace años que "todas las tribus primitivas con­cuerdan en reconocer esta catego­ría de los extraños, de aque­llos que no so­lamente están fuera de los límites del pueblo de uno, sino a quienes se niega sumariamente cualquier sitio en el esquema de lo hu­mano. Gran número de nombres tribales, de uso co­mún, Zuñi, Dené Kiowa y otros, son nombres por los cuales los pueblos primiti­vos se conocen a sí mismos, y son sus úni­cos términos nativos para 'los se­res humanos'. Fuera del grupo cerrado, no hay seres humanos. Y esto, a pe­sar del hecho de que desde un punto de vista objetivo cada tribu está ro­de­ada de pueblos que par­ticipan en sus artes e in­venciones materiales, en prác­ticas minuciosas que se han desarrollado en un mutuo intercambio de hábi­tos entre un pueblo y otro".

Existe en todas las culturas la tendencia a considerar al propio grupo como los más ilustres re­presentantes de la humanidad y a la propia cultura como la naturaleza hu­mana, como los civilizados. Los demás son un ha­tajo de bárbaros y salvajes con costumbres raras, bestiales e inhumanas. "Sólo nosotros so­mos los humanos" es una frase que podría po­nerse en boca de cualquier in­dividuo de cualquier grupo humano en cual­quier tiempo, porque todos ex­perimentamos una tendencia espontánea a considerar que los "otros", los demás, "ellos", son gente extraña que hace cosas raras, y que lo normal, lo natural, lo humano es justamente lo que hacemos nosotros. Todos somos tendencial y primariamente etnocentristas, y sólo podemos adoptar una postura pluralista tras una reflexión sobre la contingencia de las formas cul­turales.

En segundo lugar, tampoco la idea de irrepetibilidad o de singulari­dad personal funciona en las sociedades ágrafas. La realiza­ción personal o las metas de la propia vida no se cifran en el desempeño de unas tareas irrepetibles en otra persona, sino más bien en la realización exacta de las funcionales sociales que el grupo atribuye. La idea de que cada persona contiene en sí un programa original de vida, una tarea que sólo ella puede desempeñar, una tarea o una vocación personal pertenece caracterís­ticamente a la modernidad occidental. Por el contrario, en las sociedades primitivas cuenta por encima de todo el bienestar y la supervivencia del grupo —la tribu, el poblado, el clan, la familia— mientras que los in­divi­duos se definen por sus funciones dentro de él. En este sentido, no son po­cas las sociedades en las que los individuos cambian de nombre según va­rían sus roles o su estatus social. Lo que nosotros llamamos "nombre propio" resulta ser no el de un individuo sino el de unas funciones. O mejor todavía: como el individuo se define por sus funciones, el nombre del individuo varía con ellas. No hay nada "detrás" de los roles. La existencia individual encaja casi perfectamente en el molde social deter­minado por sus papeles sociales, sin que aparezca el desajuste —tan propio del individualismo occidental— entre lo que se considera la satisfacción de las propias expectativas y el cumplimiento de las tareas que la sociedad le otorga. Por tanto, no se puede producir una quiebra entre el cultivo de la propia intimidad y el desempeño de los roles sociales.

b) El descubrimiento de la noción de persona

El origen histórico del concepto de “persona” es cristiano. Al intentar explicar el misterio de que Dios son tres personas de una sola naturaleza, apareció la posibilidad de concebir un ser que tuviera la misma naturaleza pero fuera irreductible a los demás congéneres. Así fue aplicado a la condición de ser humano. La noción griega y romana de persona, que no era ampliable a todos los seres humanos, se aplica a partir del cristianismo a cualquier hombre, sea cual sea su condición.

Fue en el seno del cristianismo donde se reconoció por primera vez el valor y la dignidad de cada individuo de la es­pecie humana. También es una aportación del cristianismo el concepto filo­sófico de persona. La palabra "persona" tiene su origen etimológico en las máscaras, prosopon, que se uti­lizaban en el teatro griego. Por la máscara los espectadores reconocían el per­sonaje que determinado actor estaba interpre­tando. En Roma, el significado de la palabra persona varía. Ya no designa en general un per­sonaje en un escenario sino al agente jurídicamente reconocido para actuar en la esfera legal. Por eso, ni en Grecia ni en Roma, la palabra "persona" es sinónima de ser humano. Ni todos los seres humanos son personas —pues no todos los seres humanos son agentes jurídicos reconocidos— ni todas las personas jurídicas son seres humanos.

Los cristianos formularon la noción filosófica de persona para elabo­rar una doctrina teológica que permitiera expresar la fe en los misterios rela­cionados con la Trinidad de Dios y la Encarnación del Verbo. Distinguieron entre la persona y la naturaleza, entre quién es, el sujeto, y lo que es, su na­turaleza. Aunque aplicaron en primer lugar a Dios la distinción, también lo hicieron posteriormente a los seres humanos. Así se distinguía entre la persona humana, el quién, y su naturaleza, lo que cada persona es. La persona humana es así el sujeto que en cada caso posee la naturaleza humana, el quien que cada ser humano es, el ser que es un ser humano. Por eso, a diferencia de los romanos o los griegos, el concepto de persona, en primer lugar, no pertenece sólo al ámbito de los personajes que cada uno asume o de los derechos y deberes jurídicos en el ámbito legal, sino al plano de lo que cada uno es. "Ser persona" designa lo más íntimo de cada uno, su manera más específica y propia de ser. Y también, en segundo lu­gar, a diferencia de griegos y romanos, el concepto de persona es ahora uni­versal: todos los seres humanos son persona, porque todos ellos poseen una naturaleza racional. En cuanto que posee una naturaleza racional, toda per­sona es digna; y en cuanto que personas todos los seres humanos son igualmente dignos, singulares e irrepetibles. Cada uno es fruto de un desig­nio particular del Creador, objeto de un amor redentor de predilección y responsable de su destino eterno.

El descubrimiento cristiano de la noción de persona se concentró en una definición formulada por Boecio y que fue aceptada pacíficamente du­rante casi un milenio: la persona es "el supuesto individual de naturaleza racional". En ella se identifica a la persona con el sujeto metafísico, con el "yo" que es capaz de conocer intelectualmente y actuar libremente.

A la vista de sus orígenes teológicos, el concepto cristiano de persona posee un doble sentidoi. Porque a la hora de intentar comprender algo de la doctrina so­bre la Sma. Trinidad, los cristianos llegaron a la conclusión de que las Personas divinas no eran unas "cosas" a las que les sucedía en un segundo momento que entraran en relación entre ellas. Más bien: las Personas divinas eran sus relaciones. Bajo esta perspectiva, cuando se aplica a los seres humanos, el concepto de persona alude a la vez a dos dimensiones que podrían parecer contrarias. De un lado, la persona significa el sujeto subsistente individual pero, por otro, de­signa su capacidad de relacionarse. Como si se estuviera manteniendo que la individualidad humana fuera también al mismo tiempo y por la misma razón sus relaciones. Como si estuviera afirmando que es persona el indi­viduo que puede entrar en relación y que, al final, no hay más realización del individuo que la que pasa por sus relaciones.

c) El concepto moderno de persona

En la época moderna las actividades que definían la naturaleza humana eran las intelectuales. Es la época racionalista. La actividad más propiamente humana era el “yo pienso”. Se dio así prioridad a un tipo de actividad en la que el yo personal e irreductible está menos implicado.

El pensamiento moderno se ha centrado casi exclusivamente, a partir de Descartes espe­cialmente, en la consideración de la dimensión racional del ser humano, y la filosofía se ha elaborado fundamentalmente como teo­ría del conocimiento, dejando de lado otros aspectos de la personalidad, como pueden ser los emotivos, volitivos, etc. En consecuencia, la noción de persona varía su significado en la modernidad. Si para Boecio y los medie­vales la persona es el sujeto de la naturaleza, el quien al que le sucede ser un ser humano, la modernidad tiende a ver la persona como el sujeto exclu­sivamente del intelecto y de la voluntad, como un agente racional y libre. Pero las dos concepciones de la persona son diferentes. Porque para Boecio y los medievales, el subsistente individual era el organismo vivo que es el hombre, que es el sujeto del que se predican todas las acciones. Para ellos, es el hombre, este cuerpo humano vivo, quien piensa y siente, quien decide y se pone enfermo, quien hace la digestión y quien anda. Mientras que los modernos adoptan una actitud mucho más espiritualista: la persona es el sujeto del pensamiento y de la voluntad, el yo que piensa y quiere, el sujeto de la autoconciencia, con lo que empieza a considerarse a la persona como una autonciencia intelectual y libre, como un yo psicológico y no como un organismo sustancial.

Así, la época moderna —a diferencia de la medieval y de la contem­poránea— estudia la persona casi exclusivamente como sujeto de las activi­dades intelectuales: el "yo pienso" de Descartes constituye el más claro ejemplo de esta reducción racionalista. El racionalismo, la filosofía crítica y más tarde el idealismo han identificado a la persona humana con su auto­conciencia intelectual, cuando es precisamente en las actividades cognosci­tivas racionales donde la totalidad e intimidad de la persona se perciben con menor claridad. Da igual que sea yo u otro el que piensa que dos y dos son cuatro: el resultado de la suma es el mismo. Lo más íntimo e inmutable de mí mismo y mis circuns­tancias particulares actuales no aparecen para nada en el uso de la razón abstracta. Sin embargo, el propio yo sí aparece en otro tipo de actos, como los relacionados con la voluntad y la afectividad. Cuando yo quiero a alguien, todo mi ser —y no sólo mi voluntad— se ve implicado y aparece en ese acto de querer. Y no es lo mismo que sea yo quien quiera a una persona o que sea otro. De la misma manera en que, como mostró Kierkegaard, cuando decido algo estoy en el fondo decidiendo sobre mí mismo: cuando elijo estudiar medicina, me estoy eligiendo a mí mismo como médico.

Por eso, la filosofía moderna contiene en sí misma su propia crítica. Al racionalismo —que desconsidera lo que de más personal hay en el hom­bre— le sigue como su sombra el irracionalismo —que sitúa esa personali­dad en lo otro que la razón, ya sea la voluntad o la afectividad—.

d) Especie biológica y género humano

El primer modo de definir un ser humano es biológico. Un ser humano el ser nacido de hombre y mujer, y del que nacerán seres humanos. Además el hombre define su identidad culturalmente. Aunque son diferentes los modos de conformar la identidad, pues son muchas las culturas, todos tenemos algo en común: la tarea de ser hombres.

Desde el punto de vista biológico, la especie está formada por el con­junto de in­dividuos interfértiles que tienen descendencia interfértil. Así, por ejemplo, cuando se cruzan dos perros de cualquier raza, su descendencia se puede cruzar y tener descendencia con cualquier otro perro. Pero si se cruzan un caballo y una burra, engendran un mulo, que es estéril. Esto pone de mani­fiesto que el caballo y la burra pertenecen a especies distintas. Desde el punto de vista biológico, todos los seres humanos —de cualquier raza— pertenece­mos a la misma especie; y esta observación biológica ofrece un fundamento empírico para refutar el racismo.

El concepto "especie humana" es pues una categoría primariamente biológica: somos el mamífero que tiene 23 pares de cromosomas en el nú­cleo de sus células. Pero, como ya se ha mencionado, el hombre vive en un mundo imbricado de naturaleza y cultura, y —desde el punto de vista de la cultura— la especie humana se configura como "el género humano". Si bio­lógicamente somos miembros de una misma especie, culturalmente nos re­conocemos como miembros del género humano, copartícipes de una hu­manidad común, colegas en la tarea de ser hombre y compañeros de un mismo viaje hacia la muerte.

La noción de género humano, al igual que las de estirpe, tribu, fami­lia, clan, etc., no son meramente biológicas. Además del elemento biológico incluyen realidades socioculturales: una tradición acumulada y transmitida por medios diferentes a como lo es el patrimonio genético, es decir, transmitida por la enseñanza y el aprendizaje.

2. Los otros modos de ser persona humana

a) El hombre y los humanismos

Cada cultura posee una interpretación propia de lo que signifique ser humano. Por eso cada comunidad cultural establece el territorio, los límites entre lo humano y lo inhumano. Toda cultura es un humanismo. Que haya diferentes verisiones de lo humano no implica que todas valgan igual.

Como todos los individuos humanos pertenecemos a la misma es­pecie biológica no pueden establecerse grados de humanidad desde la pers­pectiva biológica. No cabe un más y un menos: todo nacido de varón y de mujer es biológicamente humano. Sin embargo, a veces se dice de algunas personas que son injustas, inmisericordes etc., que se ha portado de una manera inhumana, como también se califica de este modo algunas situa­ciones en las que viven los hombres: "¡es inhumano vivir así!". El término "inhumano" no se emplea aquí en su sentido biológico, sino de otra ma­nera. Cabe calificar algo como inhumano por­que se tiene una idea de cómo debería ser algo para merecer el calificativo "humano", lo que caracte­riza lo propio de los hombres en cuanto tales. Sólo desde una cierta idea de qué es lo humano podemos condenar algo como inhumano.

Ahora bien, lo humano en este sentido, lo que es propio del hombre, no refiere a la biología sino a la cultura, a la forma de vida que los hombres nos hemos dado. Porque quienes actuán de una forma que consideramos inhumana o quienes se ven reducidos a una situa­ción que calificamos de la misma manera siguen siendo miembros de la es­pecie biológica humana. Como la biología humana se caracteriza por su plasticidad e indeterminación y carecemos de pautas biológicas de compor­tamiento, los hombres tenemos que preguntarnos quiénes somos y ave­riguar la conducta que se nos adecúa. Desde esta perspectiva, cada cultura posee una respuesta a esas dos preguntas: ofrece una interpretación de en qué consiste ser un ser humano y de cual es la conducta que les conviene. Cada cultura es, pues, una interpretación o una versión de lo humano.

Como no todos los grupos humanos coinciden al determi­nar qué es lo que caracteriza a los hombres en cuanto tales, qué es lo que les hace seres humanos, las definiciones de lo humano varían de una cultura a otra y a lo largo de la historia. Surgen una multiplicidad de huma­nismos, o sea, de interpretaciones de en qué consiste ser humano. Las ver­siones de lo humano son plurales. Así, para un griego del siglo V antes de Cristo, como lo específicamente humano era la práctica de la virtud y la par­ticipación en la vida política, sólo eran propiamente humanos los ciudada­nos, es decir, los varones adultos libres que vi­vían en la polis. Para Aristóteles, por ejemplo las mujeres, los niños, los es­clavos y los bárbaros como no eran ciudadanos, sólo eran imperfectamente humanos, pues no participaban de las actividades propias y específicamente humanas. Durante la Edad Media, ya no se considera que la participación en la vida política sea lo más específicamente humano. Se piensa más bien que lo mejor que el hombre es capaz de hacer —y, por tanto, lo que le define— es la contempla­ción teórica. Los que contemplan a Dios —los monjes y frai­les contemplativos—realizan mejor la humanidad.

En el Renacimiento, los nuevos humanistas juzgan que lo mejor que el hombre puede hacer es estudiarse a sí mismo buscando su propia identidad en los grandes productos culturales que él mismo ha realizado. Es, por tanto, el cultivo de las humanidades, la familiaridad con las grandes obras culturales, el que nos humaniza, el que nos convierte en humanos. También nuestra sociedad mantiene una peculiar interpretación de qué es lo propiamente humano. Lo humano ahora se cifra en el ámbito laboral, en el desempeño de una profesión.

Después de haber comprendido que las formas culturales son con­tin­gentes y que cada una posee su propia interpretación de qué es lo específi­camente humano, no debería extrañar comprobar que las versiones de lo hu­mano son diversas. Pero la diversidad de lecturas de lo humano no justi­fica una posición escéptica o relativista, puesto que pluralidad no implica re­lativismo. Una cosa es que haya diversas maneras de ser humano, que no haya un modelo único y omniabarcador, y otra muy distinta que todos los fenómenos culturales valgan. Hay una pluralidad legítima de maneras de interpretar qué significa ser humano como hay diversas formas de entender la plenitud humana, quizás unas mejores y otras peores, y hay otras que resultan condenables e inaceptables.

b) Los marginales: mujeres, esclavos, viejos, emigrantes y enfermos

Las sociedades liberales de occidente también posee su propio territorio de lo humano. Aunque ha habido en los últimos dos siglos grandes avances, lo cierto es que la vida pública está reservada específicamente para los que poseen un trabajo. Se considera que los que, por circunstancias, no lo tienen no realizan plenamente la humanidad.

El criterio empleado en la antigua Grecia para determinar quién era y quién no era humano estaba basado en la noción de ciudadanía. En otras culturas y épocas, los criterios han sido distintos, pero siempre se establece una distinción entre quienes son plenamente humanos, sin restricción de derechos, y "los otros", los que son biológicamente humanos pero no están totalmente integrados en la cultura, y no pueden ser protagonistas de la vida social: los marginales. Así en la India, son marginales quienes pertene­cen a determinadas castas; en los países árabes las mujeres, etc.

En nuestra sociedad también se dan fenómenos de marginación so­cial, que han originado movimientos y acciones reivindicativas por parte de quienes sienten injustamente recortado su derecho a ser protagonistas de la vida en sociedad. La abolición de la esclavitud, el voto de las mujeres, la li­bertad religiosa, la libertad de prensa, el establecimiento generalizado de sis­temas democráticos, la proclamación de los derechos humanos, la mejora de las condiciones laborales, la superación del ap­partheid en Sudáfrica, etc., son algunas de las conquistas conseguidas en los últimos 200 años.

El estudio de los fenómenos de marginación en nuestra época ha dado origen a abundante bibliografía y no es éste el lugar para realizar un análisis detallado de este fenómeno; basta ahora señalar quiénes es­tán mar­ginados y cuál es la causa más común de marginación en nuestra sociedad. Las así llamadas "sociedades democráticas liberales de occidente" es­tán es­tructuradas en función de la división del trabajo. El rol que define el lugar que cada uno ocupa en la sociedad, ya no es tanto la sangre o el dinero, sino el trabajo que desempeña: médico, taxista, albañil, agente de cambio y bolsa, portero, etc.

Para justificar esta afirmación basta observar quiénes forman parte del grupo de los que están o se sienten marginados. Desde hace unas déca­das, ha aparecido una nueva clase social que son las personas en paro. Lo malo de "estar en el paro" no son sólo las consecuencias económicas que se derivan de ello, sino también el no tener una función que ejercer en una sociedad. Quien está en paro no es nada, no es nadie. Y lo mismo les sucede a quienes no tienen acceso al mundo laboral porque no tienen salud —los en­fermos y disminuídos físicos y psíquicos—, o preparación y tiempo sufi­ciente —las amas de casa—, o ya se les ha pasado la edad —jubilados—, o no tienen per­miso de trabajo —emigrantes ilegales— etc.

3. Persona y personalización

a) Cómo nos hacemos personas: socialización primaria y secundaria

Después de la gestación biológica en el seno de la madre, comienza la humanización del hombre en la cultura. En una primera instancia, socialización primaria, el niño aprende a vivir en un mundo de símbolos. Es la adquisión básica del lenguaje. En un segundo momento, socialización secundaria, se aprenden las reglas y el lenguaje para ocupar un lugar en la sociedad. Es entonces cuando, existencialmente, el ser humano puede realizar un proyecto vital y decidir por sí mismo quién quiere ser.

El proceso de autorrealización es aquél por el cual un ser vivo vi­viente alcanza la plenitud que le corresponde y que sólo posee germinal­mente cuando comienza a existir. Este proceso se desarrolla en el ser hu­mano según distintos planos: biológico, cultural y existencial. En el plano biológico, el ser humano debe construirse su propio organismo a partir de la primera célula fecundada. El cuerpo no es algo que le está dado al ser hu­mano de antemano sino más bien el resultado de su propio vivir, de ese vivir que se llama habitualmente "proceso de gestación" y que es controlado por el embrión mismo. En el plano cultural, el hombre —que es desde su concepción un ser biológicamente humano— se humaniza, se hace plena­mente humano al desarrollar mediante la interiorización de la cultura, a través de la enseñanza y el aprendizaje, las potencialidades específicamente humanas. En el plano existencial, el hombre se "hace a sí mismo" al cons­truir su biografía a través de sus decisiones libres.

La autorrealización en el plano cultural se lleva a cabo por el proceso de socialización, que introduce al individuo en la cultura de determinado grupo humano. Se distinguen dos etapas en este proceso: la socialización primaria y la secundaria.

La socialización primaria es la que tiene lugar en la infancia, y es si­multánea e inseparable de la adquisición del lenguaje. El lenguaje es, al mismo tiempo, el primer contenido y el primer instrumento de la socialización. El len­guaje permite al niño vivir en un mundo de signos y símbolos con los que adquiere los esquemas básicos de clasificación para diferenciar los obje­tos se­gún el género, el número, el ser, la acción, etc. En la socialización pri­maria los adultos son los principales protagonistas. Los niños aprenden y asumen el mundo que se les presenta como el único mundo existente y concebible. El mundo es para ellos indubitable y masivamente real, y el universo infan­til así constituido dota a cada individuo de una estructura mental ordenada en la cual puede confiar y sentirse seguro. Y así es como aparece de manera espontánea una actitud etnocentrista en todo ser hu­mano, que considera que su cultura es "el modo natural, normal, de hacer las cosas los huma­nos".

La socialización secundaria comprende los procesos subsiguientes que introducen a un individuo que está socializado primariamente en nue­vos sectores de su mundo cultural. En ella se produce la interiorización de las instituciones, y la adquisición del vocabulario, los conocimientos y los modos de valoración propios del rol que desempeñará en la sociedad. El de­sarrollo de la educación en nuestros días, entendida como medio para ejer­cer una profesión, es un ejemplo claro de un proceso de socialización se­cundaria.

La socialización secundaria tiene lugar en una esfera y a un nivel de la personalidad en los que la afectividad tiene menos importancia que en la socialización primaria. Por ello, los contenidos de la socialización secunda­ria son más frágiles que los de la primaria. Como la socialización secundaria supone siempre la primaria, pueden plantearse problemas de com­patibili­dad entre una y otra: cabe que los contenidos adquiridos intelectualmente en la socialización secundaria —en el estudio de una asignatura, por ejem­plo— contradigan los adquiridos afectivamente en la socialización primaria. Esto provoca las llamadas crisis existenciales de mayor o menor intensidad. Cuando se ha terminado este proceso, el ser humano se encuentra en posesión y pleno uso de sus facultades físicas y psíqui­cas, y —en palabras de Locke— tiene la mente "amueblada". El individuo es ya alguien para sí mismo y para los demás en un ámbito social. Su tempera­mento se ha modulado según un cierto carácter, vislumbra lo que quiere sea su proyecto existencial, y puede decidir libremente sobre sí mismo.

b) Ser yo mismo: biografía e identidad narrativa

Se puede decir que la vida humana comienza a ser una biografía cuando se toma conciencia de que debe ser protagonizada por uno mismo. La vida humana adquiere entonces la forma de una narración en la que cada uno se considera co-autor. Nadie puede pretender ser el autor absoluto de su historia porque necesariamente hay cosas que aparecen en la narración que no se pueden controlar.

Ser hombre presupone tener un tipo peculiar de organismo: el que corresponde a la especie homo sapiens sapiens. Para ser plenamente hu­mano se precisa además haber asimilado una cultura a través del proceso de socialización. Y para ser sí mismo se requiere que el ser humano haya to­mado decisiones libres de acuerdo con el modelo o proyecto existencial que se ha propuesto.

El descubrimiento de la propia vida ocurre de manera semejante al descubrimiento del mar en el que uno está navegando. Cuando nos "descu­brimos" a nosotros mismos hemos vivido ya durante unos diez años. Cuando somos capaces de reflexionar y tomar la vida en nuestras manos ya tenemos una concepción del mundo y unos valores que se han ido for­mando en el proceso de socialización. Empezamos a ser protagonistas de nuestra vida el día en que nos enfrentamos a nosotros mismos y pensamos en nuestra existencia como algo que debemos asumir y protagonizar. Por el contrario, en la infancia la vida se confunde con el entorno en el que se ha vivido. Lo que marca el inicio de la juventud es el descubrimiento de que el futuro que se abre ante nosotros no tiene por qué discurrir guiado necesa­riamente por el azar o por otras personas, como había sucedido hasta enton­ces, sino que puede ser en cierta medida conducido por nuestras decisiones.

Numerosos estudios contemporáneos de antropología utilizan un símil literario para referirse al esquema que puede dar razón de la vida hu­mana, y así se habla de la "estructura narrativa de la existencia". Cabe pensar en la vida humana como un todo cuya unidad depende de una narración que conecta el nacer con el morir. Acción, identidad y narración son concep­tos íntimamente relacionados con el desarrollo de la vida de los hombres. Los actos aislados pueden conside­rarse episodios de una historia cuyo final todavía no ha sido contado, y cada individuo resulta ser el coautor de la his­toria de su propia vida. Sólo coautor porque hay aspectos de nuestra biogra­fía sobre los que no tenemos un control absoluto: no nos han preguntado si queríamos existir, ni hemos elegido el cuerpo que tenemos, la época, el lu­gar y la cultura a la que pertenecemos, etc.

Además, para saber realmente quiénes somos tenemos que ser capa­ces de responder a la pregunta por las historias de las que formamos parte. La identidad personal se construye poco a poco; nos comprendemos a noso­tros mismos contando historias que organizan nuestras experiencias en se­cuencias coherentes. Yo soy, en parte, lo que heredo, un pasado específico que está presente de algún modo ahora; me encuentro también formando parte de historias que otros continuarán después de que yo haya muerto: soy el portador de una tradición.

Precisamente la mayor parte de las crisis de identidad se presentan cuando uno percibe su propia existencia como un conjunto de fragmentos discontinuos que no pueden articularse entre sí, como sucede a veces en las películas surrealistas en las que no se logra descubrir el argumento; no se puede encontrar el hilo conductor que dé sentido a los retazos sueltos que componen la película. Por ello, la totalidad resulta en su conjunto incom­prensible, es decir, absurda o sin sentido.

c) Los modelos de la existencia humana: Ulises como ejemplo

Uno de los primeros modelos de humanidad lo propuso Homero, en la Odisea. El viaje de de vuelta a casa de Ulises después de la guerra de Troya puede representar la vida humana en general. Cualquier vida es como la de Ulises, un camino de retorno hacia lo que se es. Como el viajero que vuelve siempre es distinto del que partió, el retorno hacia el origen lleva consigo un cambio. De este cambio depende lo que llamamos normalmente una vida plena o una vida truncada.

Aunque cada ser humano es absolutamente irrepetible e irreempla­zable, se pueden observar ciertas constantes o estructuras que configuran desde dentro cualquier existencia humana, que se ha comparado muchas veces con un viaje, o un relato. La figura de Ulises, según la narración de Homero en La Odisea — el viaje de vuelta al hogar después de la guerra de Troya— puede interpretrase como el primer arquetipo de la existencia humana, como la primera narración que establece el modelo según el cual discurre la vida humana. Cabe interpretar así las aventuras de Ulises como el modelo de las experiencias y encrucija­das de la existencia en las que cualquier ser humano puede encontrarse, y se encuentra de hecho, a lo largo de su vida.

Toda la vida humana tiene la estructura de un viaje de ida y vuelta. Toda la vida es un viaje a Itaca, una vuelta a casa, un retorno al lugar del que se ha partido pero enriquecido con experiencias nuevas. El héroe griego anhela volver a Itaca, para reunirse nuevamente con los suyos. El Ulises que partió hace veinte años y el que regresa son el mismo, pero no son lo mismo. Las acciones y los sufrimientos de esos lus­tros han modulado la identidad de quien era y sigue siendo el hijo de Laertes, el marido de Penélope, el padre de Telémaco y el rey de Itaca.

Tienen una particular belleza los pasajes dedicados a estudiar las re­laciones de Ulises con distintas mujeres: Calipso, la belleza inmortal capaz librar a quien ama del desgaste del tiempo; Nausicaa, la inocencia compa­siva que recoge al hombre roto en pedazos y le pone en condiciones de que pueda reconstruirse de nuevo; Arete, la hospitalidad salvadora que rein­serta en el ámbito social; Circe, la hechicera que degrada al varón hasta con­vertirlo en un mero animal; las Sirenas, quienes seducen al hombre con sus cantos y le distraen de su camino, para impedirle llegar al lugar donde se le espera; y Penélope, la mujer propia y, por ello, la más deseada, que con su fidelidad a sí misma y a su historia hace posible el reencuentro final de Ulises con ella y consigo mismo.

Así se pone de relieve como la identidad personal está forjada por lo que le es dado a cada ser humano —su nombre (familia), su tierra (la cul­tura y el lugar en los que ha crecido)—; y lo que el hombre hace de sí mismo (sus acciones). Y, para que el hombre pueda desarrollar una vida acorde con aque­llo que es, su identidad debe ser reconocida socialmente, de modo parti­cular por aquellas personas a las que le unen vínculos más estrechos y con las cuales desea convivir.

Con posterioridad a Homero, la figura de Ulises ha vuelto a ser en repetidas ocasiones el motivo literario utilizado para la trazar el arquetipo de la existencia humana. Se introduecen entonces diversas variaciones se­gún sean las interpretaciones de la vida. Se puede negar por ejemplo que haya una Itaca a la que volver, con lo que la existencia humana aparece como una salida de sí de la que no cabe retorno posible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario