domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 17

TEMA 17. RAZON POLITICA Y RAZON UTOPICA

La libertad capacita al hombre para diseñar su propia existencia. La libertad hace posible a los hombres configurar su propia sociedad, su cultura, sus leyes, su arte, su literatura... Pero, ¿hay existencias mejores y peores? ¿Hay sociedades mejores y peores? Es una pregunta difícil de contestar. De momento, parece claro que hay usos de la libertad y formas de organizar la vida social, que no son buenos porque no son "humanos". Son inaceptables. Por otra parte, vemos también que hay formas muy diversas de organizar la sociedad que han surgido históricamente en los diversos contextos cultura­les. Cada una ha tenido logros y defectos, virtudes y carencias. Cada sociedad ha procurado organizar la vida de sus miembros de acuerdo con la versión de lo "humano" que han aceptado como válida, y han procurado defenderla contra otras formas culturales que consideraban inferiores, perjudiciales, re­trógadas o peligrosas.

La pregunta pertinente, llegados a este punto, es si hay alguna forma de sociedad que sea la mejor, que sea la verdaderamente "humana". En tal caso, esa sería la sociedad perfecta y las demás serían mejores o peores en la medida en que se asemejaran más o menos a esta. Si atendiéramos sólo a la dimensión económica, cabría decir que las sociedades occidentales han lo­grado un desarrollo material mayor que el de cualquier otra sociedad en la historia. Pero, ¿la felicidad humana consiste sólo en los bienes materiales? La pregunta por la sociedad mejor, por la sociedad perfecta exige una concepción global de lo "humano": qué es lo mejor para el hom­bre y cómo se puede llevar a la práctica. Esta es la base de la ética y su dimen­sión social se manifiesta en el concepto de "utopía".

1. El concepto de "utopía"

En los momentos de crisis cultural y social suelen aparece una tendencia a pensar en la sociedad perfecta. Se considera que el presente es imperfecto y se idealiza un tipo de sociedad que dé cuenta de lo humano de una manera más adecuada. La utopía, aunque por definición es irrealizable, es el momento ético de todo pensamiento político.

La palabra utopía procede de dos palabras griegas: ou, no y topos, lu­gar. Significaría algo así como "lo que no está en ningún lugar". El término fue acuñado por Tomás Moro, humanista británico del siglo XVI, para de­signar la isla de Utopía, donde situó su relato sobre una república ideal.

La utopía se puede definir como un modelo o construcción teórica en la que se esboza la organización de una sociedad perfecta, irrealizable —o al menos irrealizada— en su totalidad y que implica una crítica negativa a la sociedad realmente existente en el presente. Las utopías, pues, consisten en relatos acerca de cómo debería ser la sociedad perfecta, la mejor sociedad po­sible, aunque siendo consciente de que esa sociedad no es alcanzable en la realidad.

El pensamiento utópico ha surgido en diferentes momentos de la historia, ligado principalmente a momentos de crisis social. Es comprensible que la conciencia de crisis acerca de la sociedad presente dé lugar a aspiracio­nes de un mundo mejor, ya que se piensa que el que se tiene es tremenda­mente deficiente. El pensamiento utópico surgió ya en la antigua Grecia, en el momento de declive de la democracia ateniense. Una de las primeras utopías es la de Hipódamo, arquitecto que vivió durante la primera mitad del siglo V a.C. Su visión ideal de cómo debía estar organizada la polis nos ha sido transmitida por Aristóteles. Sus puntos fundamentales eran los siguientes: a) limitación a diez mil del número de habitantes de cada ciudad; b) distribución de los mismos en tres clases sociales: labradores, artesanos y guerreros; c) división en tres partes del territorio del Estado: una sagrada, para atender a los gastos del culto religioso; otra pública, para costear los gas­tos militares; y una tercera, distribuida individualmente entre los labrado­res; d) imposición de fuertes restricciones a la propiedad privada, al conside­rar que una inadecuada distribución de la misma es la fuente de numerosos males para la sociedad. Para Hipódamo, una sociedad que estuviera organi­zada de acuerdo con estos criterios no podría dejar de ser la mejor de las so­ciedades humanas.

Otros momentos históricos en los que surgieron importantes uto­pías fueron la época final de la alta edad media, el Renacimiento, el co­mienzo de la sociedad industrial, y últimamente, la transformación de la so­ciedad industrial en post-industrial. En cada época, la sensibilidad cultural y filosófica ha tenido sus propias perspectivas y aspiraciones. Pero todas ellas coinciden en el hecho de que surgen en momentos de crisis social, de cam­bio de una situación que se considera agotada a otra que promete realizar las esperanzas de mejora.

2. Utopía y realidad

La utopía es una formulación de las condiciones ideales de la convivencia política perfecta. En esa medida el pensamiento utópico no atiende a la realidad ni a la práctica. A pesar de eso la utopía suele ser el acicate y el motor de la acción política y, en muchas ocasiones, la manera de discernir qué es lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente.

La utopía se propone a sí misma como una especulación teórica acerca de la sociedad ideal. El modelo social que diseña prescinde habitual­mente de las condiciones reales históricas de la sociedad presente. No se trata de pensar cómo podemos mejorar poco o mucho la sociedad que te­nemos sino que trata de establecer la forma de organización social mejor en términos absolutos, esto es, sin tener en cuenta la situación actual de la so­ciedad. Resolver los problemas cotidianos es una ocupación del hombre práctico, del político. El filósofo utópico se desentiende de esas cuestiones co­tidianas para centrarse en la descripción del modelo ideal, en el que se reali­zaría de modo perfecto la convivencia humana.

Sin embargo, la utopía no está completamente desconectada de la práctica. En un principio, la utopía se propone como un ideal irrealizable en la historia. Al desatender las circunstancias reales históricas de la sociedad presente, elude los problemas que esas circunstancias plantean, y se sitúa en unas condiciones ideales. Por ejemplo, algunas utopías pretenden dibujar cómo sería una sociedad en la que los hombres no fueran egoístas y se ayu­daran unos a otros. El relato resultante es, sin duda, muy bonito y atractivo. El problema es que, de hecho, los hombres somos con frecuencia egoístas y nos ayudamos unos a otros sólo de vez en cuando, cuando tenemos buenas razones para hacerlo. Un modelo de sociedad que tomara como premisas la bondad y generosidad perpetua de sus miembros no sería realizable, por que sus premisas no son verdaderas. En este sentido se dice que es un modelo utópico de sociedad. Con todo, la utopía incide sobre la vida práctica en la medida en que se constituye como criterio de actuación para el político.

Aunque el político renuncie de antemano a la realización completa del ideal, la utopía le puede servir de criterio de orientación para tomar unas decisiones u otras, para favorecer unas conductas o prohibir otras. Es famoso el ejemplo de Platón. En La República, este pone en boca de Sócrates —su maestro y personaje principal de sus Diálogos— sus ideas acerca de cómo debería ser una sociedad justa. En la conversación con otros ciudada­nos atenienses, Sócrates responde a regañadientes a las preguntas sobre qué es la justicia y cómo habría de ser la organización social para que se pudiera decir que es justa. En el contexto de la filosofía platónica, esas cuestiones plantean en realidad la pregunta por la sociedad perfecta, ya que el filósofo —de acuerdo con Platón— se ocupa de las ideas, es decir, de las esencias de las cosas y no de sus realizaciones imperfectas en el mundo o en la historia. Así, Sócrates describe a sus interlocutores cómo sería la sociedad ideal, la so­ciedad perfecta, pero siendo consciente de que ese modelo nunca llegaría a realizarse en ninguna sociedad concreta, ya que el mundo de las sociedades históricas es el mundo de lo imperfecto, de lo caduco y cambiante. De todas formas, aunque nunca llegara a existir la sociedad justa, es conveniente dis­cernir qué es lo justo y qué lo injusto, porque eso nos ayudaría a la hora de acción política a ser buenos gobernantes. Platón tuvo ocasión de ocuparse de las cuestiones prácticas, cuando fue llamado por el rey de Sicilia para ayu­darle en el gobierno de aquella región. El resultado de su tarea fue un fra­caso, hasta el punto de que fue vendido como esclavo por sus enemigos y tuvo que ser rescatado por sus compañeros atenienses.

3. La función crítica de la utopía

Las utopías son optimistas porque creen que el hombre es capaz de vivir en armonía social y acusan el sistema presente de impedirlo. Por ello, cuando miran a la actualidad solo ven problemas negativos. Pero, en la medida que creen que la organización social solucionará los problemas del hombre, su optimismo deviene en ingenuidad. No hay ninguna forma política que no posea sus lados oscuros.

Las utopías surgen en momentos de crisis histórica. Esos momentos se caracterizan porque la conciencia que la sociedad ad­quiere sobre los problemas que le aquejan es mayor que la esperanza de re­solverlos. Los aspectos negativos se viven como mayores y más importantes que los aspectos positivos. De ahí surge la necesidad de proponer una solu­ción, de vislumbrar otro orden de cosas, aunque de momento no se vea la manera de llevarlo a la práctica.

El contenido de los modelos sociales utópicos está en relación con la definición de los problemas. Por eso, las diferentes utopías que se han pro­puesto desde la filosofía social subrayan más los aspectos económicos, políti­cos, religiosos, etc., de acuerdo con los problemas que cada época o cada co­rriente de pensamiento político ha considerado más urgentes o más impor­tantes para la buena organización de la sociedad.

En cualquier caso, el pensamiento utópico ha tenido siempre una función crítica respecto a la sociedad en la que surge. La utopía se propone desde el deseo de alcanzar la sociedad perfecta. Por eso, directa o indirecta­mente, la utopía señala los aspectos societarios que considera negativos y construye un modelo en el que esos problemas quedarían resueltos. El pen­samiento utópico une el optimismo antropológico con el pesimismo socio­lógico. Al proponer idel de perfección considera que los seres humanos son capaces de convivir en armonía y justicia. Pero la situación presente no lo permite, precisamente por los problemas que la aquejan. La utopía critica el mal que hay en la sociedad. Pero ese mal no está en los seres humanos sino en la deficiente organización social en la que viven. Por eso, muy a me­nudo, el pensamiento utópico se ha presentado como una propuesta de "re­forma de la organización social". Si se consiguiera —propone la utopía— organizar bien la sociedad, entonces todos los problemas se resolverían.

Para valorar esta propuesta del pensamiento utópico podemos re­cordar lo tratado en el capítulo sobre la estructuración social. Las es­tructuras sociales tienen frecuentemente una ambivalen­cia moral. Así, las relaciones de cooperación generan situaciones de depen­dencia y de opresión jerárquica. Lo mismo se podría decir de otras formas de organización social. En realidad, todas las maneras de estructurar la socie­dad, aunque se propongan con muy buena intención, son susceptibles de co­rrupción y pueden dar lugar a efectos perversos. Actualmente asistimos a ejemplos de corrupción en el seno de las sociedades democráticas que poco tienen que envidiar a los de otras sociedades. No es la organización social o política la que hace buenos o malos a los hombres, sino quizá más bien al revés.

4. La función política del pensamiento utópico

Los grandes cambios provocados en la modernidad de una sociedad que se creía inmutable vinieron a hacer compatibles la utopía y la ciencia. El éxito de las cienicas experimentales y la técnica podrían también trasladarse a la organización social. De este modo los científicos sociales formulan sus pensamientos en nombre de la ciencia y estas formulaciones, que en sí mismas son utópicas, se aplican a la realidad cueste lo que cueste. Es la aparición de los totalitarismos del siglo XX, una forma de tiranía que se legitima en nombre de la justicia social, la igualdad y la paz.

Hay, en la génesis histórica de las utopías, un punto de inflexión en la relación entre pensamiento utópico y actividad política. Corresponde a la mayor parte del siglo XIX y a las primeras décadas de nuestro siglo. En esta época hay numerosos intentos, de mayor o menor entidad, para llevar a la práctica los modelos utópicos diseñados por distintos pensadores y filósofos. Si en épocas anteriores se consideraba irrealizable el sueño utópico, ahora va a adoptarse con frecuencia la idea de que no sólo es posible sino que es nece­sario realizar en la práctica las exigencias de la justicia ideal.

a) La versión moderna de la utopía

Las condiciones históricas que explican este cambio de mentalidad van unidas al comienzo de la sociedad industrial y a la filosofía racionalista moderna. En síntesis estas condiciones históricas son las siguientes:

1. La sociedad occidental sufre desde mediados del siglo XVIII una serie de transformaciones de una intensidad y extensión hasta entonces des­conocidas. En lo económico, la revolución industrial ha transformado la forma de trabajo de la gente; la producción y los mercados se han incremen­tado tremendamente; las fábricas han sustituido a los arados y parece que una nueva forma de organizar la vida material de las personas se está con­solidando. En lo político, la revolución democrática que comenzó en Norteamérica y después en Francia se ha ido extendiendo por otros países. La organización política y social del Antiguo Régimen, que parecía inmuta­ble, se ha venido abajo en apenas unas décadas. La conmoción que estos cambios tan profundos supone para el pensamiento entonces vigente sobre la sociedad lleva a plantearse nuevas preguntas: ¿son posibles otras formas de organizar la sociedad? Si ello es así, ¿se puede intervenir sobre los cam­bios sociales? ¿podemos modelar la nueva sociedad? Lo que en las socieda­des tradicionales parecía inmutable —las formas tradicionales de trabajo, la división estamental, la monarquía—, se vive ahora como alterable y, por eso, planificable. Se abren grandes posibilidades de modelar una sociedad mejor.

2. La ciencia moderna, especialmente la física, aparece como el para­digma de conocimiento riguroso y verdadero. El prestigio de la ciencia mo­derna proviene, en gran medida de su aplicación a la práctica. Los inventos técnicos han hecho posible el desarrollo de la economía, los grandes avances en la producción, en los transportes, las comunicaciones, etc. La ciencia y la técnica, resultado de la razón científica, disfrutan en esta época de un éxito social sin precedentes.

3. Hay un clima generalizado de optimismo intelectual. Estamos en la era del "progreso" del pensamiento ilustrado. La conjunción del saber científico con la posibilidad de intervenir en el desarrollo de la organización social, abre nuevas perspectivas e ilusiones al mundo intelectual. Ahora se puede hacer un análisis verdaderamente "científico" de la organización so­cial. Ahora se pueden tomar medidas políticas fundadas en un conoci­miento verdadero y riguroso. Se confía ciegamente en que la aplicación de la ciencia a la sociedad traerá una mejora de la vida de la gente similar a la que ya se ha dado en la economía.

Con estas esperanzas surgen diversos intentos de lo que más ade­lante se ha llamado "ingeniería social". Uno de los intentos más conocidos fue el del "socialismo utópico". Los problemas de la primera sociedad indus­trial eran lacerantes para la condición obrera. Robert Owen, François Fourier y otros promovieron el establecimiento de comunidades de trabajadores or­ganizadas sobre la base de la abolición de la propiedad privada, de la familia y del dinero como medio de cambio, para lograr condiciones de vida más humanas de acuerdo con sus respectivas ideas acerca de la justicia social. Estos experimentos terminaron en sucesivos fracasos. Marx, por aquel en­tonces criticó a los socialistas utópicos, no por sus intenciones sino por los métodos que escogieron para llevarlas a cabo. Según Marx, la acción política había de fundamentarse en un análisis científico de la historia y la organiza­ción social. De este análisis surgió lo que él llamó el materialismo o socia­lismo científico.

Diversas teorías sociales y políticas de esa época se presentaron a sí mismas, no sólo como una propuesta filosófica más, sino como el verda­dero análisis racional de la organización social. Por esa razón, exigían ser llevadas a la práctica, porque gracias a ellas, la humanidad encontraría al fin la paz y la justicia en la sociedad perfecta.

b) Los peligros del pensamiento utópico

Esta manera de enfocar la realización práctica de la justicia ideal ha traído tristes resultados posteriores. Las diferentes formas de totalitarismo que ha contemplado nuestro siglo han defendido sus actuaciones sobre la base de una utopía trasformada en ideología de partido. Así, el comunismo soviético legitimaba su régimen sobre la idea marxiana de realizar la socie­dad sin clases donde la justicia y la igualdad social se pudieran alcanzar. El régimen nazi también encontró su justificación en las ideas, entre otros, de Nietzsche sobre el superhombre y la voluntad de poder.

Cuando la utopía se ha convertido en la ideología política del par­tido que ha llegado al poder, con frecuencia se ha convertido en tiranía y te­rror para la sociedad que pretendía mejorar. Un antecedente de ello es Robespierre, que en su intento de lograr una sociedad virtuosa, nos legó la guillotina como símbolo de terror social y de arbitriedad política. En reali­dad, la tiranía es la consecuencia natural de adoptar una utopía como pro­grama político. Si la utopía es la única forma perfecta, justa y buena, de or­ganizar la sociedad, eso significa que todas las demás soluciones o propues­tas son malas, imperfectas, injustas. Y, por eso, deben ser reprimidas, por el bien de la sociedad y de sus miembros.

La experiencia de los totalitarismos del siglo XX ha hecho desapare­cer la idea de que se pueda encontrar científicamente la solución a todos los problemas sociales, que esa solución se pueda formular en un modelo y este deba ser aplicado mediante alguna forma de ingeniería social.

c) Críticas al utopismo

La Escuela de Frankfurt ha expresado este rechazo de diversas for­mas en las últimas décadas. En conjunto se suele denominar su actitud filo­sófica como "teoría crítica". Su idea es que no hay un modelo positivo de so­ciedad ideal. Sí es verdad, dicen estos autores, que hay criticar los aspectos negativos de la sociedad actual. Pero no se puede proponer una alternativa positiva porque no tenemos ningún modelo aceptable de cómo debería ser la sociedad para ser justa.

Popper, filósofo austríaco afincado en Londres, en su crítica del mar­xismo y de los totalitarismos, propuso el lema de la "sociedad abierta". No hay, dice, un modelo global de sociedad justa. Pero sí sabemos que hay ac­tuaciones y valores mejores que otros. Es mejor la libertad que la opresión, es mejor la educación que la ignorancia, etc. Por eso, se pueden identificar problemas puntuales en la sociedad que vivimos y tratar de solucionarlos, aunque sin pretender llegar a una sociedad perfecta, que no existe. La acción política consistiría en definir problemas sociales y dar soluciones discretas, que no interfieran —o interfieran lo menos posible— con otros aspectos de la sociedad. Así, el problema de la pobreza exigiría tomar medidas de ayudas sociales pero sin generar situaciones de dependencia ilimitada respecto del Estado y sin hipotecar su capacidad de acción pública por sus compromisos sociales.

5. Razón política y razón utópica

El final del siglo XX se caracteriza por la renuncia al pensamiento utópico como forma política. Pero esto no implica la renuncia a la justicia social o a la igualdad. Significa que el hacer político posee unos problemas que son solucionables de muchos modos. La acción política es precisamente el diálogo entre las diversas maneras de solucionar un problema y el acierto en la elección. Y entre las elecciones hay algunas mejores, otras peores y otras inaceptables. Entre los límites de lo humano y lo inhumano hay una variedad casi infinita de soluciones políticas, de acuerdos entre las opiniones.

Que la sociedad perfecta sea irrealizable en la práctica no significa que no podamos distinguir entre lo que es justo y lo que no lo es, entre lo que es "humano" y lo que no lo es. En realidad, el problema de la realiza­ción práctica de la utopía es el problema del bien y de la justicia social. Declarar irrealizable la sociedad perfecta no significa necesariamente renun­ciar a la justicia ni a distinguir entre lo bueno y lo malo. La ley del "todo o nada" aquí no es adecuada. Entre otras cosas porque si se identifica justicia y utopía se le hace un flaco favor a ambas, ya que se desvirtúa su mejor signi­ficado. El problema de la relación entre justicia y utopía es análogo al que se trató en el tema 2 acerca de la relación entre la verdad accesible al cono­cimiento humano y la Verdad Total. Allí decíamos que nadie puede pre­tender haber alcanzado la Verdad absoluta y situarse en el Punto-de-Vista-de-Dios-Padre, por la sencilla razón de que la forma humana de conocer es siempre limitada, parcial y mejorable. Renunciar a la Verdad absoluta no implica abandonarse al relativismo: sabemos que hay cosas verdaderas y co­sas falsas. Aunque a veces nos equivoquemos, es patente que el conoci­miento humano ha ido progresando a lo largo de la historia. Precisamente porque somos conscientes de que nuestro conocimiento no es absoluto —de que no agota la totalidad de la Verdad— podemos y debemos seguir investi­gando. Saber que no lo sabemos todo es la condición de posibilidad de que podamos saber más.

Con respecto a la justicia y la utopía, la relación es análoga. La utopía se presenta como el Bien-Social-Total. Este no es realizable en la práctica pero eso no implica que debamos renunciar a un criterio positivo acerca de lo que es justo e injusto. Nunca alcanzaremos la sociedad perfecta, pero sa­berlo nos ayuda a darnos cuenta de que la nuestra es mejorable. Renunciar a la utopía no lleva consigo la aceptación del "todo vale".

Además, muchas veces, las cuestiones políticas no son asuntos ce­rrados. Los problemas políticos son abiertos en el sentido de que no hay una única solución justa, que haga a las demás injustas. Por lo general, para cada problema o tema de gobierno suele haber diversas soluciones aceptables. Quizá haya algunas mejores técnicamente o más oportunas desde el punto de vista de las circunstancias concretas del momento. Pero, en pocas ocasio­nes hay una solución política perfecta, excluyente de las demás.

La política no es solo una actividad moral o racional. Ciertamente, la política tiene una dimensión moral y una dimensión de saber. Pero una ter­cera dimensión, quizá la más nítida, es la que podríamos llamar dimensión estética. Con frecuencia, las cuestiones políticas son cuestiones de estilo. En buena medida, la política es como el arte: no hay una única manera de pin­tar un buen cuadro, ni hay sólo un buen retrato de la misma persona. Es cierto que hay diversas sensibilidades artísticas de acuerdo con las épocas históricas. Lo mismo ocurre en política. En el arte, las diversas corrientes o estilos que se adoptan son fruto de la innovación y del diálogo que precede a la aceptación. Triunfan las formas de expresión que se consideran maneras adecuadas de mostrar lo humano o lo real a través de la pintura, la escul­tura, la arquitectura, la literatura... Evidentemente, hay muchos más edifi­cios que sociedades, por eso la variabilidad de la arquitectura es mucho ma­yor que la de la política. No hay que llevar la analogía entre las bellas artes y la política demasiado lejos. Pero sí parece válido decir que en ambas es pre­ciso que haya la posibilidad de innovación y que en ambas es necesario el diálogo, en el sentido de que todo aquel que tenga algo que decir, lo pueda decir, y sea luego la comunidad de artistas o de ciudadanos la que valore si aquello es digno de ser aceptado como una buena forma de expresar lo hu­mano o lo real.

La política es esencialmente un diálogo a la búsqueda de soluciones a los problemas sociales o de mejores formas de convivir en sociedad. Para que un diálogo sea posible es preciso que los interlocutores se pongan pre­viamente de acuerdo sobre algunas cosas, como el idioma que van a usar, los turnos en los que cada uno interviene, de qué temas se va a hablar y de cuáles no, etc. El diálogo político actual designa a todos los ciudadanos como interlocutores relevantes según las reglas del sistema democrático. Y cada uno de ellos, a través de las insitituciones políticas o de los diversos cauces de la opinión pública, pueden intervenir en el diálogo. Esta confrontación de ideas, opiniones, intereses y puntos de vista, enriquece el mismo diálogo social y, con frecuencia, facilita el hallazgo de soluciones adecuadas a los problemas presentes.

¿Vale entonces cualquier opinión o cualquier forma de intevenir en el diálogo social? No. El pensamiento utópico, por ejemplo, tiene el peligro de creer que sólo él está en posesión de la verdad y de la solución a todos los problemas de la sociedad. Declara que sólo él puede llevar la paz y la felici­dad a la sociedad, y de esa manera, excluye del diálogo político a las demás opiniones o puntos de vista. El pensamiento utópico declara incompetentes a los demás interlocutores.

Hay otras formas inválidas de intervenir en el diálogo político. Por ejemplo, la del ignorante. Los problemas políticos tienen a menudo una dimensión técnica que exige serios conocimientos para poder opinar con sentido. No se puede juzgar con detalle sobre un presupuesto si uno carece de conocimientos suficientes de contabilidad o de teoría económica. Tampoco son fomas válidas de intervenir en el diálogo político la violencia, la tortura o el chantaje.

La diferencia entre la utopía y el genuino diálogo político podría ex­presarse así: para la utopía sólo hay una forma "humana" de organizar la sociedad; por el contrario, la política genuina exige que la forma de organi­zar la sociedad sea el resultado de un diálogo "humano", es decir, aquel que se establece desde unos presupuestos sensatos, razonables. Cada época ha de­finido como "sensatos" unos parámetros, unas formas de actuación propias. La filosofía social tiene la misión de reflexionar sobre esos presupuestos.

¿Cuáles son los presupuestos que hacen "humano" un diálogo so­cial? En el capítulo anterior nos referimos a los derechos humanos como al reconocimiento público de los límites inviolables del diálogo social. Los de­rechos humanos son un buen punto de partida para el diálogo social, no tanto porque casi todos los países han acordado en aceptarlo, sino más bien porque son una de las mejores expresiones que tenemos de lo que significa "ser humano" en sentido moral. Por eso mismo, los derechos humanos no son sólo el presupuesto inicial del diálogo político sino también un marco de referencia para juzgar acerca de los resultados de nuestro diálogo. Aparece aquí la dimensión moral de la política, que sin adoptar exclusivis­mos utópicos sabe reflexionar sobre lo que en una sociedad es humano y so­bre lo que no lo es.

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