domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 4

TEMA 4. MI CUERPO. LA CORPORALIDAD EN LA EXISTENCIA HUMANA

a) Guión

4. Mi cuerpo. La corporalidad en la existencia humana

1. Organismos, almas y cuerpos

2. La intencionalidad del cuerpo

a) El cuerpo propio como fundamento del mundo vital, del arte y de la cultura

b) El cuerpo y la estructura empírica de la existencia humana

c) Las técnicas del cuerpo

3. El cuerpo vehículo y expresión de la subjetividad

a) Corporalidad y expresividad

b) La representación de la corporalidad y el cuidado del aspecto

c) Plenitud corporal y belleza

4. Cuerpos y personas

b) Desarrollo

c) Textos para comentario

Descartes, R., Discurso del método, Parte IV, Planeta, Barcelona 1989, pp. 26-7.

Luypen, W., Fenomenología existencial, Ed. Carlos Lohlé, Buenos Aires 1967, pp. 29-30.

Gevaert, J., El problema del hombre. Introducción a la antropología filosófica, Sígueme, Salamanca 1987, pp. 92-3.


TEMA 4. MI CUERPO. LA CORPORALIDAD EN LA EXISTENCIA HUMANA

Después de haber visto las características generales de los seres vivos, vamos a detenernos a considerar lo que significa para el hombre ser corpó­reo, es decir, no sólo tener un cuerpo —como quien tiene un sombrero o un reloj—, sino tener un cuerpo que es parte esencial de uno mismo. Como veremos, se puede decir que más que tener un cuerpo, el hombre es su cuerpo, aunque no sea únicamente su cuerpo.

1. Organismos, almas y cuerpos

El modo en que un cuerpo vivo organiza sus elementos es totalmente diferente a la organización de la materia inerte. Porque el cuerpo vivo puede realizar acciones desde sí mismo que le permiten seguir viviendo e incluso crear seres semejantes a él. En sentido estricto un cuerpo es un cuerpo vivo.

La palabra “cuerpo” se puede utilizar al menos en dos sentidos. El primero puede aplicarse a cualquier objeto material que ocupa un lugar en el espacio. Así, si se nos mete una mota de polvo en el ojo, podemos decir que se trata de un cuerpo extraño, o podemos utilizar un proyector de cuer­pos opacos para mostrar algunas fotografías en clase. También en este sen­tido, todos los animales tienen un cuerpo localizable en un lugar concreto del espacio. Según otra acepción la palabra “cuerpo” se reserva para deno­minar el organismo de los seres vivos.

Todos los cuerpos —en el primer sentido que hemos mencionado— están sometidos a las leyes físicas que rigen el universo material: la ley de la gravedad, las leyes de la termodinámica, etc. Pero los organismos vivos cumplen además las leyes biológicas por las que todos nacen, se nutren, cre­cen, pueden reproducirse, y mueren.

Al hablar de la psique, se ha explicado ya que ésta se comporta en re­lación con el cuerpo al que constituye y vivifica como la forma en relación con la materia. Con todo, suele llamarse “psique” sólo a la forma de los seres vivos para distinguirla de la de los inertes, porque los seres vivos tienen ca­racterísticas de los que los inertes carecen. Los cuerpos inertes —un trozo de mármol, un anillo de oro, etc.—, y las máquinas —un molinillo de café o una lavadora— no tienen psique. Porque la forma que organiza esa materia inerte no tiene la capacidad de realizar operaciones por sí misma y desde sí misma; únicamente es capaz de organizar los elementos materiales que componen ese anillo, o esa lavadora, y le hacen ser lo que es: la estructura de un diamante sólo da para convertir en diamante unos átomos de carbono; presenta así unas propiedades y no otras —distintas de las del grafito— pero el diamante no hace nada por sí mismo, no realiza opera­ciones. Se limita a ser lo que es: un diamante. Se agota en sí mismo. Está en un espacio llenándolo simplemente.

Por contra, la forma de los vivientes, además de organizar la mate­ria, tiene la capacidad de realizar operaciones inmanentes: puede moverse a sí misma a obrar. La estructura de una ameba no sólo convierte en ameba a unos átomos de carbono, hidrógeno, etc. sino que al convertirlos en ameba les confiere la capacidad de llevar a cabo determinadas acciones. Es su ser ameba —y no otra cosa— lo que posibilita a ese organismo desarrollar una conducta, por elemental que sea. Con lo que una ameba no es simplemente lo que es: actúa. No se agota en sí misma; y no está simplemente en un es­pacio llenándolo sino que lo habita. Por eso, los seres vivos viven en un medio ecológico mientras que las piedras sólo lo forman parten de él.

El organismo de los seres vivos está formado, en un primer nivel, por los mismos materiales básicos que componen el resto del planeta —los elementos químicos de la tabla periódica de Mendeleyev: carbono, calcio, hidrógeno, hierro, etc.—. Estos elementos son organizados por la psique en unas estruc­turas específicas, peculiares de los seres vivos, y que estudia la química or­gánica: proteínas, ácidos nucléicos, etc. Pero en un segundo nivel, que im­plica ya una estructuración u organización, el cuerpo de los vivientes está formado por un conjunto de partes heterogéneas llamadas “órganos”, que desempeñan distintas funciones en beneficio de la unidad del viviente. Por eso a los cuerpos vivos se les llama “organismos” porque se componen de órganos especializados —vacuolas, pulmones, hígado, etc.— que se especia­lizan en la realización de determinadas funciones para lograr el desarrollo vital del individuo. Por eso, un organismo vivo es una organización de or­ganizaciones. Cada nivel de análisis es una organización de elementos que ya están organizados en el inferior. Pero la unidad del ser vivo es la unidad del organismo total y su estar vivo significa que el organismo mantiene como tal su unidad. El organismo es la unidad real y activa de los órganos y perder la unidad es morir, por mucho que algunos órganos puedan sobre­vivir a la muerte del ser vivo y ser trasplantados después.

2. La intencionalidad del cuerpo

El mundo humano se configura en primer lugar por su cuerpo. El orden del mundo se define en relación a nuestras coordenadas corporales, no en respecto a cordenadas cartesianas. Por eso se dice que el cuerpo abre el mundo humano. La referencias básicas y primarias con las que nos situamos dependen de cómo es nuestro cuerpo. Lo que podemos percibir o sentir, el punto de vista que ofrece nuestro cuerpo define las características del mundo. Como no tenemos cuerpo, sino que somos, en parte, un cuerpo, el mundo siempre tiene ese carácter espacio-temporal; lo tiene antes de que nos enfrentemos a él teóricamente. El primer significado que posee el mundo viene dado por nuestro cuerpo. Además, el modo que tenemos de entendernos a nosotros mismos como cuerpo es el producto de un aprendizaje social.

A partir de ahora, al hablar del cuerpo vamos a usar esta palabra para referirnos exclusivamente al organismo de los vivientes y, más en concreto, al organismo humano. Pues bien, una de las primeras características que po­see el cuerpo humano es su carácter intencional. ¿Qué significa aquí inten­cionalidad? En el lenguaje ordinario, la palabra intención señala el propó­sito o la pretensión de hacer algo. Así, por ejemplo, cuando no pensamos hacer determinada cosa, o ir a un lugar decimos: "no tengo ni la menor in­tención". Intencionalidad es, por tanto, dirigirse hacia un objetivo concreto.

En el lenguaje filosófico “intencionalidad” —que deriva etimológi­camente del verbo latino “in-tendere”, tender hacia— significa inclinarse a algo, dirigirse hacia algún tipo de objetivo. Más concretamente, la intencio­nalidad es una característica del conocimiento o de la conciencia por la que tiende hacia aquello que es distinto de sí misma. Es decir, la intencionali­dad es la tendencia a salir de sí para alcanzar un objetivo que perfecciona. Tender a algo, dirigirse hacia, es lo contrario a estar clausurado o cerrado so­bre sí mismo. Y éste es el sentido en el que hablamos de la intencionalidad del cuerpo. El organismo vivo no está encerrado en sí mismo, sino que se instala en un mundo, en un ambiente en que habita. Justo porque somos cuerpos vivos y no mentes dentro de máquinas, por un lado, o seres inertes, por otro, habitamos en el mundo.

Una roca está encerrada en sí misma. Aunque se sitúe en un valle, no entra realmente en relación con lo que hay en él. Sin embargo, un orga­nismo vivo establece un tipo de relación con su medio: vive a golpe de metabolismo. Y en el caso del hombre su medio ecológico se ex­tiende a la totalidad del universo, hasta las más lejanas estrellas que con­templamos y a las que hemos puesto nombre. Pero ese estar en un mundo depende de nuestro organismo que predefine el mundo en que habitamos. Tampoco estamos en el mundo como un fantasma en su castillo, porque el fantasma —si lo hubiera— no se relacionaría con su castillo, no interactua­ría con él. Si lo hiciera, ya no sería un fantasma. El cuerpo nos abre al mundo y lo configura.

El cuerpo humano es intencional tanto en los niveles no cognosciti­vos —desarrollo embriológico, nutrición y crecimiento, reproducción y movimiento local— como en los niveles cognoscitivos —sensación, percep­ción, deseos y tendencias y acciones—. Nuestro cuerpo es fruto de una adap­tación al mundo y se corresponde con él. En su proceso de autoconstitución, el cuerpo ha de salir de sí para llegar a la plenitud: los órganos nutritivos es­tán referidos a los alimentos, los órganos sexuales a los complementarios, el sistema motor a un mundo físico, etc. Nuestro cuerpo tiene las característi­cas que tiene porque vivimos en el mundo en que vivimos y, a la vez, el mundo es como es porque nuestro cuerpo presenta determinadas caracterís­ticas. El cuerpo y el mundo se corresponden y se configuran mutuamente. Nuestros dientes o nuestro aparato digestivo presenta características precisas porque nos alimentamos como nos alimentamos y, a la vez, si nuestro apa­rato digestivo fuera diferente, nuestro mundo real también lo sería. Es nues­tro cuerpo el que nos saca de nosotros mismos y nos pone en relación con los demás seres. Y, por eso, se ha dicho siempre que el cuerpo es la munda­neidad —el estar en el mundo—; el vehículo de nuestro ser en el mundo.

a) El propio cuerpo como fundamento del mundo vital, del arte y de la cultura

El propio cuerpo es de alguna manera y al mismo tiempo interior y exterior a nosotros mismos. Poco a poco nos vamos haciendo conscientes de la unidad entre mi yo y mi propio cuerpo. Por ejemplo, un niño de pocos meses "descubre" partes de su cuerpo —las manos, los pies— como si fue­ran otros objetos más del mundo exterior —como pueden ser el osito o el chupete—. Más adelante, si enseñamos a ese niño su propia imagen refle­jada en el espejo y le preguntamos "¿quién es?", lo más probable es que diga que se trata de "un nene". Sólo más tarde aprenderá que el espejo le pre­senta su propia imagen, y dirá entonces que es "el nene", y sólo bastante más adelante podrá decir "soy yo". Cuando comienzan a adquirir el lenguaje, los niños hablan de sí en tercera persona, y no en primera. Así, el cuerpo va de­jando de ser considerado un objeto exterior a nosotros mismos, para incor­porarse a la subjetividad, hasta que llega a fundirse con el sujeto que soy yo. Y sólo a través de ese largo proceso de aprendizaje del propio cuerpo se cons­tituye la subjetividad real. Aprender el propio cuerpo es la forma más ele­mental de aprenderse a sí mismo. De la misma manera, el mundo exterior y el mundo interior adquieren sentido uno en función del otro, llegando a constituir un único mundo vital, en el que discurre nuestra existencia.

Nuestro propio cuerpo se nos presenta entonces no como una cosa que está simplemente ahí o solamente como un organismo. Nuestro propio cuerpo nos está dado para nosotros mismos como lo está el cuerpo ajeno, o como el de un enfermo a un médico. El médico puede ver la úlcera en el es­tómago de otro, pero cuando la úlcera es suya la siente de otro modo: le duele. El cuerpo de cada uno se le aparece no como un objeto en el mundo sino como un conjunto de posibilidades. Antes de que aprendamos a vernos en un espejo y seamos capaces de observarnos como lo hacen los demás, sa­bemos algo de él. Y eso que sabemos de nuestro cuerpo antes de que poda­mos verlo desde fuera es, por una parte, cómo se encuentra y, por otra, qué podemos hacer con él: gatear, movernos de un sitio a otro, coger cosas, acari­ciar o golpear. Lo primero que un niño aprende de su estómago es que le duele y lo primero que sabe de su altura no viene dado por un metro sino por los sitios a los que llega y a los que no llega. Su estatura de­termina dos zonas del mundo: lo alcanzable y lo inalcanzable, lo que se puede tocar y lo que cabe sólo mirar.

Por eso, lo que significa para nosotros lo real depende sobre todo de lo que podemos hacer con ello. El primer tipo de conducta que se da en los humanos es la manipulación: cogemos las cosas, les damos vueltas, las desarmamos, vemos qué podemos hacer con ellas, para qué sir­ven... La primera unión con el mundo físico no se realiza por medio del pensamiento: no se piensa, se ejecuta. Nuestra manera primordial de estar en el mundo no es contemplativa es activa; nos sitúamos primariamente en el mundo como agentes y no como espectadores —eso lo haremos des­pués—. Al principio no observamos el mundo, lo manipulamos. Y no sólo los niños tienden a hacerlo. Todos hemos visto el cartel "No tocar" en una tienda o en un museo... porque todos tendemos a manipular las cosas, a en­trar en con-tacto con ellas para conocerlas mejor. En nuestra acción sobre el mundo, la unidad entre la realidad externa y nosotros mismos no es prima­riamente de índole intelectual. Por eso, se puede decir que el propio cuerpo es el fundamento del mundo vital, del arte y de la cultura, que son dimensiones de la vida humana que no podrían existir sin la inter­vención del cuerpo. El mundo en que vivimos y que, a ratos, observamos es el que es porque podemos hacer lo que podemos hacer; y nos cabe hacer lo que nos cabe hacer porque tenemos el cuerpo que tenemos.

b) El cuerpo y la estructura empírica de la existencia humana

El hombre no puede vivir en un mundo caótico, sin referencias. El ser humano, en cuanto llega a un ámbito geográfico nuevo lo primero que hace es estructurarlo poniendo nombre a los sitios, estableciendo determi­nados límites, y puntos de referencia, etc. Lo mismo sucede cuando en vez de llegar a una tierra desconocida, se asoma a una dimensión humana de la que antes no tenía noticia: tanto si entra en contacto con una nueva cultura, con un idioma distinto al suyo, o ve por primera vez un partido de béisbol... Lo primero que debe hacer es orientarse en ese nuevo mundo: pregunta cuáles son las normas de educación, qué significan las palabras, cuáles son las reglas del juego, etc.

Necesitamos poner orden y estructurar el mundo en el que vivimos, para que nos resulte comprensible y, por lo tanto, habitable. Y lo compren­demos y habitamos, ponemos orden y lo configuramos por referencia a nuestro cuerpo. Las cosas no están simplemente: están a la derecha o a la iz­quierda arriba o abajo, delante o detrás. Son claras, luminosas o alegres o só­didas, oscuras y tristes, etc. Del mismo modo, también tendemos a antro­pomorfizar el mundo físico que nos rodea, es decir, a aplicarle categorías que son propias del ser humano. Y así, hablamos del pie de una montaña, de la garganta de un río, del parpadeo de las estrellas, de una casa que está a mano derecha, etc., Por eso, el mundo en que vivimos realmente no es el mundo tal como lo describe la física, sino un mundo interpretado, o sea el escenario en que transcurre nuestra vida. Al vivir el cosmos, lo ordenamos según nuestras posibilidades, lo colonizamos, le damos un sentido que antes no tenía. Lo convertimos en humano.

El cuerpo es el centro primario de la ordenación humana del mundo, el punto de referencia respecto del que las cosas se sitúan y cobran sentido. Mucho antes de que fuéramos capaces de medir la altura de un co­cotero, sabíamos que su copa era inaccesible; antes de saber que otro pueblo estaba a veinte leguas sabíamos que estaba a dos días de camino. Antes que clasificar las especies botánicas de acuerdo con Linneo sabíamos cuáles eran comestibles y cuáles no, de la misma manera que conocíamos sus efectos. Y dábamos unos significados a unas flores y otros a otras. Con lo que pasaban a significar algo. De manera a como los ríos o las mon­tañas eran fronteras que dividían territorios antes de que fuéramos capaces de dibujarlos en un mapa, etc. Y así hemos ido colonizado el mundo y trans­formándolo en humano.

c) Las técnicas del cuerpo

Los organismos animales están perfectamente adaptados al tipo de vida que van a llevar y al nicho ecológico en que habitan. Por el contrario, el hombre tiene un organismo sumamente plástico e inespecializado, y puede hacer de todo porque no está preparado para hacer nada en particular. Mientras los animales tienen garras o pezuñas, etc., que se adaptan perfec­tamente a un fin particular (con lo que se excluyen los de­más), los seres humanos tenemos manos con un pulgar oponible que nos permiten hacer de todo sin especializarse en nada. Para ser exactos: a lo que se adaptan es al manejo de instrumentos, o sea, a la cultura. De la misma manera los animales nacen dotados de un repertorio de patrones de com­portamiento —de conductas instintivas— que les permiten sobrevivir, mientras que, en el caso del ser humano, tales conductas parecen reducirse al reflejo de succión. El instinto marca el desarrollo físico y motor de los animales, de manera que éstos aprenden a manejar su cuerpo sin tener ne­cesidad de nadie que les enseñe.

Sin embargo, el ser humano no domina sus capacidades motoras, no aprende su propio cuerpo, sin que alguien le enseñe, o sin que lo aprenda por imitación de sus semejantes. Los casos descritos de niños salvajes —de niños que asombrosamente fueron capaces de sobrevivir en medios salva­jes, sin contacto alguno con los humanos— presentan una nota común: an­daban apoyándose también en las manos, como los simios. Seguramente, la propia postura corporal, la posición erguida, andar sobre dos piernas, sea una de las propiedades más característicamente humanas y que determina la relación con nuestro propio cuerpo. Aprender a andar, como aprender a comer, a sostener la cabeza erguida sobre los hombros desarrollando los músculos del cuello, etc. es una de las formas básicas de aprender nuestro propio cuerpo, de aprender a manejarlo y a hacer cosas con él.

En la medida en que tenemos que aprender nuestro propio cuerpo, que tenemos que adquirir determinadas habilidades corporales que son la base del desarrollo psicomotor, cabe hablar con toda propiedad de “técnicas del cuerpo”. El cuerpo, esa realidad que ahora nos resulta tan familiar y que nos parece dada de antemano, el conjunto de cosas que podemos hacer, es en sí mismo una técnica, algo que hemos adquirido, origen y fuente de todas las demás. El primer objeto del aprendizaje humano es cómo usar el propio cuerpo. No se trata de una tarea teórica sino de un adiestramiento.

En cuanto que la experiencia real que tenemos de nosotros mismos es fruto de un aprendizaje, en la medida en que tenemos que aprender nuestro propio cuerpo, y como todo aprendizaje se da en un entorno social, nuestro es cuerpo es un artefacto social hasta extremos sorprendentes. Nuestra constitución biológica asegurará que tenemos músculos gemelos; pero que los desarrollemos como de hecho lo hacemos —o como lo hace un corredor de atletismo— es un producto social. Como cada uno ha de apren­derse corporalmente, y como aprende unas cosas y no otras; ha de aprender la relación que cada uno de nosotros tiene consigo mismo. Por eso, los niños salvajes no aprendieron a usar su cuerpo y también por eso, en muy buena medida, no lo tenían.

3. El cuerpo, vehículo y expresión de la subjetividad

Nuestro cuerpo no es un objeto del que disponemos. Somos nuestro cuerpo, aunque la identificación no sea absoluta y limpia. Por eso, la presencia del cuerpo manifiesta quiénes somos. Por eso, un cuerpo mutilado en un accidente produce tanta repulsa. Por eso, toda nuestra personalidad posee una dimensión corporal sin la cual nada de lo que hacemos sería humano.

a) Corporalidad y expresividad

Nuestro cuerpo nos permite sentir el mundo externo interiorizán­dolo, y exteriorizar nuestra intimidad al expresarla. Por eso, el propio cuerpo es la superficie de contacto entre la subjetividad y el cosmos. El hecho de te­ner un cuerpo nos permite sentimos parte integrante del universo en el que habitamos, en este mundo, "estamos en casa", y no somos una especie de alienígenas o inteligencias puras que han caído accidentalmente en un pla­neta que les resulta extraño.

El cuerpo, en cuanto constitutivo del ser humano, está ordenado a revelar la verdad de cada hombre, nuestra personalidad, aquello que nos constituye más íntimamente: nuestros pensamientos, emociones, ilusiones, desengaños... Sólo puede llevarse a cabo la comunicación y expresión de la subjetividad a través de la mediación del cuerpo: nuestra figura, ademanes, palabras, silencios y hasta el modo de presentarnos externamente, son el modo habitual de manifestar la propia intimidad a otras personas. Y la única manera que tenemos de comunicarnos y participar en la intimidad de otras personas está también mediada por las manifestaciones corpóreas, la telepatía no parece un fenómeno ordinario.

b) La representación de la corporalidad y el cuidado del aspecto

Nuestra "tarjeta de visita", la primera idea que los demás pueden formarse acerca de quiénes somos y cómo somos, se basa en el examen de nuestro aspecto externo. Es verdad que algunas veces "las apariencias enga­ñan", y que no se puede juzgar sólo por las apariencias. Pero sólo algunas veces y sólo —y no siempre y exclusivamente— porque en la mayor parte de los casos, lo que se dice con el cuerpo —el modo de presentarse, las pala­bras, los gestos, etc.-—dicen más acerca de uno mismo que lo que se suele imaginar. Por eso, los seres humanos cuidanos siempre y calculamos la im­presión que queremos causar; imaginamos cómo nos ven los demás y pro­curamos adecuarnos al aspecto que queremos tener.

c) Plenitud corporal y belleza

Los organismos vivos, según su complexión, pueden sentir más o menos fenómenos físicos, habitar en nichos ecológicos más o menos am­plios, que se encuentren dentro de sus umbrales de percepción. Quizá el or­ganismo humano sea uno de los que tiene una variabilidad mayor de um­brales y que admite una mayor combinación de estímulos. Su dotación sen­sorial le permite estar abierto al mundo, y no limitarse sólo a un medio eco­lógico particular. Como la plasticidad biológica del organismo humano es máxima, el hombre puede habitar en todo el planeta. La plasticidad del cuerpo humano se corresponde con la racionalidad y espiritualidad de su psique; y resulta, desde el punto de vista funcional, sumamente adecuado para ser informado por una psique espiritual y libre.

Nos podemos preguntar entonces si el cuerpo humano se adecúa a la naturaleza y necesidades del hombre. ¿Podría el ser humano tener un cuerpo más adecuado? ¿Cabría haber una correspondencia mejor entre au­toconciencia y materia, entre subjetividad y objetividad, entre libertad y or­ganismo físico que la que se da entre la psique y el cuerpo humanos? Desde el punto de vista funcional, ya hemos dicho que el cuerpo humano es el más adecuado que conocemos para estar organizado por una psique espiri­tual. Pero, ¿puede decirse lo mismo desde el punto de vista estético?

Sin duda, hay cuerpos humanos más bellos que otros; y los cánones de belleza varían según las culturas y las diferentes épocas. Por ello no es po­sible afirmar que el ser humano tiene el cuerpo más bello que podría pen­sarse. Pero, si se considera por una parte que puede definirse lo bello como "aquello que una vez percibido, agrada", y se piensa por otra en la tristeza y compasión que producen un cuerpo humano desfigurado, mutilado, o des­trozado, puede afirmarse que el cuerpo humano tiene una exigencia de ple­nitud y de belleza más alta que el organismo de cualquier otro viviente. Nada puede ser tan bello como un cuerpo humano; y nada puede resultar tan terrible. Una taza rota no provoca la desazón que un cuerpo humano destrozado.

4. Cuerpos y personas

El cuerpo es constitutivo esencial del ser humano, pero el hombre es algo más que su cuerpo. Así como el cuerpo considerado en solitario no es el hombre, tampoco el ser humano se constituye como una libertad, una mente o una inteligencia pura y desencarnada. La relación es de atribución, pero no de identidad: yo soy mi cuerpo, aunque no me identifique con él.

La pregunta de qué relación hay entre el cuerpo humano y la persona admite dos posibles respuestas. La primera se corresponde con una visión tecnológica, mecanicista y dualista del ser humano y mantiene que el cuerpo es un objeto que puede ser manipulado y está a disposición de la libertad de la persona, que pasa a identificarse con la subjetividad o la autoconciencia, con una inteligencia libre. Esta interpretación se refleja bien en el eslogan “yo hago con mi cuerpo lo que quiero, que para eso es mío”. La segunda respuesta advierte que, para poder decir “mi cuerpo es mío” tendría que po­der identificar el yo como una realidad independiente del cuerpo. En la me­dida en que el cuerpo no es una cosa a disposición de un yo incorpóreo sino una dimensión de la persona humana, la relación que tiene la subjetividad libre con su corporalidad no es despótica y arbitraria: el cuerpo no es sim­plemente un objeto que pueda manipular a mi gusto porque mi cuerpo soy yo. Hay, por eso, una dignidad personal del cuerpo humano.

En cuanto dimensión esencial de la persona, el cuerpo tiende a reve­lar la verdad del ser humano. La verdad de lo que cada uno es se descubre a través de nuestro cuerpo: manifiesta, significa, a la persona y los demás de­ben interpretar las manifestaciones corporales en el marco de referencia a una totalidad personal. De todos modos, dada la condición humana, el modo en que de hecho se da nuestra existencia en el mundo, el cuerpo no expresa siempre de modo rectilíneo y sin fisuras la propia personalidad o la riqueza de la persona humana. No siempre está a la altura de la subjetividad y de la dignidad humana. A veces, más que expresar, vela y oculta.

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