martes, 29 de junio de 2010

¿Es malo ser etnocentrista?

en Pragmatismo etnocentrista, en Universalismos, Relativismos, Pluralismos, "Thémata" 27 (2001), 149-154.

Los filósofos operan con sombras,

mientras que los que viven

y sienten conocen la verdad.

(W. James, Pragmatismo, I).

(...) The mistake is to say that there is anything that meaning something consists in.

(L . WITTGENSTEIN, Zettel, § 16).

Examinemos este texto de la Gaya Ciencia de Nietzsche en el que habla de los moralistas ingleses: “Parten (estos) en general del supuesto erróneo de que los pueblos, los domesticados por lo menos, están de acuerdo sobre algunas presuposiciones morales, lo cual los lleva a inferir que éstas tienen una validez absoluta, también para ti y para mí. O bien, una vez caídos en la cuenta de que los pueblos diferentes se caracterizan necesariamente por valoraciones morales diferentes, deducen, a la inversa, que ninguna moral tiene validez: ambas son igualmente pueriles” (F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, § 345). La lucidez del pensador alemán posee el mérito de anticipar un problema para la filosofía que recorre los dos últimos siglos (el relativismo) y de vincularlo directamente con el universalismo. Recientemente filósofos de diferentes orientaciones han señalado hacia la misma dirección. Tanto Rorty o Vattimo, como Gadamer o Putnam ven el relativismo como un pseudo-problema ocasionado por pretensiones universalistas: el relativismo es el juego del universalismo vestido de otros ropajes, un juego en el que se desafía a sí mismo, se escandaliza a sí mismo o se prueba a sí mismo. El propósito de estas líneas es llamar la atención sobre algunos autores que desde principios de siglo ya habían denunciado esa especie de esquizofrenia filosófica y propuesto una solución que en términos generales podemos denominar pragmatismo etnocentrista. Se trata de William James, John Dewey y de Robin George Collingwood.

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En términos generales podemos aceptar como relativismo una definición rortyana, “la concepción según la cual cualquier creencia sobre determinado tema, o quizá sobre cualesquiera temas, vale tanto como la que más”[1]. Lo curioso de esta postura es que se trata de una posición imposible de mantener sin contradicciones. En la práctica nadie puede pensar así; pero como punto de vista filosófico, como el mismo Rorty advierte, resulta autorefutable. La plausibilidad de la que disfruta el relativismo hay que buscarla en aquello que oculta, más que en aquello que manifiesta. Hemos de ver en el relativismo más una pose ficticia, como un pseudo-problema, que como una posición real. Qué hay detrás de la afirmación de que todo vale lo mismo? Cuando hablamos de relativismo, por tanto, estamos hablando de un fenómeno cultural típico de la sociedad occidental tardomoderna que tiene que ver con la paulatina separación de la filosofía con las ciencias y con el resto de la cultura.

El relativismo solo es comprensible en la medida que se vea como el reflejo del universalismo, la tendencia a pensar que la filosofía debe configurar el Grund desde el que puedan sistematizarse el conjunto de las ciencias, las artes y las conductas. Tal como recuerda el aforismo de Nietzsche el universalismo quiere hacerse a toda costa con una estructura subyacente a cualquier manifestación racional que le permita elaborar un algoritmo o método universal de interpretación. Bernstein denominó a esta posición ansiedad cartesiana en atención al sabio francés que inauguró una nueva versión de la filosofía cuyo culmen histórico fue Hegel. Hegel pretendió entender la razón como el mismo movimiento histórico. Su fracaso, puede decirse, es el fracaso de esta ansiedad cartesiana que, exhausta, comenzó a desconfiar de sí misma hasta el punto de afirmar que tal fundamento es irracional, incontrolable y que, en consecuencia, no tenemos ningún criterio para juzgar los asuntos humanos, la historia y ni siquiera entender la verdad como algo universalizable. La conversación entre el universalismo y el relativismo son dos caras de la misma tragedia. El problema de la comprensión transcultural o histórica, por ejemplo, es la historia de acusaciones infructuosas. Ambas posturas se echan por cara denuncias polarizadas del estilo objetivismo-perspectivismo, apriorismo-historicismo, logocentrismo-nihilismo, pero ninguna de ellas acepta de la otra la acusación de etnocentrismo. A ambas posturas les avergüenza el hecho de tratar de asimilar lo extraño con procedimientos locales (universalismo) o violar la original inconmensurabilidad con criterios propios (relativismo); por otro lado, ambas posturas dan su definitiva versión de los hechos: unos reduciendo la diferencia a apariencia y otros decretando la imposibilidad de corrección interpretativa. Podríamos considerar a Nietzsche un pragmatista en su afirmación de que ambas posturas son igualmente pueriles. James entendería este problema como un anquilosamiento del lenguaje. Sólo es posible abandonar este dualismo si dejamos de suponer que debe existir un método formal que garantice la corrección interpretativa o una referencia uniforme para cualquier manifestación cultural. El pragmatismo no es una doctrina filosófica en este sentido. Como el mismo James decía se trata de una cuestión de temperamento, de tono. La mejor manera de definirlo que se me ocurre es la precaución del que se dedica a pensar a no hacer demasiado el ridículo. Cuando en 1906 William James daba unas conferencias para explicar lo que él entendía por pragmatismo hacía mención de dos temperamentos típicamente filosóficos que encajan bastante bien con el dualismo del que se ha hablado: el pragmatismo es un intento de mediar entre el racionalismo y el escepticismo. Imaginemos un hombre dando vueltas a un árbol desde donde es observado por una ardilla. Si el pragmatista se encontrara en medio de una discusión acerca de si se están dando vueltas a la ardilla o no, preguntaría primero qué significa dar vueltas. El ejemplo es de James y coincide con la opinión de Collingwood de que la filosofía no debería ser una investigación sobre la realidad sino sobre qué entendemos por realidad, una investigación conceptual sobre las presuposiciones implícitas en nuestro discurso. En una discusión al pragmatista le interesa más qué consecuencias tiene una determinada opinión y cómo se relaciona con el resto de nuestras experiencias que la opinión en sí. Tanto el dogmatismo como el escpeticismo suponen que la verdad puede defenderse sin referencia a su origen o a sus consecuencias: para el pragmatista la discusión universalismo-relativismo es un lujo para establecidos, una versión deforme de la filosofía. Aunque en una consideración superficial podría asimilarse al relativismo, ningún pragmatista se atrevería a afirmar que la inconmensurabilidad impide la comprensión o que toda opinión o creencia vale lo mismo.

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La ansiedad cartesiana que Rorty retrotrae a la división platónica entre opinión y conocimiento puede definirse como el intento de asegurar sin riesgo la verdad anticipándose a toda posible acción, o, en palabras del mismo Rorty, “la esperanza en que la verdad puede llegar a ser evidente, innegable, a estar claramente presente a la mente: el resultado de esta presencia sería que ya no deberíamos tener que tener proyectos, no tendríamos ya que crearnos a nosotros mismos inventando y realizando estos proyectos”[2]. Nietzsche lo describiría como el olvido del carácter metafórico de la verdad, la reificación del lenguaje. James entiende este olvido la causa de la esterelidad filosófica y con ella la plausibilidad del escepticismo. Para que el escepticismo pierda verosimilitud hay que abandonar ciertas presuposiciones. Hay que empezar a entender el concepto de verdad integrada en el conjunto de experiencias humanas, y no como algo que espera a ser descubierto. La verdad objetiva no se halla en lugar alguno: “la verdad independiente, la verdad que hallamos simplemente; la que no es maneable por las necesidades humanas existe indudablemente de modo superabundante según la mente racionalista. Pero entonces significa solamente el corazón muerto del árbol vivo y su ser significa sólo que la verdad también tiene su paleontología y su prescripción y que puede anquilosarse con los años de servicio y petrificarse en la consideración del hombre por pura vejez”[3]. El pragmatismo trata de reconocer genealógicamente la función de la vedad vinculada a su contexto vital. Pocos años después también Dewey y Collingwood desde probemáticas distintas entendieron el conocimiento teórico como una forma parasitaria de la praxis vital. Para Collingwood el pensamiento o la especulación no es una operación privilegiada del entendimiento que pudiera comprenderse abstrayendo del contexto y la circunstancia. No hay comprensión sin trasfondo, ni pensamiento sin historia. El pensamiento sólo existe en el proceso histórico -el proceso de los pensamientos- y este pensamiento existe tan sólo en la medida que se conoce como proceso de pensamientos. Según el pensador inglés la unidad entre teoría y práctica se establece en la historia. En el contrapeso entre teoría y práctica, el modo de resolución que le inspira es la consideración de la teoría como una forma parasitaria del conocimiento práctico que cuando exige derechos para sí sola produce peligros no pequeños y cuya solución no llega desde el mismo conocimiento teórico. En su última obra publicada en vida -The New Leviathan- la razón es definida como la función mental o forma de conciencia por la que se piensa una cosa “x”, a causa de que se está pensando en otra cosa “y”; donde “y” es la razón o el fundamento (ground) para pensar “x”[4]. El modo de pensamiento racional siempre se establece en términos de suposición y afirmación. La tradicional distinción entre razón teórica y práctica es interpretada como la diferencia que media entre la razón para decidirse a afirmar (make up your mind that), cuyo objeto es lo que los lógicos llaman proposición, y razón para decidirse a hacer algo (make up your mind to), cuyo objeto llaman los moralistas intención. De estas dos formas la original es la razón práctica; la razón teórica es un refinamiento de ella. También para Dewey la diferencia originaria entre teoría y práctica se debe a la distinción entre el ámbito de lo sagrado y el ámbito de la ventura[5]. Dado que la filosofía hereda de la religión el tratamiento de lo sagrado se llegó a asimilar que la certeza debe buscarse en el ámbito de lo no perecedero haciendo cada vez más ancho el abismo entre lo real y nuestra vida diaria. Tanto relativismo como universalismo son solidarios en esta presuposición, los unos buscando esa aprioridad ahistórica y los otros abandonando toda exigencia de valoración al escandalizarse de su ausencia. El pragmatismo admite el carácter local-utilitario de la verdad. Sin embargo, que nuestro conocimiento sea fragmentario y contextual no da ningún argumento a favor al escepticismo. Todo conocimiento es un denkmittel, un medio para actuar y para otro conocimiento. Toda verdad se apoya, como afirmaba Collingwood, en intenciones y preguntas, en suposiciones que conforman las circunstancias históricas de la verdad. Para el relativista la dependencia de la verdad respecto de los marcos conceptuales le sirve como arma arrojadiza contra el antiescéptico. Para el pragmatismo tal dependencia demuestra que la distinción entre teoría y práctica tiene su propia historia y que el abismo resulta infranqueable en la medida que las posiciones epistemológicas se radicalizan. El carácter local-temporal de la verdad no escandaliza al pragmatista: más bien le permite una perspectiva que le exime del dualismo fatal entre Grund inequívoco y completo o equivalencia de todas las creencias. Ahora bien, para ello debe cambiar ese concepto de verdad como lo que espera a ser descubierto y que permanece imperturbable: para el pragmatista la verdad no puede separarse del resto de las necesidades y convenciones humanas, la verdad, como veía James, son trozos y remiendos de nuestra mente. La verdad es correspondencia pero no con una realidad estática sino una correspondencia “de activo comercio entre determinados pensamientos nuestros y el gran universo de otras experiencias en las que desempeñan su papel y tienen sus usos propios”[6]. La verdad es una moneda de cambio y su valor fundamental no es la de copiar algo preexistente sino conducirnos y guiarnos en la realidad y establecer conexiones: “la verdad se hace lo mismo que se hacen la salud, la riqueza, la fuerza en el curso de la experiencia”[7]. Para el pragmatista el contenido de una verdad puramente formal es una trivialidad que no merece nuestra atención: es más, entiende que la operación de considerar a la verdad como un conjunto de proposiciones cuya única afinidad con la realidad es su correspondencia es adulterar su propio origen del que fueron abstraídas. El intento de resolver los asuntos humanos a través de un conjunto de verdades que certifiquen a priori su resolución, sean de moral, política, historia o de comprensión intercultural, así como la afirmación incondicional de que esa labor es imposible porque no se dispone de tal estructura, es para el pragmatista un error que solo puede explicarse por el olvido del carácter práctico de la verdad.

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El pragmatismo reconociendo el carácter práctico-histórico de cualquier verdad se declara a sí mismo etnocéntrico. A diferencia del universalismo no ve como deseable el punto de vista arquedímico; a diferencia del relativismo no desprecia su propio origen local y su contacto con la tradición. Ser etnocéntrico es, con palabras de Rorty, “dividir la raza humana entre la gente ante quienes uno debe justificar las propias creencias y los otros; el primer grupo -la propia etnia- comprende a aquellos que comparten hasta tal punto las propias creencias que hace posible la conversación”[8]. Frente al universalismo un pragmatista considera que el conjunto de esas creencias no forman un corpus sistemático que describen la esencia de la realidad, o de la naturaleza humana. De la misma manera que la prosperidad se hace, una conversación es una acción práctica y su éxito no depende de la posesión de una teoría a priori de la racionalidad. La filosofía universalista procede como si la realidad fuera algo que hay que descubrir y como si la verdad fuera la explicación que nos permitiera acceder a ella sin alterarla, la filosofía como conjuro. James bromea en varias ocasiones en sus conferencias sobre esta concepción de la filosofía. Para el pragmatista “la realidad es, en general, lo que la verdad ha de tener en cuenta”[9]. Pero esa realidad no es algo independiente de la acción. El mundo posee un carácter plural y cambiante: la verdad son las diferentes maneras de hacerme con las cosas. “El pragmatismo obtiene su noción general de verdad como algo esencialmente ligado con el modo en que un momento de nuestra experiencia puede conducirnos hacia otros momentos a los que vale la pena ser conducidos”[10]. La filosofía vendría a ser para el pragmatismo la voluntad de unión entre la pluralidad de descripciones y versiones de la realidad. Para algunos esta concepción de la verdad trae consigo un peligro de arbitrariedad o caída al relativismo[11]. Creo que hay que contar con ese peligro: puede que no tengamos un método exacto para cercionarnos cómo habérnoslas con diferentes versiones de la realidad y de nosotros mismos, ni podamos establecer un juicio definitivo sobre la completud o corrección de nuestro conocimiento. Pero para el pragmatista esa posibilidad no condena todo el conocimiento a la homogeneidad significativa o la anomia del relativista. El carácter local y contigente de nuestra perspectiva no trae consigo la renuncia a habérnoslas con la realidad. Como ha defendido Rorty, el pragmatismo funciona como un anti-anti-etnocentrismo: “no es el intento de cambiar los hábitos de nuestra cultura, de cerrarnos al resto del mundo, sino del intento de acabar con el hábito de dar a nuestra cultura un fundamento filosófico: el anti-anti-etnocentrismo no dice que estamos encerrados en nuestro lenguaje, sino simplemente que la mónada en que vivimos no está más unida a la naturaleza de la humanidad”[12]. Reconocer que todo intento teórico de hacerse con la realidad descansa en una posición contingente e histórica, y que esta posición no nos impide ampliar nuestra perspectiva y establecer mapas incompletos y provisionales es lo que viene a decir el pragmatismo a la larga discusión entre relativismo y universalismo. Si la presuposición que comparten ambas con respecto a la verdad -su imperturbabilidad- nos lleva a un callejón sin salida, a un nuevo anquilosamiento estéril en la conversación filosófica, habrá que tomar como algo más que una sugerencia las palabras de James: “¿No puede haber, después de todo una posible ambigüedad en la verdad?”[13].



[1] R. RORTY, Consecuencias del pragmatismo, Tecnos, Madrid 1996, 248.

[2] R. RORTY, Ensayos sobre Heidegger y otros filósofos contemporáneos, Paidós, Barcelona 1993, 57.

[3] W. JAMES, Pragmatismo. Un nuevo nombre para antiguos modos de pensar, Orbis, Barcelona 1984, 56.

[4] R. G. COLLINGWOOD, The New Leviathan 14.26, Clarendon Press, Oxford 1942, 100.

[5] J. DEWEY, The Quest of Certainty, Capricorn Books, Nueva York 1960, 14.

[6] W. JAMES, Pragmatismo, 58.

[7] Id. 140.

[8] R. RORTY, Objectivity, Relativism, and Truth, Cambridge University Press, Nueva York 1994, 30.

[9] W. JAMES, Pragmatismo, 156.

[10] Id. 133.

[11] Por ejemplo cuando Putnam acusa de relativista la noción veritativa de Rorty. Cfr. El pragmatismo. Un debate abierto, Gedisa, Barcelona 1999, 107.

[12] R. RORTY, Objectivity, Relativism, and Truth, 204.

[13] W. JAMES, Pragmatismo, 128.

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