domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 2

TEMA 2. LA FILOSOFIA Y LOS MODOS DE SABER

a) Guión

2. La filosofía y los modos de saber

1. Filosofía y sabiduría

2. La experiencia de la vida: filosofía, literatura y arte

3. La pretensión de verdad y el ideal crítico

4. Filosofía y cultura: saber cultural y reflexión filosófica

b) Desarrollo

c) Textos para comentario

Gilson, E., El amor a la sabiduría, Ed. Ayse, Caracas 1974, pp. 21-2.

Wittgenstein, L., Los cuadernos azul y marrón, Tecnos, Madrid 1968, pp. 56-8.


TEMA 2. LA FILOSOFIA Y LOS MODOS DE SABER

Tratar de dar un significado y una explicación al mundo en que vivimos es una de las labores más propias del filósofo. Ese significado no se apoya sobre la autoridad de otras personas, sino sobre la evidencia de la palabra. Por eso el filósofo somete a discusión todo lo que dice y, a diferencia de las demás ciencias, critica su mismo trabajo y su posibilidad. Pero la filosofía no es la única forma de saber que trata de dar una explicación al mundo.

Se ha mantenido ya que la filosofía no es una rea­lidad que esté ya ahí, de una vez por todas: es la actividad de los fi­lósofos, su esfuerzo por aclararse con lo que pasa en las incidencias de la vida común y por comprender lo que a ellos mismos les sucede en el plano personal biográfico. La filosofía es el esfuerzo humano por comprender tanto el mundo en que vivimos, la realidad en que nos encontramos, como los sucesos que configuran nuestra existencia, nuestro ser humanos. También se ha subrayado la pretensión de verdad de la reflexión filosófica, pues a diferencia de otras personas los filósofos no se limitan a opinar libremente sino que intentan probar la verdad de sus afirmaciones some­tiéndolas a la crítica y a la discusión. Por último, se ha enfatizado que esa re­flexión que constituye la actividad de los filósofos termina por convertirse en una genuina forma de vida: el intento de vivir en y desde la verdad; de protagonizar lúcidamente la propia existencia desde la verdad que nos es dado conocer.

Como la filosofía no es el único modo humano de saber ni tiene el monopolio sobre la verdad, hay que analizar ahora las relaciones entre ella y las demás formas de saber, desde la literatura hasta la ciencia y la religión.

1. Filosofía y sabiduría

En la antigüedad se consideraba sabio al que sabía de todo. Pero no se trataba de una persona que tuviera mucha información sino que tenía una visión de todo y era capaz de poner cada cosa en su lugar, el que tenía una justa visión de las cosas. Pero para ver las cosas tal como son hace falta creer que las cosas encajan en un orden del que dan testimonio los sabios con sus vidas. El hombre se sentía seguro. La modernidad significó, sin embargo, dejar de creer en este orden, y la filosofía se convirtió en la búsqueda de la certeza que había sido perdida junto con la armonía. Desde entonces el sabio ha dejado de ser el ejemplo de una vida buena: él mismo da ejemplo de inseguridad.

Pitágoras pudo introducir el nuevo término de "filósofo", de "amante de la sabiduría" porque su interlocutor conocía ya el significado de la palabra "sabiduría". El concepto de sabiduría es anterior al de filoso­fía. De hecho, mientras hay sabios en todas las culturas, sólo hay filósofos en sentido estricto en la Occidental, e incluso en ésta el concepto de "sabio" es anterior al de filósofo, como muestran las tradiciones en torno a los Siete Sabios de Grecia.

¿Qué quiso decir Pitágoras cuando afirmó que no era sabio, sino sólo amante de la sabiduría? ¿Qué es un sabio? O mejor, ¿qué era un sabio en la antigüedad clásica? Porque, si la medicina actual ha variado mucho respecto de la que practicaba Esculapio, también ha cambiado el concepto de sabio. Tanto que su significado parece haberse desplazado hacia las antípo­das. Para los griegos, sabio era quien sabía vivir, para nosotros lo es alguien que está tan encerrado en su ciencia, que ni se entera. El Fausto de Goethe, por ejemplo, tras haber consumido su vida leyendo libros viejos, diseccio­nando cadáveres y viendo el mundo los domingos y con catalejos, cambia todo su saber por la inmediación de la vida. "¡Quiero el vértigo dice que ciega, los placeres que dañan, el amor que participa del odio, el pesar que de­leita! Mi corazón, curado de la fiebre del saber, debe saborear toda clase de dolores; quiero sentir todo cuanto los demás hombres han sentido; quiero experimen­tar, como ellos, lo que tiene de sublime el gozo y el dolor; acumu­lar en mi seno y el bien y el mal; y, por último, acabar mi existencia del mismo modo que ellos la acaban". O el profesor Tornasol que, viejo y calvo, más que despistado, vive realmente en otro mundo.

Pero los griegos no tenían como prototipo de sabio al erudito o al científico encerrado en su laboratorio. Sabio era para ellos el que sabe vivir, el que logra saborear la vida, sacarle su máximo partido. Sabio es el que sabe de las cosas de la vida, el que domina los asuntos humanos, el experto en humanidad. No el que maneja una técnica, una destreza o una habilidad particular, el que es un buen zapatero o un buen gramático, sino el que ha alcanzado la plenitud humana. Quien ha logrado una experiencia de la vida tal que le permite instalarse correctamente en el mundo y en la sarta de su­cesos que configuran su biografía; quien se relaciona correctamente con el mundo, con los demás y sobre todo consigo mismo; quien ha logrado tanto una armonía interior como una armonía con el entorno. Sabio es, en defini­tiva, quien ha alcanzado la paz, la reconciliación consigo y con el mundo. Por eso, la sabiduría era para los clásicos mucho más que un suma­torio de conocimientos, una mera acumulación de verdades o la posesión de una gigantesca cantidad de datos.

Como sabio era el que sabía de la vida, la sabiduría se relacionaba directamente con la ética y a toda una serie de disposiciones morales. El sabio es el protototipo de hombre bueno. Pero lo que importa advertir es que el con­cepto de sabiduría alude a una bondad moral basada en la verdad y en el or­den. Para ser exactos: en el orden de la verdad. Porque las verdades no se amontonan simplemente, sino que parece adivinarse un cierto orden en­tre ellas que el sabio a diferencia de quien es sólo un científico, un erudito o un especialista, vislumbra.

No todo hombre bondadoso o benevolente es sabio. Sabio es sólo aquél cuya bondad deriva de una verdad, de un conocimiento: el conoci­miento del orden. Porque sabio es quien ha logrado un orden, un equilibrio y una armonía internas que se co­rresponden con el orden, el equilibro y la armonía que reinan en la natura­leza; quien tras comprender el orden de las cosas puede sintonizar con él; quien vive de acuerdo con la naturaleza, quien se acopla a lo que las cosas y los asuntos son de suyo. Por eso, el con­cepto de sabiduría, aunque hace refe­rencia a las buenas disposiciones, a la benevolencia, a la serenidad y a la feli­cidad, no es sólo una cuestión ética: alude sobre todo a la verdad. Se puede ser buena persona y estar equivocado, pero no cabe ser sabio y errar. El sabio capta la verdad y vive de acuerdo con ella. Su armonía consigo mismo y con el mundo no es una concordia cual­quiera, no puede ser fruto de un negarse a ver la realidad, de un autoengaño o de un espejismo; nace, por el contrario, de un conocimiento verdadero tanto de uno mismo y del mundo como del modo en que el primero se in­serta en el segundo.

La sabiduría no es sólo acumulación de conocimientos o un sumato­rio de verdades. Surge sólo cuando se capta el orden de esos conocimientos y de esas verdades, cuando se comprende cómo se relacionan entre sí los dife­rentes saberes particulares y cómo se articulan las diversas verdades, cuando se capta la totalidad el orden del todo y no sólo sus elementos, cuando se sabe ir de un lugar a otro del saber. Por eso, siguiendo la inspira­ción griega, Sto. Tomás pudo sentenciar que "es propio del sabio ordenar": captar el orden del mundo y poner orden en la propia existencia de forma que la segunda concuerde con el primero. De la misma manera que el mundo no es un caos, sino una totalidad ordenada que es lo que los grie­gos llamaron "kósmos", la vida humana no es una sucesión caótica de acontecimientos o sucesos, un incesante ocurrir de vivencias y experiencias que terminan por despedigarse. Admite una forma que le presta unidad, un orden que la conforma como totalidad, un diseño que le presta armonía.

Como el orden interior de la vida lograda del sabio se basa en el or­den externo del cosmos, la sabiduría se identifica con el conocimiento del mundo como totalidad. Ser sabio es saber cómo las diversas cosas encajan entre sí, o sea, cómo se ordenan mutuamente. Por eso, suele decirse que la sabidu­ría es el saber máximamente profundo, más radical, acerca de toda la reali­dad. Porque no se trata sólo de conocer una cosa o la otra, sino de ver la realidad como un todo, en su primigenia unidad, en su orden y en su des­plie­gue. O, si se prefiere, el conocimiento de todas las cosas por sus últi­mas cau­sas.

La filosofía se abre en sus primeros compases intentando compren­der los sucesos tanto de la vida pública como en el nivel biográfico, como una reflexión en torno a las cosas que nos pasan. Pero, para el pensamiento griego, los acontecimientos las cosas que pasan sólo pueden entenderse desde una consideración de la realidad: pasan las cosas que pasan, porque las cosas son como son; y nos pasa lo que nos pasa porque somos como somos. Puesto que, a fin de cuentas, lo que nos sucede nos ocurre porque somos hombres. Por eso, el intento de hacerse cargo de los acontecimientos que conforman nuestra existencia lleva para los griegos necesariamente a una antropología que se inscribe en una teoría general de la realidad. La cuestión es saber qué es eso que somos, en qué consiste ser un ser humano, y, más en general, en qué consiste ser. Qué es el ser y qué son los seres; qué es lo real, qué tipos de realidades hay y por qué es real lo real.

Durante la modernidad, el ideal clásico de sabiduría que se funda en la armonía y el orden del cosmos, de la naturaleza, y que debe imperar en la vida, se quebró por varios motivos. En primer lugar, ya se ha indi­cado que, a partir de Descartes, la filosofía tiende a centrarse más en cuestio­nes de teoría del conocimiento que en problemas de tipo metafísico. El pro­blema ahora no es tanto qué es lo real cuanto cómo sabemos que nuestro conocimiento acerca de lo real es ver­dadero, cómo podemos estar seguros de no equivocarnos. En segundo lugar, los descubrimientos geográficos, de un lado, y el desarrollo de la nueva física, del otro, dieron al traste con la visión clásica del universo y del puesto del hombre en él. Porque, si a los grie­gos y medievales, el mundo se les aparecía como el hogar del hombre, como su habitáculo adecuado, como un cosmos regido por una armonía y un orden capaces de sustentar el orden y la armonía de la vida humana, para los mo­dernos ese mundo se rompe. Ni el mundo es casa, sino un espacio infinito que sobrecoge, ni hay un orden natural que soporte nuestro modo humano de vivir. Somos seres extraños sin asiento posible en la naturaleza.

En tercer lugar, tanto esa evolución interna de la filosofía desde la metafísica hacia la teoría del conocimiento como el proceso de diversifica­ción y consolidación de las ciencias particulares llevó a una notable restric­ción del concepto de verdad. Esto supuso a su vez una creciente separación de saber y vida. En la medida en que la filosofía, por una parte, se iba circuns­cribiendo al análisis de las condiciones de posibilidad del conocimiento y, por otra, las diversas ciencias llenaban el ámbito de los saberes positivos, la verdad se fue polarizando en torno a ambos ejes dejando desasistida la vida humana. Porque si la verdad o bien es lógica o bien es fruto del desarrollo de las ciencias empíricas, la vida que es lo que está en el medio parece que­dar relegada al arbitrio irracional.

Ya en el siglo XX, la reflexión filosófica vuelve a experimentar un giro que no hace sino agravar la situación. La filosofía convertida por obra de la modernidad en teoría del conocimiento se vuelve a transformar en análisis del lenguaje. Como se considera que el lenguaje es el medio universal del conocimiento, con lo que el esclarecimiento del pensamiento se ejerce como aclaración del lenguaje que lo vehicula. Pero, si la herramienta que se usa para analizar el lenguaje es la lógica, los únicos saberes que parecen válidos son la lógica, por una parte, y la ciencia positiva, por otra. Como ni las cuestiones morales, ni las estéticas, ni las po­líticas, en resumen: todo lo que conforma los intereses y los proyectos humanos, parecen tener ya nada que ver con la verdad, la vida humana queda regida desde la arbitrariedad irracional.

Sin embargo, las últimas décadas, tras el colapso del positivismo ló­gico característico del periodo de entreguerras, han visto un renovado in­terés de la filosofía por las cuestiones más específicamente vitales. Se buscan nuevos modelos de racionalidad que permitan dar cuenta de los proble­mas más candentes de la existencia humana. Porque, como escribió en cierta ocasión Wittgenstein, "¿de qué sirve estudiar filosofía si lo único para lo que capacita es para hablar con cierta plausibilidad de algunas abstrusas cues­tiones de lógica, etc., y no perfecciona el pensamiento sobre las cuestiones importantes de la vida diaria?".

2. La experiencia de la vida: filosofía, literatura y arte

El hombre es el único animal que necesita saber lo que es para serlo. Y las maneras que se sabe a sí mismo son muy diversas. La primera forma de saber es la expresión poética y artística. Interpretamos nuestra vida, en primer lugar, gracias a los artistas: ellos nos presentan modelos y valores: nos enseñan qué debemos considerar importante, deseable o justo. La expresión artística es una intuición que le muestra el hombre quién es y qué lugar tiene en el mundo. La filosofía llega detrás. Ella trata de analizar cuánta verdad hay en esos modelos por la fuerza no de la belleza, sino de los argumentos.

Como la filosofía surge como el saber y la reflexión en torno a las cosas de la vida, presenta una raíz común con la literatura. Porque el arte y, en es­pecial los géneros narrativos, han sido siempre el cauce privilegiado del sa­ber sobre la vida. Cada leyenda, cada cuento o cada novela encierra una de­terminada comprensión de la existencia humana, de cómo se desarrollan los sucesos que conforman nuestras biografías, de cómo se despliegan los caracteres y de cómo se desenvuelven las relaciones humanas. En las narraciones, los hombres hemos ido tejiendo modelos y arquetipos, historias ejemplares, que nos permiten expresar y entender nuestras vidas, comprender lo que nos pasa. En ellas, se ha ido sedimen­tando la experiencia que los mortales hemos logrado adquirir de la vida, ob­jetivando lo que sabemos de nosotros mismos. Y, una vez que hemos for­jado nuestros modelos y arquetipos, los usamos para comprendernos a no­sotros mismos y a los demás.

Como, a diferencia de la animal, la vida humana no transcurre según unos patrones de conducta fijados genéticamente sino según un modelo que nos hemos dado a nosotros mismos, el hombre vive literalmente de inter­pretaciones: de la interpretación y la comprensión que en cada momento es capaz de lograr de sí mismo y de lo que le pasa. El hombre experimenta la necesidad de comprender su propio ser; requiere una cierta idea de sí mismo para poder actuar, pues sólo a partir de una interpre­tación de sí, más o me­nos ex­plícita, le es posible diseñar su proyecto vital.

En esta línea, hace casi ya un siglo, Dilthey mantuvo que la vida y la re­flexión no se cancelan mutuamente, como en muchas ocasiones se supone: la reflexión es uno de los momentos de la vida humana, porque ésta se au­tointerpreta en su discurrir. Pues, para poder organizar una conducta y desa­rrollar una línea de actuación, el hom­bre necesita saber qué está pasando. No sólo vive, sino que trata de com­prender lo que está viviendo. Sin una interpretación de cuál es la situación y, en el fondo, sin una cierta idea de qué quiere cada uno ser, de qué quiere hacer consigo mismo no se puede decidir el comportamiento a se­guir. Los hombres necesitamos un modelo, un arquetipo, de qué son las co­sas y de qué somos nosotros mismos para po­der comprendernos y establecer nuestra conducta. Pero en esa medida, la existencia humana no es una exis­tencia ciega; sino que más bien vuelve so­bre sí tratando de comprenderse a sí misma. Todo hombre forja una cierta comprensión de su vida, interpreta de algún modo su propia existencia.

El que media entre la vida y la com­pren­sión o, si se pre­fiere, entre la existencia humana y la reflexión filo­sófica, es el arte. Porque, dice Dilthey, la vida sólo se comprende a sí misma a través del rodeo de la ex­pre­sión. Para comprenderse, la vida o la vivencia ha de salir primero de sí, ex­presarse o plasmarse objetivamente, tarea tradicionalmente otor­gada a la poesía: ex­presar las viven­cias. Con lo que la existencia humana adquiere un ritmo ternario, es un tapiz te­jido con tres hilos: la vivencia, la expresión y la compren­sión. Primero se da la vida, después se exterioriza expresándose poéti­ca­mente, y en un ter­cer momento se reflexiona sobre esa expresión poé­tica. Pero como la re­flexión es una nueva vivencia la experiencia de la auto­comprensión la secuencia ternaria vuelve a comenzar.

Como la vida ha de expresarse para poder comprenderse, el arte la expresión de la vida se constituye como el primer modo de saber. La pri­mera forma en que el hombre trata de orientarse en el mundo, de establecer un sistema de refe­rencias que le permitan encauzar su vida y orientar su existencia, que le po­sibili­ten tanto comprender lo real como comprenderse a sí mismo, no es el teórico re­flexivo sino el creativo imaginativo, no es el fi­losófico sino el ar­tístico. La tarea primordial humana no es contemplar un orden o un sentido ya dados, ni mucho menos re­flexionar críticamente so­bre ellos; es configu­rarlos o descubrirlos. El hombre se orienta en el mundo al dotar a la realidad de sentido, al recrear imaginativamente el mundo de modo que se convierta en el escenario de la existencia, que ofrezca puntos de referencia para orientar la vida. Como el primer ins­tru­mento con que el que el ser humano trata de comprenderse como ser en el mundo no es la re­flexión especulativa sino la imaginación creadora, la lite­ratura adquiere prioridad sobre la filosofía.

La lite­ratura, el arte en general, se nos presenta como la primera ma­nera de sa­ber, porque per­mite comprender mejor el hombre y la vida hu­mana. El arte o la "vivencia artística" no queda ence­rrado, con palabras de Gadamer, en los estrechos límites de la apariencia bella, sino que desvela la realidad. En la medida en que la creación artística es conocimiento, le corres­ponde un tipo de verdad. Pero la verdad de la creación artística no puede ser una verdad teó­rica como la adecuación, porque aquí no se trata de constatar la corres­pondencia entre un enunciado y una realidad preexistente. Ha de ser una verdad práctica porque se trata de inventar o descubrir un sen­tido que antes no existía y que no es inde­pendiente de la acción humana. En el arte acontece la verdad porque mediante él se desentraña el sentido de la re­alidad y de la existencia humana; porque permite comprender al hombre y a la vida. El arte o la literatura ha­cen patente, desvelan e ilumi­nan la realidad.

La creación li­teraria ilumina as­pec­tos de la existencia que antes perma­necían en la pe­numbra. Cual­quier gran poeta o li­terato descubre dimensio­nes nuevas de la vida humana que antes no habían sido transitadas. Pero este iluminar del poeta no es un arrojar luz sobre algo que ya estaba dado en la oscuridad; no es sim­plemente, por ejemplo, hacer consciente algo que an­tes era in­cons­ciente. Que el arte ilumina dimensiones o experiencias nuevas signi­fica que las conforma al iluminarlas. La poesía no se limita, como la fi­losofía, a ha­cernos vivir re­flexiva­mente algo que antes era opaco: es real­mente creadora, configura una experiencia antes inédita. El po­eta enseña a vivir, abre cami­nos a la exis­tencia humana sobre los que sólo en un se­gundo momento reflexiona la filo­sofía, sencillamente por­que no cabe re­flexionar so­bre lo que todavía no existe. Así, el arte inter­preta y encauza la vida humana al otorgar sig­nificado a la realidad convirtiéndola en el mundo, en el escenario en que se desen­vuelve nuestra existencia. La poesía conforma los cauces por los que dis­curre nuestro vivir.

La poesía libera realmente porque ensancha la propia subjetividad, por­que amplía las fronteras de nuestro mundo. Incluso cuando un li­terato pa­rece practicar una literatura de evasión, limitándose a crear un mundo ficti­cio, en el fondo está también ilumi­nando el mundo real. Basta con crear un mundo posible, para que algu­nas de las dimensiones de éste aparezcan de un modo distinto al habi­tual, o sea, por ejemplo, en su contingen­cia. Cuando Tomás Moro describió Utopía, dejó claro que nuestra sociedad o nuestro mundo es como es porque lo hemos hecho así. Describir una socie­dad inexistente resulta ser, entre otras cosas, poner de relieve un aspecto de la nues­tra: su ca­racter de obra humana, de fruto de nuestra libertad. Nuestro mundo no es fruto del destino, ni de una natura­leza ciega; es producto de nuestra propia actuación y de nuestro trabajo. No es inevitable que las cosas en nuestro mundo sean como son.

Por eso, la dis­tinción entre la filosofía y la literatura, como la diferencia entre lo real y lo ficticio, no es territorial. La filosofía no es mera­mente adya­cente a la literatura, de la misma manera que lo ficticio no se ex­tiende al otro lado de las fronteras de lo real. No encontramos lo real en una parte y lo fic­ticio en otra, sino que lo real y lo ficticio se dan más bien imbricados. Para verlo, basta con perca­tarse de que lo real supone siempre lo ficticio, porque es real frente a lo ficticio. Para entender lo real, para hacerse cargo de qué ha pasado de hecho, es preciso proyectarlo sobre todo lo que, pudiendo haber sucedido, sin embargo no ha ocurrido. Sólo así puede al­canzar a en­tenderse qué significado o relevancia tiene lo que ha pasado. Lo posible es, por tanto, el fondo sobre el que se recorta lo real. Del mismo modo que lo real y lo ficticio no se dan separados sino perpe­tuamente entre­lazados, la fi­losofía y la literatura refieren siempre la una a la otra.

Tras la expresión poética, tras la objetivación de la vida que el arte rea­liza, se abre la posibilidad de la reflexión filosófica. Una vez que el hombre se ha contado a sí mismo en todo tipo de narraciones, después de que ha ex­teriorizado en toda suerte de pinturas y esculturas la imagen que tiene de sí, cuando las diferentes artes han plasmado en piedra, pintura o papel lo que el hombre sabe de sí y de la vida, puede empezarse a reflexionar crítica­mente sobre esas objetivaciones. Sólo entonces cabe inaugurar la filosofía como el examen y la discusión de esas imágenes de sí que los hombres se han ido forjando. Porque, al final, la cuestión no es que el hombre teja mo­delos y ar­quetipos de sí que le permitan comprender su vida; a la postre, el problema es cuáles de esas imágenes son ajustadas y cuáles no, cuáles mejo­res y cuá­les peores.

La filosofía, aunque posterior a las expresiones artísticas, se distingue realmente de ellas. Ambos, filosofía y arte, son modos de saber y los dos tie­nen una pretensión de verdad. Pero la buscan de diverso modo. Donde un literato muestra, ya sea narrando ya sea afirmando, un filósofo de­muestra o prueba argumentativamente. Los filósofos discuten de un modo en que no lo hacen los poetas: se citan entre sí, se critican, comprueban la solidez de sus argumentos y buscan los puntos débiles de los razonamientos ajenos. Los filósofos urden redes argumentativas y amontonan razonamientos donde los poetas señalan con el dedo o buscan sólo la exactitud y la limpieza de la expresión. Con lo que la filosofía, a diferencia del arte, es esencial­mente polémica. Es de suyo una discusión en la que cuenta sólo la fuerza de los argumentos y de las razones.

3. La pretensión de verdad y el ideal crítico

En ocasiones se ha pensado que la filosofía es la ciencia explicativa por excelencia, como si fuera una ciencia experimental sobre las últimas causas y sobre lo que es la realidad al fin y al cabo. Entonces la filosofía se ha alejado de la literatura y ha condendado la expresión poética (el mito) a la irracionalidad o el subjetivismo. Pero esta posición nunca ha durado mucho: la filosofía es otra tipo de narración que da cuenta de las cosas. El hecho de que no exista el punto de vista absoluto, la narración única y verdadera, no cancela a la filosofía en el relativismo. A la narración filosófica de los hechos le interesa sobre todo la verdad de lo que se dice y desde dónde se dice.

En diversos momentos de su historia, cuando el peso del cientificismo era mayor, la filosofía se ha entendido a sí misma en continuidad con las ciencias y ha intentado erigirse en una ciencia estricta, en un saber caracteri­zado antes que nada por la universalidad de su verdad. Al entender la filoso­fía con el molde de las ciencias, se insistía sobre todo en que la filosofía era un saber cierto por causas, con lo que su objetivo prioritario era alcanzar proposicio­nes de validez universal. Se trataba de probarlo todo y de probarlo para to­dos, de conseguir demostrar un sistema de verdades que todos los hombres de todos los tiempos tuvieran que admitir, con tal de que con buena vo­luntad y rectos principios morales se atuvieran a la racionalidad y aban­donaran sus prejuicios.

En unas condiciones así, la filosofía, construida sobre los ideales de ob­jetividad y universalidad, se separaba abismalmente del arte y se acercaba al modelo científico. Pues, frente a la racionalidad de la filosofía y de la ciencia que se hace patente en su universalidad y objetividad, las creaciones imaginarias de los artistas se veían como el reino de la subjetividad y del particularismo: nada más subjetivo y privado que las creaciones artísticas. Es más: en cierto sentido, la filosofía era más ciencia que la ciencia. Porque, mien­tras las ciencias particulares prueban y demuestran a partir de unos princi­pios que simplemente aceptan, la filosofía pretendía probar sus pro­pios su­puestos y principios. Era más científica que nadie puesto que se auto­fundaba, es decir, pasaba todos sus principios y supuestos por el tamiz de la crítica ra­cional. Oponiéndose a todo prejuicio y tradición, a toda opinión meramente heredada, aceptaba exclusivamente lo que había podido probar racional­mente. Era la ciencia primera.

Bajo esta perspectiva, un filosófo no sólo resulta ser un supercientífico sino que se entiende a sí mismo contra los poetas y los artistas, que ni pue­den probar lo que dicen ni hablan; su mundo es el mundo de las ficciones, y no de lo real. La filosofía monopoliza la verdad frente a las opiniones fantasiosas de los poetas. Contra la imaginación de los artistas, que no harían sino proyectar senti­mientos y pareceres subjetivos, los filósofos se atendrían a la razón, a la ca­pacidad de descubrir y probar la verdad universal. Así, el origen de la filoso­fía tanto en el pensamiento griego como en la modernidad europea se ha in­terpretado durante muchos años del mismo modo: como el surgimiento de la razón contra los mitos, las leyendas y los cuentos fantásticos. Pues la ex­plicación mítica de un fenómeno consiste en la narración de un hecho ori­ginario que presuntamente lo funda. El descubrimiento griego de la razón hubiera con­sistido, en consecuencia, en sustituir las explicaciones narrativas imaginarias de los poetas por un atenerse a los hechos y a las relaciones en­tre ellos que la razón puede descubrir y probar. La filosofía se autocom­prende así como lo otro que el mito.

Por su parte, Descartes haría una jugada similar. Pues, frente a la vigen­cia de las opiniones tradicionales que pueden caer bajo la duda, dice ha­ber encontrado un principio absoluto absolutamente evidente que cabe establecer como verdad primera de la filosofía de la que es posible deducir todas las demás verdades según un pensamiento ri­guroso y una lógica im­placable. Entonces, la filosofía habría empezado a emanciparse de todo pre­juicio irracional, de toda tutela autoimpuesta, al­canzando su mayoría de edad. Desde entonces, como adulta y libre, ella de­bía decidir por sí misma todos sus supuestos, pasar por el filtro de la crítica racional todas sus opi­niones, y tras examinarse a sí misma llevarlo todo ante el tribunal de la razón.

Pero esta concepción de la filosofía, típica de la modernidad europea y del modo en que ésta relee la tradición clásica tiene grietas que ame­nazan con derrumbar el edificio. Tras la crisis generalizada del cientificismo, casi nadie pretendería hoy que la filosofía ha de entenderse a sí misma como una ciencia estricta, aproximándola en consecuencia a las actividades artísti­cas y literarias hasta considerarla como ha hecho Rorty en los últimos años como una voz más en la conversación general de la humanidad. Los filósofos no creen ya ser los depositarios de un saber absoluto y objetivo, universalmente válido, sino simplemente unos interlocutores más en la in­terminable discusión que los seres humanos nos traemos desde hace un montón de años sobre quiénes somos. Sin especiales títulos de au­toridad.

De esta manera, parece haberse experimentado un bandazo considera­ble. Mientras que la filosofía se entendía a sí misma durante la modernidad europea desde el ideal y la interpretación absoluta de la razón una razón per­fectamente libre de supuestos no racionales la postmodernidad actual ha adquirido una fuerte conciencia de los límites del modelo ilustrado y de los supuestos no racionales de nuestro ejercicio de la racionalidad. La razón no se nos muestra ahora como una unidad monolítica, sino que se conjuga en plu­ral. Más que "Razón" parece haber "razones". Y frente al unívoco campo de "lo racional", que ha resultado estéril, se extiende el mucho más rico, va­riado y fructífero jardín de "lo razonable". Porque, a fin de cuen­tas, ¿qué argu­mentos da el racionalista Boileau para mantener que "la razón no tiene más que un camino"? La filosofía ya no se entiende a sí misma como una ciencia de­mostrativa, como un saber universal, sino más bien como un "conoci­miento local", con expresión del antropólogo Geertz, mu­cho más próximo a la crí­tica ar­tística o literaria que a la física o a las mate­máticas.

Quizá, algunas tesis característicamente postmodernas sean exageradas. Pero al menos han servido para sacar a la luz las fallas del modelo ilustrado o para mostrar cómo, en lugar de sustituir los mitos por la razón, se convir­tió la Razón en un auténtico mito. Para verlo, basta considerar la idea de que el nacimiento de la filosofía es el paso del mito al logos: ¿no es esa tesis un mito en sí misma? Recuérdese que una explica­ción mítica de un fenómeno era la na­rración de un acontecimiento origina­rio y fundante. Pero cuando los libros a la hora de explicar qué es la filo­sofía y, por consiguiente, de le­giti­marla narran cómo los griegos se deci­dieron a abandonar los mitos susti­tuyéndolos por los intentos de explica­ciones racionales, ¿no estamos acu­diendo a la narración de un suceso origi­nario? ¿No estamos mante­niendo que ese acontecimiento originario acon­tecido en el comienzo de los siglos lo sigue fundando cada vez que el mismo fenómeno vuelve a ocurrir en el transcurso de los tiempos?

Porque, quizá, la verdad sobre la filosofía que contiene la tesis del paso del mito al logos sea y no es poco que no sólo los griegos intentaron cri­bar racionalmente los mitos de los que vivían y mediante los que inter­pretaban su vida sino que quien empieza a filosofar hace cada vez exac­tamente lo mismo: repetir el acontecimiento arquetípico. La filosofía no es más que repetir este proceso. Porque lo cierto es que la fi­losofía no pasó del mito al lo­gos, como si pri­mero hubiera mito y luego logos. Sino que es, más bien, el pasar continuo del mito al logos, el estar pa­sando de uno a otro; cuestio­nando el primero sin haber alcanzado todavía el segundo. Por eso, la filoso­fía es ya se ha mantenido amor a la sabiduría, tensión y anhelo de lo que todavía no se posee. La "ciencia buscada", que di­jera ya Aristóteles.

También en su origen moderno se registra la misma presencia del mito y de la narración. Porque no es casual que, para legitimar su pretensión de en­contrar una evidencia primera de la que deducir toda otra verdad, Descartes acuda a una narración, a un relato presuntamente autobiográfico, de ma­nera que funda narrativamente su nueva filosofía.

Durante ese periodo de su historia que es la modernidad ilustrada, la fi­losofía ha pretendido erigirse en un saber absoluto monopolizador de la verdad, en una ciencia estricta y autofundada, en un sistema de conocimien­tos que no dejara nada fuera de sí. Por el contrario, la filosofía más contem­poránea ha explorado con ahínco en los sótanos de los edificios ilustrados sacando a la luz muchos más cadáveres que los que los modernos estaban dispuestos a admitir; ha desenterrado muchos supuestos irracionales de la racionalidad moderna mostrando que las grandes palabras de la Ilustración "razón", "verdad", "justicia", "ciencia", "progreso", etc. también tienen historia y que su genealogía es menos limpia de lo que parecía. Los pensa­dores más recientes han probado que no cabe un pensar perfectamente libre de supuestos y prejuicios, una reflexión que no se inscriba en una tradición concreta que lo incardina en un momento preciso de la geografía y de la his­toria, y que la filosofía no puede encaramarse al "Punto de Vista de Dios Padre", por usar la gráfica expresión de Putnam.

Por eso, la filosofía de las últimas décadas coincide con los clásicos en no escandalizarse ante el hecho de que la filosofía no es un saber absoluto sino que mantiene una clara dependencia respecto de la literatura o del sa­ber cultu­ral. Si Aristóteles pudo conceder en la Metafísica que "también el que ama los mitos es en cierto modo filósofo", terminó sus días afirmando que cuanto más viejo se hacía, más amante era de los mitos. Como el primer ins­trumento con que el que el ser humano trata de comprenderse como ser en el mundo no es la reflexión especulativa sino la imaginación creadora, la li­teratura adquiere prioridad sobre la filosofía. Hasta tal punto esto es así que la legitimi­zación de la filosofía depende, en última instancia, de un saber narrativo, o in­cluso mítico. La reflexión racional sólo adquiere sentido mediante un contexto narrativo.

El descubrimiento contemporáneo de que la filosofía no es un sa­ber ab­soluto no debería llevar a posiciones escépticas, porque la verdad, el saber y la razón no obedecen a la ley del todo o nada, sino a la del más o me­nos. No estamos condenados a oscilar entre la Verdad, Toda la Verdad y Nada Más que la Verdad, en un extremo, y el Todo Vale, en el otro. No existe para los mortales un Punto de Vista Absoluto, pero hay descripciones mejores y peo­res de las co­sas, más ajustadas o más bastas, que hacen mayor o menor justi­cia a los acontecimientos y a las realidades. A los seres humanos no nos ha sido con­cedido gestionar la Verdad como si fuera un depósito bancario a nuestra disposición, como un fondo sobre el que ir extendiendo cheques. Pero eso no nos condena al escepticismo y al relativismo: porque, en cam­bio, tene­mos como tarea reencontrar viejas verdades y descubrir otras nue­vas, perfi­larlas, purificarlas de errores, ir buscando su orden, vislumbrar la dirección a la que apuntan. No tanto porque toda verdad sea provisional cuanto por­que, simplemente, es mejorable. Ninguna verdad es Toda la Verdad.

La crisis del intento racionalista de establecer un saber absoluto o sea, absuelto, desligado de todo supuesto y prejuicio, universal e intemporal­mente válido no tiene por qué llevar a abandonar la pretensión de verdad. Porque una cosa es que la filosofía sea constitutivamente amor a la sabidu­ría, esfuerzo por lo que todavía no se posee, de manera que no se consuma nunca como ciencia estricta sino que permanece como "ciencia buscada" (y no encontrada) y otra muy distinta que hayamos de renunciar a la verdad. La filosofía no puede probarlo todo, no puede cribar todos sus supuestos, no le cabe criticarlo todo. No dispone de un punto de apoyo (un principio abso­luto) desde el que mover el mundo. Porque, se quiera o no, todo pensa­miento se ejerce desde una posi­ción y toda crítica se desarrolla desde unos supuestos. El ideal de crítica abso­luta carece de sentido. Pero eso no implica que no podamos disolver unos cuantos prejuicios, que no nos quepa avan­zar desde un punto de partida determinado o, incluso, rebuscar un poco en­tre los sótanos de nuestro pre­sente para comprobar la calidad de sus pilares.

4. Filosofía y cultura: saber cultural y reflexión filosófica

La filosofía nunca podrá deshacerse de todos los supuestos culturales e históricos. Pero eso no implica que se trate de un simple fenómeno cultural o que deba reducirse a un objeto de las ciencias sociales. En todo caso es un objeto cultural muy especial. Porque la filosofía nace precisamente cuando lo culturalmente dado o sabido se pone en entredicho, cuando no se acepta lo que a uno le dicen o lo que se cree habitualmente. Entonces se quiere conocer la verdad sobre algo. Esa insatisfacción es el origen de la filosofía: su valor reside en la tensión entre la creencia que ha caído bajo sospecha y la averiguación de la verdad por su propia evidencia.

Durante tres siglos desde el nacimiento de la física moderna hasta bien entrado el siglo XX, la filosofía ha tenido como interlocutor a las cien­cias naturales, especialmente a la físico-matemática. De manera que, cuando se hablaba de las relaciones entre la filosofía y la ciencia, en lo que se estaba pensando realmente era en la física. Por una parte, el desarro­llo creciente de la física parecía sustituir a las viejas especulaciones filosófi­cas; la antigua filosofía natural podía quedar reemplazada por la astrofísica. Por otra, la filosofía respondió al reto convirtiéndose en una fi­losofía de la ciencia planteando las cuestiones epistemológicas metacientí­ficas. A la vista del desarrollo de las ciencias y del conocimiento que éstas prestaban sobre el origen, la constitución y la naturaleza del universo, la fi­losofía reformuló sus pretensiones y, en lugar de seguir hablando sobre el cosmos, se puso más bien a discutir sobre la ciencia misma planteando ex­plícitamente qué tipo de conocimiento es el científico, qué legitimidad tie­nen sus métodos, cuál es alcance de sus razonamientos o qué condiciones ha de cumplir un texto para que lo admitamos como científico. ¿Por qué una biblioteca clasifica un libro como "astrofísica" mientras introduce otro en sus ficheros bajo la etiqueta "ocultismo"?

Sin embargo, durante el siglo XX, el protagonismo de la física en el diálogo entre la filosofía y las ciencias ha ido cediendo en favor de la biolo­gía, por una parte, y de las ciencias humanas, por otra. Lo que ahora preo­cupa a los filósofos no es tanto qué lugar les deja la física sino qué ámbito de respiro les concede la historia, la sociología, la psicología o la antropolo­gía cultural. Con la diferencia de que el problema es más grave hoy que antes. Si podían aparecer problemas de fronteras entre la filosofía, por una parte, y la física o la química por otra, de manera que un territorio pasaba del control de la primera a manos de las segundas, al menos no po­día ocurrir que la filosofía se convirtiera en uno de los objetos de estudio de la física. Porque, sea lo que sea, la filosofía no es desde luego un pedazo de cosmos, un trozo de materia que la física estudie. Los filósofos podían quedar marginados, pero no introducidos en frascos de laboratorio.

Pero el desarrollo de las ciencias humanas y/o sociales suponía exactamente eso: los filósofos podían ser clasificados y estudiados de una manera muy similar a como los entomólogos clasifican insectos. Podían verse ensartados por el cogote e incluidos en series de variaciones según familias, géneros y especies. Pues, si la filosofía no es un pedazo de mundo que la física pueda estudiar, sí es un fenómeno histórico, un producto so­cial o un constructo cultural, que la historia, la sociología o la antropología cultural de hecho analizan. El problema no es ya de demarcación sino de supervivencia. Pues, en principio, parece que la filosofía griega puede ser clasificada e introducida en los museos de la misma manera que las esta­tuas de Fidias o las cerámicas pintadas cretenses. De modo similar, los li­bros de Voltaire pueden sitúarse al lado de una colección de pelucas em­polvadas: los primeros y las segundas son igualmente productos caracterís­ticos del dieciocho ilustrado. O, parejamente, las concepciones de los egip­cios de la muerte y de la inmortalidad pueden clasificarse junto con sus monumentos funerarios.

El problema real de las relaciones entre la filosofía y las ciencias de la cultura consiste así en que cabe considerar la primera como un producto cultural a estudiar por las segundas con los mismos métodos con que ana­lizan los demás productos culturales. Del mismo modo que las ciencias humanas tematizan la organización social, el derecho o el arte de una so­ciedad, pueden investigar lo que esa sociedad piensa de lo real, de sí misma y de Dios. Bajo esta perspectiva, la filosofía puede analizarse desde las cien­cias humanas estudiando cómo los diversos grupos huma­nos regulan de hecho su conducta desde una interpretación última de lo real, o cómo se articulan las concepciones filósoficas vigentes en un grupo con su estructura social o su infraestructura tecnoecológica.

Dentro de este tratamiento empírico de la filosofía caben dos posi­bilidades. Según la tesis determi­nista la cual filosofía es considerada como un epifenómeno ideo­lógico o superestructural de los factores no cog­noscitivos; el estudio de las concepciones de lo real, por tanto, se retrotrae a la ciencia positiva que estudia el su­puesto factor determinante. Es lo que propone, por ejemplo el marxismo ortodoxo o el más moderno materialismo cultural de Marvin Harris. Si esta concepción determinista no se admite, como no lo hace el relativismo cultural, el estudio de tales concepciones se convierte en la clasificación taxonó­mica de las concepciones del mundo realmente vigentes.

Nadie puede dudar de que la filosofía es un producto cultural e histórico. Una summa del siglo XIII es tan característicamente medieval como una catedral gótica y el Discurso del Método es tan moderno como los jardines de Versalles. Pero ése no es el problema. La cuestión es: ¿es la filosofía sólo un producto cultural? ¿Consiste exclusivamente en la pro­yección al plano universal de lo que el hombre occidental ha pensado de sí mismo?

La filosofía no es sólo un producto cultural. Desde el co­mienzo se ha entendido a sí misma como una discusión y una crítica de las imágenes, modelos y arquetipos que la cultura ofrecía. Cuando los grie­gos preguntaban qué es el hombre, la naturaleza, el ser o los dioses no esta­ban inquiriendo por qué concepto del hombre o del ser tenían ellos como griegos, sino si esas concepciones eran verdad y hasta qué punto podían probarse o mantenerse tras una discusión. Si las nociones de evidencia, realidad, etc., tienen una variación cultural, si no todos los grupos humanos coinci­den en su interpretación de qué significa ser real, o evidente o verda­dero, entonces surge la filosofía como el análisis y la crítica de los supues­tos y los fun­damentos de esas nociones. Con lo que se abre un nuevo mé­todo: el filosófico.

De hecho, se comienza a hacer filosofía porque las concepciones culturales, las ideas que nuestra cultura mantiene sobre el hombre, el mundo y Dios lo que todo el mundo en nuestro entorno social da por seguro e incuestionable resulta insuficiente y empezamos a sospechar de ellas. La filosofía surge no cuando nos atenemos a lo que la gente sabe, sino cuando empezamos a pensar que las cosas no son tan claras como se pre­tende; cuando se sospecha que hay gato encerrado. Con lo que la filosofía supone el abandono de lo ya sa­bido, de lo poseído pacíficamente en el orden cultural. Por eso, como ha escrito Julián Marías, "el filósofo no parte nunca de la ignorancia, sino del saber: de un reperto­rio de interpretaciones y creencias recibidas, en las que estaba instalado y que resultan insostenibles e insuficientes, por eso la fórmula general de la tesis filosófica no es nunca del tipo 'A es B', sino 'A no es B, sino C'".

Desde este punto de vista, la filosofía nace a expensas de una crisis cultural, de un desengaño respecto de lo ya sabido. Puede ocurrir que el de­sengaño se produzca por el conocimiento de otras culturas, que la expe­riencia de otras formas de pensar y de organizar la vida ponga en crisis lo que se creía firme­mente asentado; pero no es necesario. El vértigo que oca­siona la expe­riencia de la relatividad de la propia cultura determina mu­chas veces el impulso subjetivo hacia el filosofar, a buscar un fundamento verda­dero. Pero tal crisis no es imprescindible. Suele decirse, y es verdad, que el hombre filosofa cuando su mundo se hunde, pero esto no im­plica que no se pueda también filosofar desde un mundo sólidamente estable­cido. En cualquier caso, con crisis o sin ellas, la filosofía parte de una supe­ración del saber cultural, de una puesta entre paréntesis, más o menos dramática, de la concepción del mundo y de lo real socialmente vigente.

La filosofía nace con la pretensión de superar el orden de lo cultu­ralmente sabido, de lo que todos creen, llegando a establecer qué es en rea­lidad, el ser, la naturaleza o el hombre. Pero, ¿puede hacerlo? La respuesta vuelve a consistir en rechazar la falsa disyuntiva entre dogmáticos y rela­tivistas. Que no dispongamos de La Descripción Verdadera de Las Cosas no nos arroja al Todo Vale. Hay descripciones mejores y peores, tesis más o menos razonables. Y, desde luego, no todas las opiniones valen igual: hay opiniones más o menos razonables, mejor y peor argumentadas. La situa­ción de la filosofía no consiste en la alternativa entre ser un saber absoluto o no ser en absoluto un saber.

Por otra parte, es imprescindible distinguir entre influencia y de­terminación. La filosofía no es olímpica respecto de la situación histó­rico­cultural, pero tampoco resulta absolutamente determinada por ella. Para mantener tal determinación no basta con señalar una genérica de­penden­cia de la filosofía respecto de la cultura: hay que ser capaz de co­rrelacionar las variaciones en el pensamiento filosófico con las varia­ciones de los fac­tores socioculturales. A la hora de sostener un determinismo rígido ha de poderse establecer cuáles son las diferencias socio­culturales que subyacen a las diferencias filosóficas y esto no parece empresa fácil.

De este modo, aunque la filosofía no pueda erigirse como saber ab­soluto, alcanza una dimensión metacultural. De hecho cuestiona el orden de lo culturalmente sabido pretendiendo averiguar qué es lo real, lo verdadero, lo evidente o lo bueno en sí, a través de una investigación reflexiva y crítica. Se abre así desde una cul­tura determinada una reflexión con valor universal, desde la que cabe adquirir conciencia de lo que es puramente cultural, particular y contingente. Se puede distinguir lo real de lo culturalmente aceptado como real; la verdad de lo que todos se limitan a aceptar. La filosofía es capaz de tematizar y reflexionar sobre sus su­puestos culturales y criticarlos manteniendo su intrínseca pretensión de verdad.

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