domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 5

TEMA 5. LA ESTRUCTURA OPERATIVA DEL SER HUMANO

a) Guión

5. La estructura operativa del ser humano I

1. El conocimiento sensible

a) La sensación y la percepción

b) La imaginación

c) Comprender y valorar

d) La memoria

2. Deseos, tendencias e instintos: las constantes en el comportamiento del hombre

a) Las tendencias humanas

b) Desear ahora y desear después: deseos e impulsos

c) La plasticidad de las tendencias humanas. Las tendencias y la voluntad

3. Sentimientos, emociones y pasiones

a) ¿Qué es un sentimiento?

b) La clasificación de los afectos

c) Sentimiento y conocimiento

d) La dinámica amorosa

4. El lenguaje, el pensamiento y la autoconciencia

a) Lenguaje animal y humano

b) Imágenes, palabras y conceptos

c) Pensamiento y lenguaje

d) Autoconciencia e inconsciente. Conciencia vital y conciencia intelectual

b) Desarrollo

c) Textos para comentario

Locke, J., Ensayo sobre el entendimiento humano, II, 8, FCE, México 1986, pp. 113-5.

J. Marías, Antropología metafísica, Alianza, Madrid 1983, pp. 165-6.


TEMA 5. LA ESTRUCTURA OPERATIVA DEL SER HUMANO

Los seres vivos se caracterizan por mantener unas relaciones de in­tercambio con el medio ambiente: por la nutrición el mundo externo es interiorizado; por el conocimientoi, a través de la conducta, se modifica el entorno. Los vegetales se relacionan con el mundo externo sólo me­diante la nutrición y el metabolismo, pero los animales captan además al­gunas propiedades del medio en que viven y desarro­llan una actividad que está regida por unas pautas de conducta comunes a la especie que sue­len llamarse “instintos”. Por su parte, el ser humano, además de las fun­ciones anteriores, presenta posibilidades específicas: sabe intelec­tualmente de la realidad y modula libremente su comportamiento.

1. El conocimiento sensible

Por medio del conocimiento sensible los animales pueden “vivir” loque no son. De esta manera poseen una información muy valiosa del medio y de sí mismos, con la que organizan su conducta.

La sensibilidad es la forma más elemental del conocimiento. Se trata un fenómeno irreductible a cualquier otro: no puede explicarse qué es el conocimiento desde algo distinto al conocimiento mismo. Por eso, más que explicar qué es conocer podemos sólo describirlo desde dentro. Conocer en general es captar algo de sí mismo y de la realidad, hacerse de alguna manera con el mundo, poseer información. Poseer información significa habitualmente conocer una serie de propiedades de las cosas, o sea, captar algunas cualidades relevantes del entorno.

La información o, en general cualquier cualidad o propiedad, se puede poseer de dos modos: material e inmaterialmente. La temperatura, el calor o el frío, es en primer lugar una propiedad física de los objetos que se identifica con su energía cinética molecular. El hielo posee material­mente la cualidad del frío simplemente porque está frío, porque tiene de­terminada temperatura; y los seres vivos están a una temperatura con­creta. Pero la cualidad del frío puede poseerse también de otro modo, que suele llamarse “inmaterial” o “intencional” para distinguirlo del ante­rior. Además de tener corporalmente una determinada temperatura, al­gunos seres vivos son capaces de sentir frío.

El frío se convierte así en una sensación; en un conocimiento de alguna de las propiedades del entorno; en este caso de su temperatura. Porque la sensación de frío registra la temperatura no del propio cuerpo sino de un objeto exterior. Lo más normal es que digamos que el hielo está frío (por mucho calor que tengamos nosotros). Otras veces, si se afirma que se tiene frío no se quiere decir que el propio cuerpo esté frío sino que fuera hace frío y, por último, en algunas otras ocasiones, de­cimos que tenemos frío porque nuestro cuerpo se está enfríando. Pero lo que importa ahora es advertir que no es lo mismo estar físicamente a una determi­nada temperatura —como lo está el hielo o una planta— que sentir frío. El hielo no siente nada. No es lo mismo estar frío que sentir frío, incluso si el frío que se siente es el propio.

La sensibilidad abre a cada a ser vivo a su entorno, pues capta al­gunas de sus propiedades, las que son relevantes para el vi­viente. Las ranas, por ejemplo, no ven cuerpos en reposo sino que captan sólo movimientos; es lo que necesitan para cazar moscas o salir hu­yendo. En cuanto que capta propiedades de su entorno, el animal no se limita a vivir encerrado en su propia corporalidad, tiene acceso a lo que está fuera. Por su capacidad sensorial, los animales pueden salir real­mente de sí viviendo lo que físicamente no son.

a) La sensación y la percepción

El conocimiento sensible es el nivel más bajo de conocimiento. Llamamos “sensación” al contacto del órgano (los sentidos) con el objeto externo. Este contacto es producido por el estímulo, que es un proceso físico-fisiológico. Pero captar un objeto no se reduce al proceso fisiológico. Lo captado por los sentidos se procesa inmediatamente en la “percepción”. El resultado es un objeto significativo, una “síntesis” que tiene cierta unidad.

Suele llamarse “sensación” a la captación de una cualidad senso­rial a través de un sentido determinado mientras que se denomina “percepción” a la organización de las diversas sensaciones que experi­mentamos de un mismo objeto. Como habitualmente percibimos, resulta muy abstracto y difícil hablar de sensaciones aisladas, de lo que uno capta puntualmente en a través de un sentido concreto. Más: como nuestra vida real presupone la organización perceptiva, la idea misma de sensación nos suena necesariamente a irreal. Estamos tan acostumbrados a ver algo y reconocerlo inmediatamente como un objeto de tal clase que se llama de tal manera y que sirve para tales cosas que nos deja perplejos la pregunta por si vemos colores, figuras o cosas. Pero podemos salirnos de lo rutinario y formular la pregunta: ¿qué sentimos en cada sensación?

La filosofía clásica distinguió cinco sentidos externos basándose en un doble criterio. Por una parte, consideró lo que sentíamos en cada caso y, por otra, tuvo en cuenta si había o no un órgano sensorial claramente distinto de otros. Para ellos, cualidades sensibles diferentes implican sentidos diferentes, sobre todo si pueden identificarse los órganos sensoria­les correspondientes. No sabían mucha fisiología ni tampoco física, pero su tratamiento responde bien a lo que la gente necesita saber para acla­rarse en la vida ordinaria. No hay que saber fisiología para llegar a la con­clusión de que vemos con los ojos y oímos con los oídos o que hay ciegos que oyen mientras hay sordos con una vista excelente. Como tampoco importan mucho los avances de la física sobre la naturaleza del color y del sonido: en nuestra vida real los colores y los sonidos son asuntos diferen­tes.

A la hora de analizar qué capta exactamente cada uno de los senti­dos, los clásicos distinguieron entre el objeto propio de cada sentido y los objetos comunes a varios de ellos. El objeto propio de la vista es el color mientras el del oído es el sonido. Pero en la captación del objeto propio, a su través o mediante él, captamos además otras cualidades que adverti­mos también mediante otros sentidos. Al ver un color nos percatamos también de su figura, que somos capaces de captar mediante otros sentidos: podemos palpar un objeto para averiguar su figura de la misma manera en que podemos averiguar el número mediante la vista, el tacto, el oído, etc.

Posteriormente, la filosofía moderna sustituyó en consonancia con la nueva física newtoniana la distinción clásica entre objetos propios y comunes por la diferencia entre cualidades primarias —los antiguos sensibles comunes— y secundarias —los viejos sensibles propios—. Así se puso en duda que las cualidades secundarias designaran propiedades rea­les de las cosas. Contra lo que habían mantenido los clásicos, se empieza a pensar que los sensibles propios no designan algo real en el mundo sino sólo la reacción subjetiva de nuestra mente causada por la estimulación de propiedades reales.

Los receptores del sentido del tacto son las terminaciones nervio­sas situadas en la piel que nos permiten conocer si las cosas están frías o calientes, si tienen una superficie lisa o rugosa, son duras o blandas, etc. Además del mundo externo, también nuestro propio cuerpo cae de al­guna manera bajo el objeto de la sensibilidad táctil. No sólo porque pode­mos palparnos sino porque captamos tactilmente algunos estados y situa­ciones de nuestra corporalidad. Esto sucede con el hambre, la fatiga, las nauseas o incluso en el conocimiento de la propia postura corporal.

Para que se produzca la sensación, el objeto tiene que estar en pre­sencia del receptor, y deben entrar "en contacto". Por eso, suele sostenerse que hay algún tipo de conexión causal, un proceso físico, entre el objeto y el receptor sensorial, que suele llamarse “estimulación”. Como los senti­dos externos sólo se actua­lizan en presencia de su objeto, se dice que son “criterio de realidad”, pues no hay sensación sin que esté real­mente presente el objeto. Las alucinaciones podrían explicarse como de­bidas a ciertas causas que producen los mismos estímulos neuronales que habitualmente causan los objetos que percibimos, aunque esa explicación causal o etiológica de los fenómenos alucinatorios o de las percepciones anómalas no lo explique todo, deja sin resolver la pregunta de qué ve­mos cuando vemos un oasis y no lo hay.

Con todo, los sentidos externos no son el único cri­terio de realidad: también son reales algunas cosas que no pueden ser percibidas por los sentidos externos —como los afectos, o el pensa­miento, por ejemplo—.

Cada sentido externo capta únicamente aquel objeto para el cual está especializado: así, el oído capta los sonidos, pero no sabe nada acerca de los colores. Sin embargo, nosotros somos capaces de reunificar y orga­nizar las dis­tintas sensaciones que experimentamos, provocadas por un único objeto real; y sabemos que ese color, ese sabor y ese olor, se corres­ponden entre sí y son distintas características sensibles de un mismo objeto. Esa organización y síntesis de sensaciones se llama “percepción”. Una vez organizadas las sensaciones en una percepción unitaria, ésta rige el modo en que realmente sentimos, con lo que pre­senta leyes propias. La percepción —como han mostrado múltiples expe­rimentos— no es sólo un sumatorio de sensaciones: determina qué sen­timos y cómo lo captamos. Organiza realmente nuestra captación senso­rial en totalidades significativas (síntesis perceptiva).

b) La imaginación

La síntesis de los cinco sentidos es sólo el primer paso del largo recorrido del conocimiento. A un nivel más alto se encuentra la imaginación. La “síntesis pasiva” convertida en imagen puede ser representada en cualquier momento, sin necesidad de que esté presente el objeto. Además, pueden construirse imágenes que no se corresponden con la realidad.

Al igual que los sentidos externos, la síntesis perceptiva sólo se ac­tua­liza cuando tiene presente a su objeto. Pero la imaginación es la facul­tad capaz de volver a hacer presente las síntesis perceptivas de hacer pre­sente (re-presentar) lo que al­guna vez estuvo presente y ahora ya no lo está. La imaginación es como un gran archivo de percepciones, y cada una de esas percepciones archi­vadas es una imagen.

Además de archivar las percepciones, la imaginación es capaz tanto de reconstruir la imagen completa del objeto a partir de una sola sensación —basta con ver algo para reconstruir la totalidad de la percep­ción correspondiente— como para producir una imagen nueva, que nunca habían sido percibida en cuanto tal. La imaginación elabora y ree­labora una y otra vez las síntesis perceptivas haciéndolas cada vez más abstractas. De este modo somos más capaces de acoger en una imagen unitaria toda una mul­tiplicidad de percepciones más concretas. Una caricatura, por ejemplo, puede reflejar aquellos rasgos típicos de una cara que permiten recono­cerla y que, sin embargo, no aparecerían en una instantánea fotográfica. La imaginación universaliza al descubrir modelos y arquetipos que asu­men muchos casos particulares. Por eso, la imaginación, además de ser la base para que el entendimiento humano elabore los conceptos, posibilita los aspectos más creativos del ser humano.

c) Comprender y valorar

Hay propiedades que no existirían si no hubiera seres con conocimiento sensible. Por ejemplo, que el agua sea potable, o que sea refrescante. A la capacidad de valorar la relación de un objeto (el agua) en relación con el estado del que conoce (la sed) se la llama estimativa.

Además de captar las cualidades sensibles de los objetos, también podemos conocer otras cualidades de los cuerpos físicos que no son estric­tamente sensibles, como por ejemplo, si una cosa es perjudicial o benefi­ciosa para nosotros. Captar lo beneficioso o lo perjudicial implica captar tanto algunas propiedades del entorno y algunas de la propia corporalidad como la congruencia o la relación entre ambas. Captar el agua como pota­ble o como refrescante no implica sólo, por una parte, conocer algo del mundo físico y, por otra, de la propia situación corporal —que se tiene ca­lor o sed—, supone también captar la relación entre ambas. Lo potable es la relación entre el agua y la sed, como lo refrescante es la relación entre el calor y el agua: el agua sólo se capta como refrescante si se tiene calor.

Los animales no sólo conocen algunas características del mundo y de sí mismos: pueden captar la relación entre ambas. La responsable de captar esta relación es la estimativa. Es decir, pueden va­lorar o estimar la realidad según sus situaciones orgánicas y organizar consecuentemente su conducta. Se dice que la estimativa es la “autoconciencia animal”, porque al darse cuenta de lo que es para él esta re­alidad externa el animal adquiere el grado más alto de conciencia de sí que es capaz de alcanzar. A la vez, la valoración de la realidad permite or­ganizar más y mejor la percepción, pues posibilita captar el significado que lo real tiene para mí; por eso también suele llamarse “organización secundaria de la percepción”. No sólo captamos cosas del mundo, percibimos también su relevancia para nuestra vida, esto es, su significado para nosotros y organizamos el mundo según el significado que las cosas tienen para nosotros. Clasificamos los frutos no sólo por co­lores o formas, sino fundamentalmente como comestibles o no.

En el caso del hombre, no suele hablarse de “estimativa” sino de “cogitativa” por su íntima unión con el intelecto. Porque en el caso del hombre la valoración de la realidad y la captación de su significado está mediado siempre por tradiciones culturales concretas. Nuestra percepción real del mundo está educada en una sociedad concreta y los significados de las cosas depende del mundo social en que vivamos. Un occidental de safari en una selva no ve lo mismo, ni percibe lo mismo, ni las cosas le significan lo mismo que a un aborigen. Como no ven el bosque igual el cazador y el guardabosques. Incluso en el nivel de la percepción resulta di­fícil exagerar laimportancia de la educación y de la socialización.

d) La memoria

En el gran archivo de la información también pueden registrarse las valoraciones y las imágenes en relación al tiempo. Entonces el archivo se convierte en memoria. En el hombre la memoria es la responsable de nuestra identidad personal.

El hombre, y también los animales superiores, son capaces de ar­chivar el pasado que les pertenece, son capaces de recordar, es decir, de re­tener en presencia intencional no sólo los objetos percibidos, sino tam­bién su propia actividad de percibir y valorar. El sentido interno que lleva a cabo esta función es la memoria, que actúa en estrecho contacto con la imaginación y la estimativa.

Al archivar la actividad vivida por el viviente, la memoria da continuidad al propio vivir, es el sentido de la identidad personal. Cuando alguien sufre amnesia en sus grados más fuertes, puede no re­cordar quién es, cómo era y qué ha vivido; pierde —suele decirse— su identidad personal. En su sentido psicológico, la identidad personal de­pende fundamentalmente de la memoria: yo sé quien soy porque me acuerdo de mí. La memoria permite reconocer como pasados los propios actos, reconstruirlos según una secuencia temporal y posibilita realizar al­gunos actos específicamente humanos, como son arrepentirse, perdonar o prometer.

2. Deseos, tendencias e instintos: las constantes del comportamiento del hombre

Si hasta este momento se ha considerado cómo los animales y el hombre interiorizan por medio del conocimiento sensible las realidades concretas que les rodean interesa ahora ver cómo organizan su conducta según el conocimiento que han adquirido de ese medio, cómo responden ante ese medio que han interiorizado.

a) Las tendencias humanas

La conducta de los animales está determinado por lo que pueden llegar a percibir. Las pautas de comportamiento se heredan genéticamente. Pero cuando el conocimiento se hace más complejo los instintos adquieren plasticidad: hay más maneras diferentes de satisfacer una tendencia. En el hombre los instintos no desaparecen, pero la genética no determina cómo satisfacerlos.

Llamamos “tendencia” a la inclinación de los seres vivos hacia las cosas que pueden ayudarles a alcanzar su plenitud, a la tendencia hacia lo que es un bien para ellos. Los vivientes que no están dotados de cono­cimiento —los vegetales— se inclinan a aquello que les perfecciona, al bien que necesitan, sin saberlo, como las raíces a las fuentes de humedad. Pero cuando se puede conocer, se tiende hacia los objetos que perfeccionan después de conocerlos: como una cebra se dirige a un río. En los animales superiores hay una mediación cognoscitiva de la sa­tisfacción de sus tendencias: saben qué necesitan y ese conocimiento rige su conducta para conseguirlo. Tienen sed y buscan el agua; cosa que no hacen las plantas.

En los animales, las tendencias dan lugar a una conducta ins­tin­tiva. Los instintos son pautas de comportamiento automáticas y certe­ras que se transmiten biológicamente; por ello son comunes a toda una es­pecie. Una vez que los animales han captado los estímulos rele­vantes —o sea, lo que les interesa de la realidad— se desencadena con mayor o me­nor fijeza una conducta que resulta adecuada a su objetivo. Lorenz, el fundador de la etología, ha determinado que el estímulo que desencadena la conducta agresiva del petirrojo —que es un animal territorial— es cualquier bola de color rojo. El petirrojo sólo capta lo que es relevante para él, y su percepción y sus pautas de conducta resultan —a través del proceso de la selección natural— ajustadas y certeras: porque, hasta que los etólogos empezaron sus expe­rimentos, los bultos rojos vo­lando solían coincidir con otro petirrojo ma­cho.

Al ascender en la escala de la vida, hay un aumento del cono­cimiento que el animal puede tener de su entorno porque se incrementan sus capacidades sensoriales. Entonces las pautas de comportamiento here­dadas pierden rigidez y crece la capacidad de aprendizaje. Los estímulos capaces de desencadenar la conducta agresiva de un perro están mucho menos fijados que los que desencadenan la de un petirrojo; y correla­tivamente su conducta está mucho más indeterminada, con lo que el es­pacio de aprendizaje de un perro es mucho mayor que el de un petirrojo. Cuando llegamos al hombre, nos encontramos con que no hay propia­mente instintos —en el sentido definido— y que debe aprenderse prácticamente todo.

Aún así, en el hombre no desaparecen las tendencias: el conoci­miento sensible provoca una serie de atracciones y repulsiones que no pueden dejar de experimentarse. Pero lo que no posee el hombre son unas pautas de comportamiento rígidas que se disparen automáticamente y que determinen unívocamente una conducta. El hombre experimenta hambre o sed pero nada determina cómo ha de hacerse con el alimento, ni qué alimentos comer ni cómo almacenarlos y conservarlos o, final­mente, guisarlos.

b) Desear ahora y desear después: deseos e impulsos

El conocimiento externo determina el deseo: la búsqueda de lo agradable percibido. Cuando aparece la memoria el animal organiza su conducta teniendo en cuenta el pasado y el futuro. Es entonces cuando aparece el impulso, la posibilidad de hacer algo que en el presente no es agradable pero sí lo será en el futuro.

La complejidad del organismo biológico se corresponde con una mayor complejidad en la conducta, en la gama de tendencias. Los organismos inferiores, dotados sólo de sensibilidad externa, organizan su conducta sólo desde el presente; los superiores, que cuentan con me­moria y estimativa, la organizan integrando el pasado y el futuro. Mientras un animal inferior capta sólo el placer o el dolor actuales, los superiores son capaces de referirse a los pasados y a los futuros, de proyec­tar y recordar a medio plazo. Si se pincha un erizo de mar, se encoge; si se le pincha cada dos minutos, se encoge cada dos minutos: su conducta es puntual; ni prevé ni organiza su conducta desde el pasado y el futuro. Cosa que un animal superior sí hace. Resulta peligroso tratar a un perro como a un erizo de mar: te la guarda.

En la medida en que los animales inferiores funcionan en pre­sente y captan sólo el placer y el dolor actuales, su tendencia al placer puede llamarse “deseo”. En tanto que los animales superiores se refieren al futuro y al pasado, tienden —además de a un placer presente— a uno futuro, por lo que además de deseos experimentan impulsos. El im­pulso no es el deseo, porque puede —es más, suele— suceder que lo agra­dable ahora resulte doloroso después o que lo agradable después cueste un es­fuerzo ahora. Por eso, mientras los organismos inferiores cuentan sólo con una gama de tendencias referidas al presente, los superiores cuentan con dos: una referida al presente y otra al futuro más o menos inmediato; por eso en los animales superiores cabe un conflicto entre los deseos y los impul­sos. Lo agradable ya no coincide siempre con lo agradable después.

c) La plasticidad de las tendencias humanas. Las tendencias y la voluntad

En el ser humano los deseos, tendencias e impulsos se encuentran totalmente indeterminados. No hay un modo natural de conducirlos. Eso significa que el hombre tiene que aprender a interpretarlos y a llevarlos a cabo. Ese espacio indeterminado biológicamente se configura por la costumbre; el espacio que comúnmente se denomina “ética”.

El comportamiento de los animales se desarrolla según unas pautas de conducta más o menos rígidas que dejan un mayor o me­nor espacio para el aprendizaje; la conducta humana, sin embargo, se caracteriza por no estar regida desde patrones biológicos sino desde códigos culturales. Ningún patrón biológico determina cómo cazar, cómo salar la carne o cómo asarla. Lo hacen tradiciones culturales concretas. La pautación de la conducta humana, el modo en que realmente organiza el ser humano su comportamiento, es extrabiológico. Son los códigos simbólicos que consti­tuyen la cultura los que determinan cómo satisfacer las necesidades bioló­gicas.

Además, la inteligencia humana no sólo media en la satisfacción de unas tendencias originadas en el ámbito biológico sino que de suyo ori­gina nuevas tendencias y deseos, nuevos objetivos vitales que son tan profundos como los anteriores. El intelecto da lugar a tendencias exclusi­vamente humanas, como son todas aquellas que dependen de la existen­cia del lenguaje. Sólo el ser humano puede preocuparse por quedar bien o por lo que los demás piensen de uno; sólo el ser humano experimenta en su sentido relevante el afán de poder y también sólo el ser hu­mano puede as­pirar a la fama. El intelecto y el lenguaje dan lugar, por tanto, a deseos y anhelos específicamente humanos que de ninguna ma­nera son superfi­ciales respecto de la masa de la tendencialidad biológica. No es más pro­funda el hambre o la sed orgánicas que el hambre y la sed de justicia; no es más profundo el instinto de supervivencia que el amor a un ideal. La gente ha pasado hambre y sed en cárceles durante milenios por buscar la justicia de la misma manera en que ha muerto por sus idea­les.

Comparadas con las animales, las tendencias humanas son su­mamente plásticas: el qué y el cómo de su satisfacción no está biológi­ca­mente prefigurado de antemano. Más: lo único que la biología deter­mina es un amplísimo abanico de posibilidades. No es casual que el hombre sea omnívoro, lo que significa que carece de todas las especializa­ciones bioló­gicas típicas del mundo animal. Comemos carne, pero no te­nemos ni los dientes ni las garras de un carnívoro; eso nos permite comer vegetales, por mucho que tampoco tengamos un estómago de rumiante.

Tampoco el objeto de las tendencias humanas tiene en muchas ocasiones un claro límite biológico. Hay sin duda un límite biológico de la capacidad humana de comer, pero no lo hay de la capacidad de almacenar comida; de la misma manera la actividad sexual humana —al ha­berse roto los periodos de celo— no queda limitada biológicamente. En cuanto que indeterminadas e ilimitadas, las tendencias humanas —aparentemente más biológicas— expresan la universalidad propia (como se verá) del intelecto. La apertura al mundo característica del hom­bre frente a los animales que se instalan en un nicho ecológico se refleja también en sus deseos e impulsos que son así específicamente humanos.

Como no hay una pautación biológica de la conducta humana que conduzca certeramente a una satisfacción de sus tendencias, el compor­tamiento humano queda regulado desde códigos simbólicos de compor­tamiento. Estos códigos configuran lo que en cada sociedad se denomina “ética”. No hay una predeterminación biológica del comporta­miento, una forma de vida que se deduzca espontáneamente de nuestra corporalidad; por tanto el ser humano —cada uno de los grupos hu­manos— tiene que darse a sí mismo su propio estilo de vida, que es lo que etimológica­mente significa “ethos”. Como no hay patrones biológicos, los hombres vivimos según normas y costumbres, de acuerdo con un estilo de vida que nosotros mismos hemos encontrado. Los hombres llevamos el tipo de vida que hemos decidido llevar. Por eso, mientras las pautas animales de compor­tamiento son tan rígidas como certeras, las humanas —que son simbóli­cas y éticas— suponen siempre el riesgo de la libertad. Se puede acertar y se puede fracasar.

3. Sentimientos, emociones y pasiones

a) ¿Qué es un sentimiento?

Los sentimientos se corresponden con la alteración que se produce de nuestra valoración del mundo. La manera que se distinguen los sentimientos depende de los objetos percibidos y de la valoración que de ellos hace la estimativa. Por eso no es del todo acertado decir que los sentimientos sean la percepción de objetos internos, a diferencia de los sentidos que captarían objetos externos. El miedo, o la ira no son ningún objeto.

Los animales superiores no sólo conocen algunos rasgos del me­dio entorno, lo que les permite organizar su conducta para alcanzar sus objetivos, el cumplimiento de los requerimientos biológicos. El conoci­miento del entorno les afecta a ellos de algún modo. Como también su­cede en el ser humano. Habitualmente, el conocimiento de la realidad ex­terna no nos deja fríos e indiferentes. Hay cosas que interesan y cosas que no; se despiertan expectativas e ilusiones o se deshacen, etc. No sólo co­nocemos el mundo y deseamos algunas cosas, sino que ese conocimiento y ese deseo nos altera y nos conmociona, es decir, nos afecta.

El estudio de la afectividad, de los sentimientos y emociones, es el análisis de las diversas maneras en que nos afectan o nos alteran tanto el conocimiento del mundo en que vivimos como la propia existencia de nuestros deseos y tendencias. La investigación de cómo las cosas nos conmueven. Por eso, los clásicos llamaban a los afectos “pasiones”, por­que son fundamentalmente pasivos: la manera en que las cosas, los asun­tos, influyen sobre nosotros.

Para describir la afectividad usamos muchas veces el verbo “sentir” y de la misma manera en que se habla de nuestra capacidad de sentir realidades externas —en las sensaciones— se habla de nuestra capa­cidad de sentir realidades internas —en los sentimientos—. El uso muy frecuente del verbo “sentir” en los dos casos, sentimos sensaciones y sen­timos sentimientos, puede llevar a engaño. En demasiadas ocasiones se ha construido el tratamiento de la afectividad con un paralismo dema­siado estricto respecto de la sensibilidad. Como si sensaciones y senti­mientos fueran exactamente lo mismo, salvo que unas están “dentro” y otros “fuera”. Como si la afectividad fuera sólo y exclusivamente un sen­tir por dentro. Porque una cosa es que sea perfectamente lícito decir que sentimos miedo y otra que el miedo sea un especie de objeto ante nuestra mente que percibimos de un modo similar a como vemos un objeto si­tuado frente a nuestros ojos. Hay que tener cuidado con los paralelismos.

Los sentimientos no son sólo algo que percibimos o sentimos in­teriormente. Se ligan también a determinadas alteraciones o modificacio­nes orgánicas, a unos deseos más o menos característicos y a unas conduc­tas relativamente típicas. Y, sobre todo, tienen un objeto. Quien teme teme algo; se pone pálido o le castañetean los dientes; experimenta el im­perioso deseo de salir corriendo, etc. No siempre sucede todo a la vez, pero todos son elementos que tenemos en la cabeza cuando comprende­mos qué es tener miedo y que entran en la definición de miedo. Entendemos el miedo por referencia no sólo a un estado mental, algo así como un estado de ánimo, sino también acudiendo a toda una constela­ción de fenómenos.

Por eso, a la hora de definir un sentimiento no basta con acudir a lo que uno siente. Si uno se enfada porque han ascendido a su mejor amigo tiene envidia, mientras que si se enfada porque su propia mujer lo trata amablemente está celoso. Pero seguramente el enfado o mosqueo no es cualitativamente distinto en los dos casos. Tampoco basta con acu­dir a las ateraciones orgánicas para definir los sentimientos. Se llora igual de tristeza que de alegría, y se palidece igual de asco o de cólera. Tampoco la ciencia más reciente ha conseguido individuar una sustancia bioquí­mica o un fenómeno neurofisiológico que permita definir un senti­miento. Más bien parece que las alteraciones orgánicas que caracterizan las situaciones afectivas muy intensas son en muchas ocasiones los mis­mos. Aunque haya excepciones. Por eso, lo que define los sentimientos es su objeto, y no tanto las modificaciones orgánicas o unos presuntos esta­dos de ánimo. No se trata sólo de que el miedo sea la reacción subjetiva causada por la captación del peligro. Es más bien que el miedo es la capta­ción del peligro. Lo que sucede es que a veces advertimos que una situa­ción presenta peligros de un modo solamente abstracto y lejano, de una manera puramente intelectual, como si fuera con otro. De manera simi­lar a cómo no es lo mismo juzgar estéticamente una estatua que enamo­rarse.

Como la afectividad es el modo en que la realidad nos influye y nos altera, los sentimientos responden a nuestra manera de juzgar y va­lorar la realidad. Por eso, los sentimientos dependen fundamentalmente de lo que antes se ha llamado “estimativa” animal o cogitativa humana. Si valoramos positivamente la realidad, estamos alegres mientras que si captamos el mundo como totalidad amenazante nos entristecemos. Los sentimientos son el reflejo subjetivo de la estimación que hacemos del mundo según se adecúe más o menos a nuestras expectativas.

b) Sentimiento y conocimiento

El mundo de un hombre alegre es distinto del mundo de un hombre triste, aunque se trate del mismo mundo. Por eso puede decirse que los sentimientos proporcionan una información muy valiosa: la de nuestra situación en el mundo.

Como los sentimientos surgen a partir de una cierta valoración de la realidad, son la conciencia de la adecuación o de la falta de armonía en­tre la realidad y nuestros deseos. Por eso, aunque la afectividad se encuen­tra a un nivel prerracional o prerreflexivo —porque depende de la cogita­tiva y no del entendimiento—, tiene un cierto valor cognoscitivo, porque mis sentimientos me informan acerca de mi situación al poner de mani­fiesto la valoración que hago de los objetos. Los sentimientos son pues la mani­festa­ción de nuestra relación con el mundo, expresan nuestra perte­nencia al mundo y nuestro modo de estar en él: a gusto o a disgusto.

El carácter cognoscitivo de los afectos es distinto al conocimiento que obtenemos por la sensación, aunque se emplee el verbo “sentir” para designar ambos fenómenos. Los sentimientos, a diferencia de las sen­sa­ciones, nos nos informan directamente del mundo externo ni de nues­tro propio cuerpo, sino de la relación de éste con aquél; tampoco dispo­nemos de un órgano específico para sentirlos, a la manera como los ojos son el órgano del sentido de la vista; por último, los afectos tampoco se encuen­tran localizados en un punto del cuerpo como cabe situar un do­lor.

c) La dinámica amorosa

Los sentimientos son los indicadores del camino del hombre hacia la felicidad. Como el hombre es un animal que vive en sociedad, el afecto amoroso resulta especialmente relevante para la adquisición de la plenitud: vivir desde otra persona y para otra persona. El enamoramiento es algo que pasa con una intensidad tan grande que parece tener el carácter de lo inevitable. Aunque el afecto amoroso no se puede controlar, sí puede dirigirse; como puede dirigirse un barco a vela soplando el viento hacia donde quiere. Lo que el hombre hace con sus afectos, o lo que deja de hacer, sí cae bajo su responsabilidad.

Los afectos son el modo de sentir nues­tras tendencias, y las ten­dencias son la inclinación de los seres vivos a lo­grar aquellas perfecciones que les faltan para alcanzar su plenitud. Por lo tanto, los afectos in­forman del mayor o menor éxito que se va lo­grando en la consecución de lo que se considera que constituye la propia perfección. Quien está con­tento con­sidera que va alcanzando sus objetivos vitales, quien está triste no está sa­tisfecho con su vida: le gustaría poseer algo que no tiene o, al menos, que cambie la situación en la que se encuentra.

Como el hombre es un animal social por naturaleza, no puede llevar a cabo en solitario su proceso de autorrealización. Para alcanzar la perfección que le es propia necesita relacionarse con los demás, salir de sí mismo abriéndose a los otros. Esto tiene también su reflejo en la dinámica de la vida afectiva, que debe comprenderse desde la intersub­jetividad. Nuestros sentimientos están mediados socialmente.

Cuando se habla de autorrealización, perfección, plenitud, quizá puede pensarse que se trata de unos términos muy abstractos, que no nos dicen nada acerca de la realidad concreta a la que se refieren. La traducción al lenguaje ordinario de estas nociones filosóficas no es otra que felicidad. Porque, ¿en qué puede consistir si no, esa plenitud a la que todos aspira­mos? El cumplimiento perfecto del ciclo biológico —nacer, crecer, repro­du­cirse y morir— no indica nada en relación con la consecución de la au­to­rrealización humana, porque ésta no se mide sólo en términos biológi­cos. Todos queremos ser felices. Lo que resulta más difícil es determinar en qué consiste para cada uno la felici­dad. Porque lo que hace felices a unas personas parece que no lo hace a otras.

En términos generales, la felicidad a la que cada uno aspira está determinada por una serie de factores biológicos —depende del tempera­mento y del organismo de cada uno—, unos elementos psicológicos y educativos —de una socialización concreta y de un temple de personali­dad preciso— y de otros factores a nivel de conoci­mientos y expectativas —el ideal que cada uno se forja en la vida—. A esto se le llama "el conte­nido material de la felicidad”. La felicidad en este sentido es la meta de la auto­rrealización y suele estar formado por una pluralidad de valores más o menos articulables entre sí, que suelen re­sumirse en estos tres aspectos: tener, poder y valer. Pero como el proceso de autorrealiza­ción humano está mediado por la intersubjetividad, cabe afirmar que, en el fondo, lo que más feliz hace al ser humano es querer y sentirse querido por alguien: esa es la raíz más profunda de la felicidad.

El amor es por lo tanto el principio más radical de la dinámica afectiva, cuyo término es la propia plenitud. Al amar, captamos la pleni­tud y perfección de otra persona, lo que hay de bueno en ella, en tanto que susceptible de ser realizado por mí mismo, y en cuya realización va im­plicada mi propia felicidad. Enamorarse es, en definitiva, captar que la propia plenitud está vinculada y depende de la correspondencia y la feli­cidad de otra persona. Cuando el enamoramiento es mutuo, se com­prende que las personas no quieran, o no puedan, vivir separadas.

El enamoramiento, al ser un fenómeno afectivo, no está dentro del ámbito de la voluntad: es algo que "nos pasa", incluso a veces sin que­rerlo. Pero la realización del proyecto amoroso sí entra en el dominio de la voluntad, y podemos decidir llevarlo o no a cabo, o ejecutarlo de una manera o de otra. Por eso, aunque no hay responsabilidad moral so­bre los sentimientos —yo no soy libre de sentir lo que siento— sí la hay sobre los propios actos —porque somos responsables de hacer o dejar de ha­cer cosas en relación con lo que nos pasa—. Así, el amor puede ser protago­nizado libremente, puede ser rechazado o puede ser objeto de pres­cripcio­nes mo­rales y en materia de promesas y compromisos. Quizá nadie pueda pro­meter que seguirá sintiendo afectivamente siempre lo mismo —porque los sentimientos no están directamente bajo el dominio de la voluntad— pero sí puede prometer cuál será su actuación respecto de su afectividad: el hombre es dueño y por tanto responsable de sus acciones.

Aunque los afectos no caen directa e inmediatamente bajo el control de la voluntad —no basta para dejar de sentir algo decidir no hacerlo—, se puede influir sobre ellos de manera indirecta: cabe moderar­los o dirigirlos, alimentarlos o amortiguarlos, a través del conoci­miento y del control de las circunstancias. Pueden evitarse las situaciones que avi­van determinados afectos o hacer imposibles las circunstancias en que habitualmente se originan. Como resulta posible también fomentarlos o incrementarlos llevando a cabo las conductas inversas. De manera seme­jante, cabe hacer un esfuerzo consciente para que crezca nuestro afecto por alguien buscando su trato, evitando el de otras personas, etc. ; y cuando hay amor, se busca conocer mejor a la persona a quien se quiere. También, por su parte, la afectividad provoca una mayor lucidez cognos­citiva como sucede en todos los casos que suelen llamarse “conocimiento por connaturalidad” o incluso “conocimiento por familiaridad”.

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