domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 6

TEMA 6. LA ESTRUCTURA OPERATIVA DEL SER HUMANO II

a) Guión

6. La estructura operativa del ser humano II

1. Lenguaje animal y humano

2. El pensamiento y el lenguaje

3. Naturaleza y alcance del pensamiento humano

4. Autoconciencia e inconsciente. Conciencia vital y conciencia intelectual

b) Desarrollo

c) Textos para comentario

Marx, K., Manuscritos filosófico-económicos

Frege, G., Estudios sobre semántica, Ariel, Barcelona, 1984, pp. 49-56.

Kenny, A., The Metaphysics of Mind, Clarendon Press, Oxford 1989, pp. 6-9.


Tema 6. La estructura operativa del ser humano II

1. Lenguaje animal y lenguaje humano

El lenguaje humano se diferencia totalmente del lenguaje animal. Aunque es verdad que los animales se comunican también es verdad que su lenguaje lo reciben genéticamente: sólo expresa emociones. El lenguaje humano puede expresar además cómo es el mundo. Su significación no está vinculada con la expresión emotiva. El lenguaje humano es convencional: se basa en una serie de símbolos que significan las cosas de manera arbitraria; y tiene unas reglas de utilización que también son arbitrarias. Estas reglas son imprescindibles para que las palabras tengan sentido. Pero hay que aprenderlas porque no las tenemos en nuestra dotación genética.

Hay entre algunos animales un cierto tipo de lenguaje, pues hay en­tre ellos una cierta comunicación. Expresan sus emociones de una manera que los demás pueden comprender, algunos viven constituyendo sociedades y, en algunos casos, se ha probado que se transmiten mensajes. Hay, por tanto, una comunicación natural entre animales. Partiendo de la existen­cia de ese lenguaje animal, que suele llamarse icónico, algunos han mante­nido tanto que no hay diferencia esencial entre el lenguaje animal y el hu­mano, denominado "dígito", como que el segundo podía expli­carse a partir de una evolución del primero.

Sin embargo, el lingüista Sapir definió el lenguaje como "un mé­todo exclusivamente humano y no instintivo de comunicar ideas, emo­ciones y deseos por medio de un sistema de símbolos producidos de ma­nera delibe­rada". En su definición se subrayan las diferencias que hacen al lenguaje dí­gito humano irreductible al lenguaje icónico animal. Puesto que son esen­cialmente distintos, el segundo no puede proceder por evo­lución del pri­mero, como también prueba el hecho de que el lenguaje icónico animal ha evolucionado en el hombre dando lugar a un tipo de lenguaje que, por espe­cíficamente humano que sea, no es sin embargo dí­gito. El lenguaje animal evoluciona en el hombre hasta constituir todo el ámbito de la expresión na­tural de sus emociones desde los aullidos de do­lor, a los suspiros o a los gri­tos de cólera. Podemos llamar a alguien pe­gándole un grito. Pero, por impor­tante que sean tales expresiones de las emociones en el lenguaje humano y por relevantes que resulten a la hora de explicar cómo un niño aprende su lengua materna concreta, ésta el inglés, el francés o el boroboro es irre­ductible a las primeras. El ser hu­mano puede usar un lenguaje articulado que es esencialmente distinto del lenguaje icónico humano.

Sapir señala bien algunas diferencias entre el lenguaje animal y el humano. En primer lugar, el animal es instintivo y el articulado humano no. Como el lenguaje animal es instintivo, se transmite biológicamente, de la misma manera en que lo hacen las expresiones naturales humanas de las emociones. Todos, con independencia de qué lengua hablemos, gri­tamos más o menos igual. Quizá apoyándonos sobre la vocal "a", pero no porque tenga un significado especial sino por sus características físicas: es la vocal más abierta. De la misma manera todos los niños emiten pareci­dos ruidillos guturales de satisfacción. Pero, por el contrario, las lenguas en que hablamos articuladamente ni son instintivas ni se transmiten bio­lógicamente. Son signos convencionales y se aprenden culturalmente.

En segundo lugar, el lenguaje animal es icónico, de "icono", por­que funciona mediante la emisión de un sonido que es señal de una emoción; puede entenderse así como una reacción ante una sen­sación. Si se experimenta un fuerte dolor, se grita; el aullido pertenece a la conducta tí­pica del dolor y actúa como su expresión natural. Por eso, un grito funciona como señal unívoca de que duele. En el lenguaje icónico, la relación entre el mensaje y la señal es relativamente simple y directa: cada signo significa siempre un solo y el mismo mensaje. Los perros la­dran siempre de la misma manera cuando tienen hambre, y los gatos ronrronean siempre igual cuando es­tán a gusto. El lenguaje animal es la respuesta refleja e inmediata a una sensación que está relacionada con la vida biológica del animal: con su conservación mediante el alimento y la huída del peligro o con la pro­creación.

Por contra, el lenguaje humano es dígito y articulado: los mensa­jes se construyen a partir de diversos elementos distintos entre sí, siendo las re­laciones entre signos y significados totalmente arbitraria. Las cuali­dades físi­cas de los signos son totalmente irrelevantes para los mensajes. Además, la comunicación se basa prioritariamente en signos que hacen referencia a ob­jetos o propiedades del entorno: no expresan nuestras reac­ciones subjetivas sino que pueden describir características del mundo. El hecho mismo de que cualquier persona pueda decir una determinada frase con una amplia varie­dad de entonaciones indicadoras de un rico abanico de estados afectivos sorpresa, incredulidad, ira, alegría, etc. prueba que el sentido de la pro­posición (lo que se dice) es diferente del tono afectivo con que pueda decirse. El tono que expresa las emociones pertenece más bien al lenguaje icónico mientras que las proposiciones que articula son len­guaje dígito. Por eso, cuando un ruso grita enfadado captamos su enfado, aunque no entendamos lo que dice.

En tercer lugar, el lenguaje humano se caracteriza frente al animal por la posibilidad de emitir y de comprender siempre mensajes nuevos que nunca antes se habían usado. El lenguaje permite la creación incesante de nuevos mensajes que pueden ser comprendidos: es intrínsecamente inte­li­gible. Podemos formar con palabras viejas frases nuevas que los demás pue­den entender. Lo que decimos, las frases y los discursos, son compren­sibles de suyo; tienen su propia lógica. No actúan como señales de ideas en la cabeza de alguien, ni como meras huellas de procesos psicoló­gicos. Las pro­posiciones son lo que entendemos.

Comprendemos los discursos y los textos. Comprender una frase que alguien ha dicho o escrito no es revivir lo que se le pasó por la cabeza mien­tras la decía sino captar su significado o sentido. Quien la dijo o es­cribió puede haber muerto hace miles de años. Quizá un ejemplo ayude a entender qué significa que el lenguaje humano es intrínseca­mente inteligible, que contiene en sí mismo lo que hay que entender. Cuando el egiptólogo Champollion consiguió descifrar el lenguaje jero­glífico mediante el análisis del texto trilingüe de la piedra Rosetta logró captar un sentido que el jeroglí­fico poseía intrínsecamente. No tenía ac­ceso a la cabeza de ningún egipcio. Hacía siglos que nadie comprendía la escritura jeroglífica. Pero su sentido es­taba ahí para que alguien pudiera llegar a comprenderlo. Como está ahí el sentido de un mensaje cifrado para que lo descifre los sistemas del servicio enemigo de contraespionaje.

Cabe distinguir tres dimensiones en el lenguaje: la sintáctica o gra­matical, que consiste en las relaciones que mantienen entre sí los sig­nos lin­güísticos; la semántica o significativa, que es la relación que existe entre los elementos y las realida­des o propiedades del mundo a que re­fieren; y la pragmática, constituida por las relaciones que mantienen entre sí y con el lenguaje sus usua­rios. Lo que hace quien habla al hablar: pro­meter, persua­dir, consolar, etc.

2. El pensamiento y el lenguaje

El lenguaje no es la forma externa del pensamiento ni la traducción para otros de un idioma privado. El lenguaje es el lugar donde ocurre el pensamiento. Pensar no es una actividad extraña e íntima que después, con suma dificultad, tramos de poner en palabras. Pensar es poder hablar.

Como es comprensible de suyo, puesto que es lo que entendemos, el lenguaje no es un mero ropaje del pensamiento, una señal del pensamiento o un mero código externo de significaciones. El pensamiento no es una co­rriente mental, una sucesión de imágenes o representaciones que sólo en un segundo momento se expresan exteriormente por medio de un código lin­güístico; y el significado de las palabras no queda determinado por las ideas o las imágenes mentales privadas del hablante. Sean lo que sean, los concep­tos no son representaciones o copias mentales de las cosas.

El lenguaje no es un ropaje externo del pensamiento, al menos por dos razones. En primer lugar, hay muchas realidades que deben su existen­cia al lenguaje. Sólo el lenguaje hace posible realidades como la fama, las ca­lumnias, las promesas, las tarjetas de crédito o los presupuestos generales del estado. El lenguaje cre­a significados y configura el mundo en que vivi­mos, el escenario en que se desenvuelve la existencia humana. El lingüista Coseriu lo resumió claramente: "la creación de significados es conoci­miento y el unirlos a tales y cuales significantes, es decir, el transformarlos en con­te­nidos de 'signos' es un modo de fijarlos y hacerlos objetivos; por con­si­guiente, puede decirse que el lenguaje es, en un solo acto, conoci­miento y forma de objetivación y fijación del conocimiento mismo".

En segundo lugar, creer que el lenguaje es un mero código externo de un pensamiento que ya se ha forjado "interiormente" no sólo es mal­com­prender el lenguaje: es sobre todo no entender qué es el pensamiento. Porque el pensamiento no es una sucesión de imágenes mentales de las co­sas. Claro que a veces en nuestra cabeza se suceden imágenes mentales para eso tenemos imaginación y claro que a veces una palabra evoca una imagen. Pero, por mucho que las palabras evoquen imágenes, su signi­fi­cado no son las imágenes que evoca. Comprender una proposición como "el tren llegará a las cinco" no es evocar una imagen de un tren con un reloj marcando las cinco. Comprender "el tren llegará a las cinco" es comprender que el tren llegará a las cinco, se imagine uno lo que se imagine.

Tampoco el pensamiento es un hablarse a sí mismo, un hablar pri­vado o interiorizado. Lo hacemos con mucha frecuencia, pero vuelve a ser una tarea de la imaginación. Imaginarse el sonido de las palabras que pro­nunciaríamos es mucho más descansado y discreto que hablar en alto a solas. Pero el pensamiento no tiene nada que ver con eso. Tiene que ver con nues­tra ca­pacidad de comprender el lenguaje. Y da exactamente igual que las pa­labras que forman las proposiciones sean imaginadas o dichas en voz alta. En los dos casos, nuestra capacidad de comprender el lenguaje implica el pensa­miento. Pensar es comprender y fabricar significados.

Tampoco puede verse el lenguaje como un molde extrínseco del pensamiento. Como si fuera algo que le da forma y lo configura desde fuera, que lo determina extrínsecamente y lo violenta. Como si fuera una prisión de la que librarse. Porque el lenguaje no pone de ninguna manera rejas a una presunta libertad del pensamiento, ni lo predetermina encerrándolo en­tre unos muros lingüísticos. Pensar es forjar y entender significados conte­nidos en el lenguaje. Aprendemos a pensar cuando aprendemos a ha­blar, aunque podamos siempre seguir mejorando nuestras capacidades lin­güísti­cas. Precisamente porque el lenguaje es intrínsecamente inteligible y resulta comprensible de suyo, lenguaje y pensamiento no son dos realidades distin­tas de las que la primera pudiera aprisionar a la segunda. Por eso, la hipótesis del determinismo lingüístico tan popular hace unos años no tiene un sentido claro.

El lenguaje ni se limita a expresar ni determina desde fuera el pen­samiento: lo contiene. El lenguaje es el vehículo del pensamiento. Pero aquí, las palabras "contener" y "vehículo" no deben entenderse espacial­mente. El lenguaje no contiene el pensamiento como la fruta el hueso, o el paquete de tabaco los cigarrillos. La relación entre pensamiento y lenguaje es intrínseca y no extrínseca. Si yo digo "pienso que el tren llegará a las cinco", "el tren llegará a las cinco" no sólo expresa, sino que contiene lo que pienso. No es que yo tenga en la cabeza la ima­gen de un tren llegando superpuesta a la de un reloj, y que unas palabras se unan a la imagen como su traducción exte­rior. Tener o no esa imagen es irrelevante para el sentido de las palabras, como es irrele­vante que se formule interior o exteriormente el enunciado. En cualquier caso, lo que yo pienso es que "el tren llegará tarde". La proposi­ción en­trecomillada contiene mi pensamiento.

Ni el pensar es una misteriosa actividad privada paralela al de­cir ni el lenguaje es una mera traducción pública de un pensamiento privado: el lenguaje contiene o vehicula el pensamiento. En la medida en que el len­guaje es intrínsecamente inteligible, la mejor manera de preguntar por qué es pensar es plantear qué significa comprender una lengua. Aunque el pro­blema se formula habitualmente respecto de una lengua extran­jera se comprende un idioma extranjero cuando se es capaz de tra­ducirlo a la len­gua materna, y se sabe que "dog" en inglés es "perro" en cas­tellano y "I am hungry" es "yo tengo hambre", la cuestión que ahora interesa es qué sig­ni­fica comprender el propio idioma materno. ¿Qué significa que yo com­prendo "perro" o "yo tengo hambre"?

Una solución falsa estriba en pensar que se comprende el idioma ma­terno al asociar las palabras a los conceptos, porque en esta visión, los con­ceptos no pueden ser sino representaciones, imágenes o copias mentales de las cosas. Pero ninguna imagen determina el significado de una palabra o de una proposición. Entre otras razones porque para comprender una pala­bra o una proposición hay que saber cómo se usa, y ninguna imagen deter­mina el uso de una expresión lingüística. Sólo cabe describir qué significa comprender una palabra de la lengua materna y, en consecuencia, poseer un concepto en términos de habilidad para usarla: comprender una pala­bra es saber qué significa, y saber qué significa es saber usarla.

Esto implica que la pregunta de si es necesaria una comprensión de los conceptos previa a su utilización en el lenguaje está mal planteada preci­samente porque comprender una palabra es saber usarla co­rrecta­mente. La descripción de la comprensión de los conceptos es la descripción de la prác­tica de hablar un idioma. Así, como dice Wittgenstein, entender un idioma es dominar una técnica.

Las técnicas lingüísticas se diferencian de otras en que son alta­mente conscientes. "Saber nadar" significa exclusivamente poder nadar, no tiene por qué haber ninguna especial conciencia de lo que uno está ha­ciendo cuando está nadando o cuando está caminando. Pero, por el con­trario, en el len­guaje, en la capacidad o habilidad de saber hablar, sí está presente ese elemento cognosctivo. No sabe hablar quien no sabe qué está diciendo. Pensar no es una actividad paralela al decir, un misterioso proceso mental, pero tampoco es algo que podamos quitar de enmedio. Si nos limitamos a repetir una frase en chino que hemos oído, sin tener ni idea de qué estamos diciendo, no sabemos hablar chino, por mucho que alguien desde fuera pu­diera creer que lo estamos haciendo. Por co­rrectas que sean nuestras frases no sabemos chino, porque no compren­demos ni lo que decimos ni lo que nos dicen. Y eso es exactamente pen­sar: comprender un lenguaje. Hablar es la actividad racional por excelen­cia.

3. Naturaleza y alcance del pensamiento humano

El carácter convencional del lenguaje tiene que ver con la capacidad del hombre de referirse a las propiedades de las cosas en referencia a ellas mismas. El hombre puede abrirse al mundo tal como es, mientras que el animal se refiere al mundo con respecto a su estado particular. A esa capacidad la llamamos inteligencia o intelecto.

Tras haber mantenido que el lenguaje es intrínsecamente inteligi­ble y que nuestra capacidad intelectual puede definirse como la capacidad especí­ficamente humana de comprender un lenguaje, puede plantearse mejor qué es exactamente esa capacidad intelectual, cuál es su alcance, y por qué es es­pecíficamente humana. O sea, cabe considerar qué diferencias esenciales hay entre la inteligencia humana y la imaginación animal, que nosotros también usamos.

A diferencia de la imaginación o de la estimativa animal que capta sólo aquellas propiedades del entorno que son relevantes para el organismo biológico que es el animal, el intelecto puede co­nocerlo todo, también lo que no es relevante para la propia supervivencia. Mediante el intelecto el hom­bre es capaz de captar lo que las cosas son en sí y no sólo para mí. Mientras que a través de la estimativa o el hombre a través de la cogitativa un animal capta el significado que lo real tiene para él, el intelecto capta lo real en sí. Para la estimativa, el agua es potable; para el intelecto H20. Que el agua sea potable depende de la situación orgánica del animal o del hombre y, por tanto, el agua es potable para mí en cuanto que sediento, pero que el agua sea H20 no de­pende de mi situación orgánica. El agua es H20 en sí. Por tanto, el hombre puede conocer de alguna manera lo real en sí, o lo que lo real es de suyo. Por eso, suele decirse que el objeto del intelecto es lo real en tanto que real.

Como el alcance del intelecto humano es lo real en tanto que real, suele decirse que el hombre está abierto al mundo. El animal sólo capta del ambiente aquello que es relevante para su conducta, de modo que las pautas de la conducta predeterminan de modo más o menos rígido, su co­noci­miento del medio exterior. Tampoco el animal capta propiamente "cosas" dotadas de cualidades inherentes, porque sólo capta el significado de lo real para él. De este modo, como ha escrito Max Scheler, "para el animal no hay 'objetos'. El animal vive extático en su mundo ambiente, que lleva estruc­tu­rado consigo mismo a donde vaya, como el caracol su casa. El animal no puede llevar a cabo ese peculiar alejamiento y sustan­tivación que convierte un 'medio' en 'mundo', ni tampoco la transforma­ción en 'objeto' de los centros de 'resistencia' definidos afectiva e impul­sivamente. Yo diría, con­cluye Scheler, que el animal está esencialmente incrustado y sumido en la realidad vital correspondiente a sus estados or­gánicos, sin aprehenderlos nunca 'objetivamente'".

El hombre, por el contrario, no está vinculado a sus impulsos ni al mundo circundante, sino que está abierto al mundo. El hombre tiene mundo y no perimundo. Puede elevar a la dignidad de "objeto" los centros de resistencia de su mundo ambiente y puede determinar su conducta desde el modo de ser de los objetos mismos. El hombre capta lo real en sí, lo otro en su alteridad.

En la medida en que el objeto del intelecto es toda la realidad, el in­te­lecto puede captarse a sí mismo como real, por lo que es reflexivo. En cuanto que el hombre es capaz de objetivar lo real, es un sujeto. Subjetividad y obje­tividad son correlati­vas: sólo es sujeto el ser que está abierto al mundo, el que es capaz de obje­tivar la realidad y de captarse a sí mismo como objeto, de verse a sí mismo desde el mundo. Pero la reflexividad del hombre, su capa­cidad de objetivarse a sí mismo que le convierte en sujeto, no aparece en el plano teórico sino también en el plano práctico. En el plano teórico, el hom­bre es sujeto porque es una autoconciencia, porque puede tomarse a sí mismo como objeto de su conocimiento; en el plano práctico, el hombre es sujeto porque es libre, porque puede tomarse a sí mismo como objeto de su conducta. En cuanto que está dado para sí mismo tanto en términos teóricos como prácticos, el hom­bre puede modelar li­bremente su vida, diseñarla y proyectarla. Es libre por­que es dueño de sí: se tiene a sí mismo en las manos.

Como el intelecto está abierto a todo lo real y es reflexivo, es una fa­cultad espiritual, porque las dos propiedades del espíritu son la universali­dad y la reflexividad. Que la capacidad intelectual humana es espíritual no significa que sea un elemento misterioso sino simplemente que no es mate­rial u orgánica. El intelecto, a diferencia de la estimativa o de la cogita­tiva, no es orgánica porque conoce lo que las cosas son al margen de la situa­ción orgánica del sujeto, o sea funciona con independencia del organismo. Mientras que la situación del organismo define el ob­jeto de la estimativa el agua es refrescante porque tengo calor, no define el del intelecto el agua es H2O sea cual sea mi situación.

Aunque sea espiritual, el intelecto no deja de ser una facultad es decir una capacidad operativa no orgánica del hombre, que es un deter­minado tipo de organismo vivo. Ni el hombre y su intelecto se identifican, ni el hombre es una autoconciencia pura. Lo que limita seriamente la capa­cidad real de su pensamiento. Por una parte, aunque se abra a él, el intelecto no agota el mundo; no permite un saber absoluto, exhaustivo y definitivo. Por otra, aunque sea reflexivo, el intelecto humano no se agota a sí mismo; no posibilita tampoco una autoconciencia absoluta: sabemos cosas de noso­tros mismos, pero hay otras muchas que ignoramos.

4. Autoconciencia e inconsciente. Conciencia vital y conciencia intelectual.

El hombre sabe de sí a través de la autoconciencia vital, es decir, a través de la valoración de las cosas del mundo con respecto a sí mismo. Pero también sabe de sí por la autoconciencia intelectual, por la reflexión sobre sí msimo. Por esta autoconciencia, a diferencia de los animales superiores, el hombre sabe que sabe y se pone como objeto de sí mismo. Por ese este tipo de saber de sí es lo que define mejor el ser hombre.

La estimativa es la autoconciencia animal porque capta el significado que la realidad tiene para el organismo. En la estimativa, al conocer lo que la realidad significa para el animal, el conocimiento de sí que el animal tiene y el conocimiento que tiene del mundo resultan ser el mismo. Pues en el co­nocimiento de que el agua es potable se funden el conocimiento de una de las propiedades del agua con el de la propia situación la sed.

En el ser humano aparece también este tipo de autoconciencia sen­si­ble cuando valora la realidad a través de la cogitativa y se la suele llamar "autoconciencia vital" porque determina lo que el hombre sabe de sí antes de ponerse a reflexionar intelectualmente. Como se da antes de la ra­zón intelectual, la autoconciencia vital no es propiamente irracional, sino más bien prerracional y está en la base de toda autoconciencia posterior. Es ella la que determina realmente nuestro modo de estar en el mundo, la ma­nera en que se nos presentan las cosas, nuestro estado de ánimo y, por tanto, la que rige el desenvolvimiento de nuestra vida.

Como es el modo más básico y fundamental en que sabemos de no­sotros mismos, la autoconciencia vital ha sido llamada de diversas maneras por las diferentes escuelas de la psicología que subrayan uno u otro de sus aspectos: "tono vital", "fondo endotímico", "incons­ciente", etc. La conciencia vital comprende aquellos aspectos de la vida del hombre que están más es­trechamente re­lacionados con las funciones vegetativas (cuyo ob­jeto especí­fico es la conservación del viviente y el mantenimiento de la espe­cie). Los me­canismos concretos que regulan estos aspectos nos son desconoci­dos en muchos casos y, por ello, están también fuera del alcance y del radio de ac­ción de la voluntad.

Pero, además de esta conciencia vital, en el hombre se da un fe­nó­meno único, que es la autoconciencia intelectual: el ser humano es el único ser corpóreo que tiene conciencia de que tiene conciencia, que es consciente de que es consciente. Los animales se dan cuenta de las cosas, advierten las propiedades del entorno que les interesan, pero no se dan cuenta de que se dan cuenta. En cambio, el hombre sí: no es sólo una conciencia sino que es una conciencia que es consciente de que es una conciencia. A diferencia de la animal, la consciencia humana es consciente de sí. Mientras la relación de los animales con el mundo es inmediata encajan perfectamente en él la de los hombres es mediata y reflexiva. Los animales están en el mundo in­crustándose en él, mientras que los hombres saben que están en el mundo, con lo que su relación con el mundo está mediada por el conocimiento.

Como no son reflexivos, los animales no pueden plantearse dudas sobre su propia conciencia mientras que el hombre se pasa la duda envuelto en ellas. Al ser conscientes de nuestra conciencia podemos advertir sus limi­taciones y dudar de lo que parecía claro. Puesto que no sólo sabemos, sino que sabemos que sabemos, podemos poner en tela de juicio nuestro propio saber. Los animales no pueden. Sólo a un ser que es consciente de ser una conciencia se le puede ocurrir que las cosas no sean quizá lo que le parecen, que quizá se equivoque o se engañe. Por eso, la perplejidad y la duda, la puesta en cuestión de sí mismo típica de un ser reflexivo resulta tan característica del ser humano. Comparados con el hombre, los animales es­tán siempre seguros de sí mismos.

La autoconciencia intelectual puede acoger lo que sucede en el nivel de la conciencia sensible: el hombre puede ponerse a reflexionar intelec­tualmente sobre su propia vida, a analizar y considerar pormenorizada­mente cuáles son sus sentimientos y actitudes; cómo reacciona ante los acon­tecimientos; por qué motivos suele actuar, etc. El ser humano no sólo puede pensar sobre su vida sino que es este momento reflexivo este examinarse a sí misma lo que diferencia la vida humana de la animal. Sólo el hombre puede tomarse a sí mismo como objeto de estudio, y de amor, prometer y ha­cer planes sobre el futuro, arrepentirse y pedir perdón, revocando de al­guna manera el curso de los acontecimientos de su vida pasada. Pero, al re­flexionar sobre la vida, lo que el intelecto no puede hacer es intentar susti­tuirla. No es lo mismo vivir que reflexionar sobre lo vivido, como no es lo mismo enamorarse que escribir un tratado de filosofía sobre la afectividad o pintar un cuadro que estudiar un libro de historia del arte. Primero vivimos, después pensamos e intentamos comprender lo que nos ha pasado y hemos hecho. Por eso, la vida y su autoconciencia tiene una cierta prioridad sobre el intelecto y la suya.

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