domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 8

TEMA 8. LOS FINES Y EL TERMINO DE LA VIDA HUMANA

a) Guión

8. Los fines y el término de la vida humana

1. El sentido de la vida

a) La pregunta por el sentido

b) La utilidad de la vida

c) La inteligibilidad de la vida

d) La vida como tarea

2. Los fines de la vida

a) ¿Vivimos para algo?

b) Los tres fines de la vida humana

3. El término de la vida humana

a) Muerte animal y muerte humana

b) ¿Es malo morirse?

c) Inmortalidad, reencarnación y resurrección

b) Desarrollo

c) Textos para comentario

Choza, J. Etica y política: un enfoque antropológico en A. Llano (ed.), Etica y política en la sociedad democrática, Espasa-Calpe, Madrid 1980, pp. 30-4.

Morin, E., El hombre y la muerte, Kairós, Barcelona 1994, pp. 57-9.


TEMA 8. LOS FINES Y EL TERMINO DE LA VIDA HUMANA

1. El sentido de la vida

a) La pregunta por el sentido

La pregunta por el sentido de la propia existencia es un interrogante específicamente humano. Sólo puede preguntarse por el sentido de su pro­pia existencia un ser que es un sujeto capaz de objetivar la realidad, de obje­tivarse a sí mismo y, por lo tanto, capaz de reflexionar. Sólo las personas po­demos cuestionar nuestra propia existencia. Además, como señala Victor Frankl, la pretensión humana de vivir una existencia llena de sentido, hasta el máximo posible, es una constante en la vida de los hombres. Por eso, se ha podido escribir que el hombre es un animal de sentido.

La palabra "sentido" admite al menos tres acepciones. En primer lu­gar, "sentido" significa utilidad. Bajo esta acepción, algo tiene sentido cuando tiene la aptitud para cumplir una función, es decir cuando sirve para algo. En segundo lugar, "sentido" significa también contenido inteligi­ble. Así, decimos que un texto o una frase tienen sentido si dicen algo, si contienen una información que puede ser comprendida; afir­mamos que no lo tiene si las palabras no llegan a constituir proposiciones. En tercer lugar, decimos que algo tiene sentido cuando merece la pena, cuando compensa realizar esa acción o esforzarse en poseer esa cosa.

La pregunta por el sentido de la existencia humana puede formu­larse referida a cualquiera de las tres acepciones de la palabra "sentido", con lo que resultan tres interrogaciones diferentes. No es lo mismo preguntar si vivir sirve para algo (si hay algo diferente de la vida para lo que la vida es útil), que inquirir si la vida tiene un significado (si cuando nos la cuentan podemos comprender qué ha pasado), o, por último, que cuestionarse si vivir merece la pena. En demasiadas ocasiones, se mezclan las tres preguntas, con lo que se hace imposible una respuesta clara.

b) La utilidad de la vida

Si el sentido de la vida fuera el ser medio para algo externo a ella misma, la vida no tendría propiamente sentido. La creencia en la inmortalidad y en la vida eterna no puede por ello entenderse desde este punto de vista.

La forma más elemental de preguntar por el sentido de la vida es in­terrogarse si vivir sirve para algo distinto de sí mismo, si es un buen medio para algún fin, si vivimos porque sí o vivimos para otra cosa. O sea, si la vida es un bien en sí misma, algo valioso en sí, o algo cuyo valor es pres­tado, exclusivamente instrumental.

El sentido de la vida no puede ser meramente instrumental. Porque si la vida es un puro medio para algo, que sí es intrínsecamente valioso, en­tonces lo mejor es que el fin se cumpla, que advenga el fin y con él la muerte. Que la vida no pueda entenderse exclusivamente como medio para otra cosa distinta de ella no quiere decir que no pueda —y no deba— subor­dinarse a otros valores más altos, a la libertad, a la justicia o a la solidaridad. Quiere decir que, incluso cuando se subordina a esos otros valores, lo hace teniendo un valor en sí, y no como un puro medio. Justo porque vivir es valioso y tiene sentido en sí mismo, comprendemos los actos heroi­cos de quienes entregan su vida por un ideal. Pero los seres humanos no son hormigas cuya existencia puede ser simplemente útil para la prosperi­dad del hormiguero.

Por mucho que en ocasiones deba subordinarse a otros valores, la vida tiene sentido en sí. Y si no lo tuviera nada podría dárselo desde fuera. Ni siquiera otra vida eterna. Desde esta perspectiva, hay que comprender bien la creencia en la existencia de otra vida, en la inmortalidad del alma o en la resurrección de los cuerpos. Ahora no se trata de probar si tal vida existe o no, sino sólo de cómo —si existe— se articula con la existencia te­rrestre. Y, bajo este punto de vista, está claro que esta vida no puede ser en­tendida como un puro medio para la otra. Porque si fuera un puro medio, lo mejor sería morirse ya para que adviniera la otra. Si el único sentido de esta vida es lograr la otra ésta no tiene sentido.

Por eso, la creencia cristiana en otra vida no ha solido formularse en esos términos. La cuestión del sentido religioso de la vida terrestre pasa por resolver las relaciones entre el tiempo y la eternidad: cómo el primero permanece en la segunda, que es un problema demasiado complejo para discutirlo aquí. Pero sí está claro que, para los cristianos, la vida eterna no confiere a ésta un sentido que no tenía sino que más bien la primera supone la plenitud absoluta y total de un sentido que la segunda ya poseía incoati­vamente. La articulación entre tiempo y eternidad no es de negación sino de plenificación.

c) La inteligibilidad de la vida

La vida humana tiene sentido en la medida que se puede contar. Pero el punto de vista del narrador no puede estar fuera de la vida misma. Podemos contar lo que ha pasado y lo que se espera, pero no sabemos nada del final ni estamos instalados en el punto de vista de Dios.

La segunda manera de plantear el sentido de la existencia consistía en preguntar si la vida constituía una totalidad que fuera comprensible. Bajo esta perspectiva, como la vida humana presenta una estructura dramá­tica, la pregunta por su sentido es similar a la pregunta por el sentido de una película o de una novela, o sea, por el sentido de una narración.

Una narración no es una pura sucesión de acontecimientos. Una pe­lícula no es un puro amontonamiento de escenas o de planos. Sino que constituye una cierta totalidad, que no es algo extrínseco y como añadido a los acontecimientos desde fuera sino algo que surge más bien desde dentro. Son los hechos o los sucesos los que se relacionan unos con otros, los que tienen consecuencias, los que se van ordenando y entretejiendo formando una totalidad que cabe comprender. Son los sucesos mismos los que van de­jando claro un guión que se puede seguir. En una buena película, no hace falta que un narrador salga de la pantalla y explique la película o cuente lo que está pasando. Si la película es buena vemos lo que está pasando; son las escenas mismas las que de por sí configuran una historia comprensible.

Por eso, para comprender su propia vida, para entender lo que le pasa, el ser humano tiene que contárselo. Contarse cada uno lo que le pasa quiere decir engarzar cada suceso particular que estaba aislado con los demás convirtiéndolo en episodio de una historia. Por eso, para entender un gesto de alguien o una de sus acciones no nos queda más remedio que verlo e in­terpretarlo a la luz de su carácter, de su conducta habitual o de otros aconte­cimientos. O sea, incrustarlo en toda una secuencia de sucesos. Y el mismo esquema es el que seguimos a la hora de comprender una de nuestras reac­ciones, gestos o acciones.

La unidad de la vida es, pues, la unidad de una narración y su sen­tido es también el de una narración. Pero, como en el ejemplo citado de las películas, ese sentido es interno a la película misma. Tal y como vivimos sobre la tierra, no somos un narrador externo a la narración que es nuestra vida. Nadie puede definir "desde fuera", desde un punto de vista absoluto y eterno, el sentido de lo que está pasando. Porque si Dios existe, El mismo ocupa ese punto de vista, y no nosotros. Nuestra perspectiva no es la de un narrador absoluto y omnisciente sino el de uno de los personajes que puede aventurar e imaginar el todo a partir de las partes que son cada uno de los acontecimientos. Esa tarea de ir bosquejando un todo a partir de sus partes y de encontrar el sentido de cada parte a partir del todo se llama "interpretar" y constituye lo que en filosofía suele llamarse"círculo hermenéutico".

Mientras una narración dura, mientras todavía no ha acabado, sólo podemos interpretar su sentido. No sabemos el final. Además, siempre cabe un acontecimiento que cambie el sentido de todos los sucesos anteriores. Mientras vivimos, sólo podemos interpretar el sentido de nuestra existencia y carecemos de un punto de vista absoluto y definitivo. Mientras vivimos puede suceder algo, o nos cabe hacer algo, que varíe diametralmente el sentido del pasado, como sucede en todos los fe­nómenos de conversión o de arrepentimiento que pueden presentarse en la esfera religiosa pero también en la afectiva, la propfesional, etc.

De todas maneras, esta segunda acepción de la frase "sentido de la vida" no resuelve plenamente la cuestión. Porque una historia de desgracias y sufrimientos, de fracasos y dolores sin término, también tiene un sentido inteligible. Si toda la vida no fuera más que la historia de una desesperación, la narración de un absurdo, las desgracias posteriores a la desgracia fundamental de ha­ber nacido, seguiría siendo una narración; pero no afirmaríamos que tendría sentido.

d) La vida como tarea

La pregunta por la utilidad de la vida y por su significado, se resuelven en la pregunta por si vale la pena vivir. Pero vivir es un bien primordial, sobre el que se sustentan todos los demás bienes. Antes que nada estamos vivos, y eso es bueno. El sentido de la vida no es algo que se pueda dar de antemano; sabemos qué tipo de vida queremos y en la que nos reconocemos en la medida que vivimos. Eso nos permite rectificar o consolidar nuestro proyecto. Aunque estrictamente no existe nunca un proyecto individual. El sentido de una vida siempre tiene forma de red, o de castillo de naipes: se sustenta en el sentido de otras vidas.

La pregunta por el sentido no puede entenderse exclusivamente como una pregunta por la utilidad ni como una pregunta por su contenido inteligible. Las dos preguntas anteriores conducen necesariamente a la tercera: ¿compensa vivir?

Quizá la forma más inmediata de responder la pregunta es a través de su inversa: ¿compensa estar muerto? ¿A quién? Por eso, aunque a veces, tras la experiencia del fracaso o del dolor pueda dudarse de que vivir valga la pena, no puede negarse que vivir es la condición de posibilidad de cual­quier otro bien y, por tanto, que la vida no es indiferente. Estar vivo no es neutro: no se trata de que sobre el plano indiferente de la vida se recorten experiencias buenas y experiencias malas. La cuestión es que poder experi­mentar lo bueno y lo malo, la alegría y la tristeza, el placer y el dolor, es en sí mismo bueno. Es más: es el bien primordial. Por eso, la gente prefiere poder sufrir y sufrir muchas veces, a ser insensible. A veces no nos gusta lo que vemos, pero la desgracia es ser ciego.

La pregunta por el sentido de la vida en su saber más radical no es una cuestión que pueda resolverse con un saber de tipo teórico, meramente especulativo, sino que requiere una solución práctica. Preguntar por el sen­tido de la vida en su acepción más radical no es intentar resolver un jeroglí­fico cuyo sentido queremos averiguar; más bien implica preguntarse por cómo hay que vivir para que vivir merezca la pena. Porque el sentido de la vida no es algo que esté ya dado ahí antes de la propia vida sino más bien algo que se decanta en ella, el poso que deja el discurrir de los acontecimien­tos. Qué sentido tenga la vida depende de la vida misma, de cómo se viva. No está segurado de antemano ni es independiente del modo de vivir.

El hombre sólo puede comprenderse a sí mismo en su propia vida, el enigma de la vida sólo se desvela a cada uno el el transcurrir mismo de la existencia. La pregunta por el sentido de la vida no es una pregunta acerca de algo que ya esté dado definitivamente y que sólo tenemos que des­cubrir, sino que la propia vida hace sentido, o como diría Machado, "se hace camino al andar". La propia existencia se nos aparece siempre como tarea: la tarea de hacer sentido, la de empeñarse en el proceso de autorrealización para llegar a ser quienes somos. Por eso, que mi vida tenga sentido quiere decir que yo me reconozco en lo que he hecho, que lo que era mi proyecto vital se haya realizado.

Mientras dure, podemos contarnos una y otra vez nuestra propia vida, ir hilvanando los acontecimientos viendo cómo se van entrelazando en totalidades, qué dibujos van formando. Nos cabe ir comprobando si el poso que dejan los sucesos merece la pena o no, si la figura que dibujamos con nuestras acciones es amable o no, si podemos identificarnos y recono­cernos con el personaje que nosotros mismos vamos construyendo.

Como la persona humana es un ser relacional, puesto que no cabe un proyecto de autorrealización llevado a cabo en solitario, el problema del sentido de la vida no puede plantearse en solitario. En primer lugar, porque ninguna vida humana puede tener sentido si no se engarza con otras. El sentido de la pro­pia vida consiste siempre en posibilitar el sentido de otras. En segundo lu­gar, el sentido de la propia vida se entreteje también con el de toda una cadena de personas, con el de un pueblo o una tradición cultural. Su sentido depende del que otros han posibilitado y depende también del que él mismo posibilite a otras generaciones. Ningún ser humano es un verso suelto: el sentido de su vida se inscribe en el de la cadena de generaciones que es la humanidad.

2. Los fines de la vida

El hombre tiende de una manera natural a la felicidad. Aunque el concepto de felicidad difiere según las culturas y las personas, lo cierto es que siempre hay un ideal buscado como el fin último. Pero ese fin último lo determina cada hombre y no es monolítico. El hombre cifra su plenitud en varias dimensiones: su relación con lo superior a él, con el mundo inferior, y con los demás hombres. La felicidad tiene esta estructura ternaria: religiosa, laboral y afectiva.

a) ¿Vivimos para algo?

Ya hemos repetido en varias ocasiones que la existencia humana es un proceso por el que el hombre tiende a alcanzar la perfección que corres­ponde a su naturaleza, a su modo de ser. Esto quiere decir que la vida hu­mana tiende hacia un fin: la perfección, la felicidad.

Como el hombre es libre, es capaz de proponerse fines a sí mismo, se autodetermina a obrar. Pero esta libertad no es infinita. El último fin al que tiende el hombre no es elegido por él, sino que de alguna manera le es im­puesto desde fuera, le ha sido dado por otro. Y así el hombre no elige ser fe­liz, sino que está inclinado necesariamente hacia la felicidad. Aristóteles de­cía que el fin último no se elige: se eligen los medios que pensamos que pueden conducirnos a ese fin, que no tenemos más remedio que desear.

Que el hombre esté inclinado naturalmente a la felicidad como a su último fin no anula la libertad del ser humano. Como no sabemos exacta­mente en qué consiste nuestra felicidad, qué es eso a lo que tendemos cuando deseamos ser felices, la voluntad debe determinarse desde dentro. Debe elegir por sí misma primero en qué cifra su felicidad, donde sitúa su ideal de plenitud y autorrealización humanas y, después, los medios más adecua­dos para conseguir el fin.

b) Los tres fines de la vida humana

Todos tendemos a la felicidad, aunque "ser feliz" significa cosas muy distintas para cada persona. Esta búsqueda de la felicidad se realiza siempre en el contexto de un sistema sociocultural concreto y está mediada por la in­tersubjetividad, por otras personas y otros proyectos vitales que la posibili­tan y con los que se entrelaza.

El contenido concreto de la felicidad es algo que se despliega en va­rias dimensiones, ya que la idea de la felicidad que nos forjamos no consis­tente de ordinario en un único valor solamente: el poder, la salud, o el amor... La felicidad supone una articulación de fines distintos, pues los hombres tenemos múltiples facultades. En general, todo proyecto existen­cial, es decir, toda programación de los fines de la propia vida, incluye al menos tres dimensiones: la religiosa, la profesional y la afectiva.

La religión es la actitud de reverencia que liga al hombre con el Ser superior, de quien depende; la profesión u oficio concreto que el hombre ejerce le pone en relación con lo que es inferior a sí mismo y está sometido a su dominio: el mundo físico que es transformado mediante el trabajo; y la dimensión afectiva vincula al ser humano con sus semejantes pues, como vimos, el hombre tiene necesidad de querer y sentirse querido.

Aunque estas tres dimensiones se hallan siempre presentes en la idea de felicidad que cada persona se forja, las relaciones de subordinación entre ellas varían según las personas. Y también puede suceder que la escala de valores que formula teóricamente una persona no sea la que orienta el desarrollo de la propia existencia en la práctica.

Los procesos de perfeccionamiento moral —religión y afectividad— y de creatividad cultural —trabajo profesional— son indefinidos: la biogra­fía de cada ser humano es un proceso abierto, que no alcanza su plenitud en esta vida, porque mientras vivimos siempre podemos ir a más, la existencia puede dar más de sí. La muerte pone fin a nuestra biografía "desde fuera", pone fin al tiempo de que disponemos para alcanzar una plenitud que sólo puede cerrarse en la eternidad y no en el tiempo. Mientras hay distensión temporal la vida humana queda siempre abierta.

3. El término de la vida

a) Muerte animal y muerte humana

El hombre, a diferencia de los animales, sabe que va a morir. Saber que su condición es mortal le hace tomar una actitud en su vida. La muerte no deja al hombre indiferente, porque se trata del final de su vida, y su vida es un proyecto de sentido.

La muerte de los animales y la muerte de los hombres es esencial­mente distinta. La primera es un fenómeno biológico mientras que la segunda es también un fenómeno biográfico. El cáncer que acaba con la vida de un chimpancé puede ser perfectamente similar al que termina con la vida de un ser humano. Sin embargo, hay una diferencia profunda que es­capa a toda autopsia médica. Los seres humanos asumen durante su vida la realidad de su muerte, ejecutan toda una conducta respecto de ella, mientras que los animales no lo hacen. Sólo los hombres tienen en vida una actitud ante la muerte.

Los hombres podemos resignarnos o no con nuestra muerte próxima; nos cabe tomar disposiciones referentes a nuestro cadáver o a nuestras posesiones; nos es posible —en definitiva— disponer, ante la proximidad de la muerte, de toda nuestra vida como de una totalidad. Aunque sólo sea porque podemos refrendar nuestra vida o arrepentirnos del modo en que hemos vivido, reconocernos gozosamente en nuestra exis­tencia o repudiarla. Como el hombre sabe que va a morir mantiene una re­lación con su muerte que el animal no puede sostener.

Puesto que el hombre sabe que morirá, su muerte no es un puro he­cho biológico que ponga fin a una vida biológica. Además de una vida bio­lógica, la vida de un organismo, los seres humanos tienen una vida biográ­fica forjada en el nivel de la autoconciencia intelectual y de la libertad. Cada ser humano proyecta y protagoniza realmente su existencia biográfica. Y, desde el punto de vista de su biografía, el hombre ha de enfrentarse a su propia muerte. Esta no es un puro hecho biológico que quede fuera del hori­zonte de su biografía, sino que es también algo con lo que no tiene más re­medio que contar en su existencia.

Los griegos, para referirse a los seres humanos, solían utilizar la ex­presión "nosotros, los mortales". Con lo que distinguían los hombres tanto de los que no pueden morir —los dioses— como del resto de los seres vivos, que van a morir pero no lo saben. Entre los dioses y las bestias, sólo el hom­bre es mortal, porque sólo él sabe que va a morir. En la medida en que el hombre prevé su propia muerte, lleva una vida que es intrínsecamente mortal, que sabe que es limitada. La muerte es por tanto algo presente en el modo humano de vivir: vivimos sabiendo que vamos a morir. La vida animal no es mortal, es simplemente una vida que se acaba. Los animales viven como si fueran inmortales, hasta que se mueren. El hombre, por el contrario, lleva una vida que es intrínsecamente mortal en cada uno de sus momentos, que está caracterizada por la posibilidad siempre presente de la muerte, que se sabe a sí misma finita y limitada. A diferencia de los anima­les, el ser humano es consciente de que el tiempo a su disposición es limi­tado y no infinito. Por eso, por referencia a su muerte, el hombre es libre y puede disponer de sí como un todo: puede manejar su vida como algo de lo que dispone.

b) ¿Es malo morirse?

La muerte siempre no es el cumplimiento de la vida, ni su objetivo. Morimos porque biológicamente no podemos seguir viviendo; pero no porque la biografía no de más de sí. Como la muerte es el término de la vida, y no su cumplimiento, se puede decir que la muerte no es buena, ni siquiera desde el punto de vista religioso. La privación de nuestra vida no puede ser algo bueno.

La muerte es el término de la vida humana en el mismo sentido en que las palabras "The End" indican el fin de una película: quiere decir que ya no hay más, que se ha acabado y podemos salir del cine. Para referirse a este tipo de término los griegos utilizaban la palabra péras. Pero la muerte no es el fin de la vida humana, entendiendo "fin" como la plenitud o el objetivo al que algo se ordena, como cuando se dice que el fin de un viaje a Londres es aprender inglés. Los griegos llamaban a este tipo de fin télos.

La muerte es el término, péras, de la vida biológica humana, pero no es su télos. La muerte es el término de la vida, pero no su fin o su objetivo. El hombre no vive para morirse. Lo que sucede es que su vida se le acaba, que se interrumpe, o que se le agota el tiempo. Pero lo que se acaba es el tiempo a su disposición, no sus proyectos vitales. Biográficamente conside­rada, la vida humana es ilimitada de suyo. La gente no suele morirse porque sus proyectos vitales se hayan agotado o porque no tenga sentido seguir con ellos. Quien mantiene unas relaciones afectivas las mantendría siempre: la afectividad no se nos acaba como no se nos agotan los planes políticos o los proyectos profesionales. Por eso, podemos decir que morimos "por derribo" de nuestro organismo biológico, que ya no puede dar más de sí. Pero nues­tras posibilidades biográficas no se nos acaban. La biografía es interrumpida "desde fuera" por la muerte, cuando aún cabía tener muchas cosas pendien­tes por hacer, muchos proyectos e ilusiones a medio cumplir, etc.

La muerte no es la culminación o el objetivo de la vida hu­mana sino su interrupción. Por eso la muerte es un mal. Es lo peor que le puede pasar a un ser vivo en la medida en que estar vivo es la condicion de posibilidad de todos los otros bienes. Desde Epicuro se ha planteado la pregunta de cómo puede ser la muerte un mal si no hay nadie que lo sufra. Mi muerte y yo no ten­dríamos en el fondo nada que ver porque cuando estoy yo no está ella y cuando está ella no estoy yo. ¿Cómo puede ser la muerte un mal real para mí si —puesto que acaba conmigo— yo no la padezco? ¿Cómo puede ser un mal si no hay sujeto que la padezca?

Hay algo de profundamente verdadero en la postura de Epicuro. Al final, la muerte no es real: lo real es la vida, incluida la vida del que se está muriendo. Pero, justamente mientras se está muriendo, todavía se está vivo. Estar muerto es simplemente no ser. La idea de que hay gente muerta como hay gente viva es un espejismo lingüístico. Estar muerto no es un misterioso modo de estar: simplemente es no estar, no ser. En este sentido Epicuro tiene razón. También acierta Epicuro al subrayar que nuestra propia no existencia nos resulta inimaginable. ¡Claro que puedo imaginarme mi funeral, o las reacciones de otros ante mi muerte! Pero entonces, adoptamos en nuestras imaginaciones el punto de vista de otro. Sin embargo, esa no es la cuestión: el problema es que no puedo imaginarme a mí mismo desde mí mismo muerto. Mi propia no existencia me resulta inconcebible. Por lo que, vista desde mi vida, mi muerte no es real para mí: lo será para los demás. Pero no para mí.

Todo eso es verdad. Pero el argumento de Epicuro parece fallar en su punto central. ¿Cómo va a ser malo para morirme si no voy a experi­mentar mi muerte? Aquí parece identificarse indebidamente el mal con el dolor. No puede haber un dolor sin que nadie lo sienta, pero puede haber males que nadie siente. No puedo tener un dolor de muelas incons­ciente, pero es malo que me timen o me engañen, aunque no me entere. Más: no enterarse es peor. La gente prefiere enterarse y sufrir, que no ente­rarse de nada. De la misma manera que es malo quedar reducido a una vida vegetativa, por mucho que quien lo padece no se dé cuenta de nada. No todo mal es sufrimiento.

Por eso, el problema de si la muerte es buena o mala no debe mez­clarse con la cuestión del sufrimiento que pueda haber en la enfermedad, en la agonía o en el "estarse muriendo". Como alguien dijo con ironía, no me importaría tener la experiencia de morirme si no fuera la última. Está fuera de duda que hay que aliviar todos los dolores que sea posible. Pero ese no es el problema: el asunto no es el estarse muriendo —que implica el estar to­davía vivo—. La cuestión es si estar muerto, es decir, si no ser, es bueno o malo. Y, planteado así, la única respuesta posible es que estar muerto —no ser— es malo porque estar vivo, ser, es bueno. Es la condición de posibilidad de todo otro bien.

El mal de la muerte es el de una privación. Epicuro tiene razón al sostener que no tiene una realidad positiva. Pero parece ocultar que su rea­lidad es negativa: la ausencia de un bien que nos era debido. Como la ce­guera. Estar muerto es malo porque estar vivo es bueno. La maldad de la muerte consiste en que el bien que es la vida es limitado, que tiene un término.

c) Inmortalidad, reencarnación y resurrección

La psique humana tiene una característica especial. Es capaz de realizar operaciones en las que no puede estar involucrada la materia, la autoconciencia y la libertad. El intelecto y la voluntad son indestructibles: nunca pueden ser aniquilados. Pero cuando sobrevive, la psique humana se encuentra en un estado extraño e imperfecto. Carece del cuerpo que informaba. Y sin cuerpo el hombre no es hombre: sólo un resto que no puede sucumbir a la desorganización y el desgaste de la materia.

Pueden calificarse de "inmaterial" aquellas realidades que no ocu­pan un lugar en el espacio y en el tiempo: un afecto, un número, un pen­samiento, la psique de cualquier viviente, etc. Pero no todas las realidades inmateriales pueden existir por sí mismas. Por mucho que un afecto o un pensamiento no sean materiales sólo pueden existir como afecto o pensa­miento de alguien. No hay números o sentimientos flotando por ahí. Por eso, se denomina "espíritu" a las realidades inmateriales que pueden existir por sí mismas. El número cinco o el teorema de Pitágoras son, pues, inmate­riales, pero no espirituales: no subsisten en sí mismas. Sin embargo, el alma humana sí es espiritual porque, puesto que puede actuar por sí misma al margen del organismo que anima, tiene la capacidad de existir por sí misma. Por eso, antes se ha señalado que pensar no es un actividad orgánica, porque en ella no interviene la situación orgánica del organismo.

La psique del hombre es espiritual porque tiene unas facultades que no son orgánicas —el entendimiento y la voluntad—. Sabemos que no son orgánicas o materiales porque son capaces de reflexionar sobre sí mismas, y convertir en objeto su propio acto: puedo saber que sé como puedo querer querer. En estos procesos reflexivos no interviene la materia. Como el obrar sigue al ser y el modo de obrar sigue al modo de ser, si la psique humana puede realizar operaciones en las que no interviene la materia, puede existir también sin la materia. Por ello, cuando en la muerte la psique humana y el cuerpo se separan, el cuerpo —lo unificado— se descompone, pero la psique —su principio de unidad— sigue existiendo y realiza únicamente aquellas operaciones para las que no es necesaria la materia: conocer intelectual­mente y querer con su voluntad libre.

Así, aunque el hombre es mortal, su psique por ser espiritual es in­mortal. El hombre muere realmente porque se destruye esa unidad sustan­cial de psique y organismo humano. Tras la muerte no hay sim­plemente hombre, pero con la muerte no desaparece todo. La psique sigue existiendo, aunque con un modo de existencia no-humano, porque la psique humana no es una sustancia com­pleta, sino el coprincipio formal del hombre. El hombre no es su alma. La psique humana separada de su cuerpo está en una situación inadecuada en relación con lo que constituye su propio modo de ser.

Por ello, cuando la fe cristiana habla de la resurrección de los cuer­pos al final de los tiempos —aunque esta verdad no sea demostrable racio­nalmente y pueda conocerse sólo por Revelación—, alude a un hecho muy coherente con la tesis de la unidad sustancial de psique y cuerpo humano: la psique humana está hecha para formalizar un cuerpo humano, y el cuerpo humano sólo es viable si tiene una psique que sea inteligente y libre: espiri­tual. La tesis filosófica de la inmortalidad del alma no convierte en gratuita la creencia religiosa en la resurrección de los cuerpos: más bien la hace máximamente conveniente. Si la psique es innmortal, es máximamente conveniente que el cuerpo participe de su inmortalidad.

Por el contrario, la creencia en la reencarnación de las almas no es coherente. ¿En qué se cree cuando se dice creer en la reen­carnación? Cada psique humana, siendo la forma o el acto de un cuerpo vivo se individúa por su relación a ese cuerpo: un alma es un alma (y no otra) sólo porque es el alma de este cuerpo determinado (y no de otro). Por eso, un alma no puede "habitar" cuerpo distintos. La psique no es un fantasma encerrado en cuerpo que pueda ir cambiando de prisión. Es el principio de vida y de unidad de un cuerpo concreto y determinado. Se define por su re­lación a ese cuerpo concreto del que es principio de vida y de unidad.

La doctrina de la reencarnación o de la transmigración de las almas no tiene un contenido claro y vive a expensas de su ambigüedad fundacio­nal. ¿De qué se está hablando cuando se dice que "algo" transmigra? ¿Del principio de vida de un cuerpo determinado? ¿De la autoconciencia? Si se quiere mantener que las almas transmigran habría que definir qué ha de en­tenderse por "alma" y qué relación tiene con el cuerpo que anima. Para que un alma transmigrase, para que la misma alma pudiera ser alma primero de un cuerpo y después de otro, sería preciso que pudiera definirse y reidintifi­carse al margen del cuerpo del que es alma. Lo que exigiría, al menos, que hubiera una continuidad en la memoria. Pero si sólo podemos hablar de un alma como alma de este cuerpo —como el principio unificador de este cuerpo y no de aquel— no hay criterio alguno que permita decir que la misma alma inhabita distintos cuerpos. Simplemente ya no sabríamos que significan las palabras "mismo" y "otro".

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