domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 3

TEMA 3. EL HOMBRE: ORGANISMO VIVO Y SER CULTURAL

a) Guión

3. El hombre: organismo vivo y ser cultural

1. El hombre pensado como yo y como otro

2. Los seres vivos

a. La vida. La escala de la vida: vida vegetativa, sensitiva y racional

b. El sistema ecológico. El dominio del hombre sobre el mundo

c. El primer principio de la vida

d. Alma y mente

e. Hombres, animales, robots y ordenadores

3. La peculiaridad biológica del ser humano

a. Apertura al mundo

b. Plasticidad e indeterminación

c. Naturaleza y cultura

d. Las culturas y las versiones de lo humano

e. Los procesos de humanización

f. El valor del pluralismo cultural

b) Desarrollo

c) Textos para comentario

Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 75, a. 1

Gehlen, A., El hombre, Sígueme, Salamanca 1987, pp. 39- 41
Tema 3. El hombre: organismo vivo y ser cultural

Cuando se pregunta cuál es el tema epecífico de estudio de la filoso­fía suele responderse que estudia "la totalidad de los real" y, a veces, en tono de broma, se añade que la filosofía estudia "el todo y sus alrededores". Habitualmente se sostiene que los tres grandes temas de la filosofía son: Dios, el hombre y el mundo. La primera parte del libro se ocupa del estudio filosófico del hombre, que recibe también los nombres de “psicología racio­nal” o de “antropología filosófica”. Aquí se utilizará la expresión “filosofía del hombre” para designar el estudio del ser humano desde la perspectiva y con los métodos del saber filosófico. Las di­versas ciencias particulares sobre el hombre pueden ofrecer o una versión parcial del ser humano al considerar sólo un fenómeno humano concreto (como la lingüística que estudia sólo el lenguaje) o una visión total pero limitada desde una perspectiva (como la psicología social que es­tudia muchísimos más fenómenos humanos pero sólo desde el punto de vista de la interacción entre individuo y sociedad). Frente a ellas la filosofía del hombre intenta ofrecer una visión integrada y global del ser humano en todas sus dimensiones y fenómenos que le permita comprenderse y comprender su vida.

1. El hombre pensado como yo y como otro

Todos los hombres tienen un conocimiento de sí mismos. La filosofía del hombre quiere dar una respuesta objetiva sobre el hombre, partiendo de ese conocimiento. La respuesta que de la filosofía del hombre es especialmente relevante porque el hombre es el único ser que necesita saber quién es para serlo.

Cuando el hombre se estudia a sí mismo, tanto desde el punto de vista filosófico como científico, sucede un fenómeno que no ocurre cuando el hombre estudia otro tipo de realidades, por ejemplo, cuando un botánico estudia las plantas, o un físico calcula la resistencia de una barra de acero. En estos últimos ejemplos el objeto de estudio es algo diferente a quien lo exa­mina y, por tanto, lo considera siempre "desde fuera": qué sean en sí mis­mos o qué les pueda suceder a un girasol o a una barra de acero no son cosas que afecten personalmente al científico. Pero, al contrario, cuando el objeto de estudio es el ser humano, el hombre se puede identificar subjetivamente con el objeto estudiado. Como el hombre es tanto el sujeto como el objeto de la filosofía del hombre, su estudio le afecta hasta la raíz. El hombre es un animal que intenta averiguar quien es realmente, y se lo juega todo en la respuesta. Saber, por ejemplo, que el hombre es mortal significa que yo me voy a mo­rir. Y eso no suele resultarnos indiferente.

El ser humano puede ser pensado como yo (en primera persona, y entonces la pregunta clave es “¿quién soy yo?”) o como otro (en tercera per­sona, con lo que la pregunta fundamental es “¿qué es el hombre?”). Según se adopte un punto de vista u otro las filosofías del hombre resultantes son distintas. Las filosofías del hombre en primera persona —como las desarro­llaron, por ejemplo, Sócrates, San Agustín o Kierkegaard— apelan más di­rectamente a las vivencias personales, a la experiencia que cada uno tiene de sí y de qué significa ser hombre. Se centran en las cuestiones más vitales iluminándolas, pero no suelen ofrecer una visión global y armónica del ser humano en su integridad: dan más importancia a la vivencia personal o a los problemas existenciales que al conocimiento teórico.

Las filosofías del hombre construídas en tercera persona —como las de Aristóteles, Santo Tomás o Hegel— constituyen grandes tratados sistemá­ticos que analizan la totalidad de los fenómenos humanos y dan prioridad al conocimiento teórico sobre la vivencia personal, por lo que pueden resultar más frías o intelectualistas.

Sin embargo, no deberían oponerse vivencia y conocimiento intelec­tual. Ambas deberían complementarse mutuamente para alcanzar un mejor cono­cimiento sobre el hombre. De hecho, uno no sabe muy bien lo que le pasa hasta que no es capaz de ponerle nombre, de conocer intelectualmente, de conceptualizar lo que le ocurre. Así, cuando uno va al médico porque vi­vencia determinadas alteraciones en su organismo, sólo se aclara consigo mismo cuando el médico pone nombre desde un saber objetivo a esos sín­tomas del sujeto: "lo que usted tiene es una úlcera de estómago". Cuando uno sabe lo que le pasa puede protagonizar más lúcidamente la propia exis­tencia: porque puede dejar de ser mero espectador pasivo de las cosas que le pasan para empezar a ser el actor. El hombre puede dejar de padecer la úlcera y hacer algo para curársela.

Para ofrecer una explicación coherente, lo más completa posible y a la vez interesante del ser humano la filosofía del hombre tiene que conjugar tanto la perspectiva de la primera persona como la de la tercera.

2. Los seres vivos

A la hora de abordar el estudio filosófico del hombre, el primer pro­blema es por dónde empezar. No todos los humanos estamos de acuerdo en la respuesta a la pregunta "¿qué es el hombre?". Para unos se trata de un ser casi divino, para otros no pasa der un mono más o menos refinado. Muchas veces no se puede desarrollar una conversación interesante acerca de las cuestiones humanas, sencillamente porque no hay manera de lograr un acuerdo mínimo en el punto de partida de la argumentación. Sin embargo, pese a nuestras diferencias, todos —científicos, filósofos y gente de la calle— estamos de acuerdo en que el ser humano es un cierto tipo de animal, es de­cir, un organismo vivo con unas características peculiares. Como no nuestra pertenen­cia al género de los vivientes que llamamos “animales”, la filosofía del hombre puede empezar por preguntar qué es un ser vivo y qué le diferencia de uno inerte.

a. La vida. La escala de la vida: vida vegetativa, sensitiva y racional.

La característica que define a todos los seres vivos es que poseen automovimiento. Los seres vivos se dirigen hacia su plenitud. Pero lo hacen de maneras muy diferentes. Dependiendo de cómo lo hagan se distinguen distintos tipos de seres vivos. La cuestión es que hay algunos que lo hacen de una manera muy simple, y otros que lo hacen de una manera más compleja. Los más complejos asumen todo lo que hacen los más simples de una manera más sofisticada. Por eso forman una jerarquía a la que llamamos escala de la vida.

Todos tenemos una cierta idea de lo que supone estar vivo. Si va­mos por el campo y encontramos un ratón tan quieto que no se sabe si está muerto o dormido, cabe golpearle suavemente con el pie. Si no se mueve ni responde de ninguna manera a ese estímulo, pensamos que está muerto; si se echa a correr, no nos cabe la menor duda de que está vivo.

Así fue como Aristóteles definió la característica principal que dis­tingue a los seres vivos. Señaló que la vida es automovimiento, es decir, la capacidad de moverse por sí mismo, porque el ser vivo tiene una energía propia que le permite realizar por sí mismo diferentes operaciones. Cuando Aristóteles hablaba del movimiento no se refería sólo al movimiento local, al cambio de un lugar a otro, sino al movimiento en un sentido más amplio, como paso de una situación a otra. En ese sentido, también el crecimiento de una planta es automovimiento, porque tiene, por sí misma, la capacidad de pasar de semilla a arbusto, y dar flores y frutos, o sea de madurar, de llegar a ser lo que puede ser.

Este tipo de operaciones que caracterizan a los seres vivos y les hacen capaces de moverse a sí mismos se llaman “operaciones inmanentes” y se distinguen de las operaciones transeúntes, como por ejemplo clavar un clavo con un martillo. En las primeras —como por ejem­plo alimentarse y crecer— el efecto permanece en el agente, en las segundas el efecto de la acción —como clavar un clavo— transita al exterior, se hace algo objetivo independiente del agente. Además, en las operaciones vitales el ser vivo posee el principio real de su acción, es decir, posee tanto la ener­gía para actuar como el control de la misma. Una planta necesita para crecer sustancias químicas externas, pero es ella la que crece y la que controla su crecimiento.

Todos los seres vivos llevan a cabo desde sí mismos las actividades que les conducen hacia su plenitud o autorrealización. Los seres vivos no son ya, desde que nacen, todo lo que pueden llegar a ser. Las actividades vi­tales tienden siempre a acortar esa distancia, a alcanzar la plenitud. Sin em­bargo, no todos los vivientes pueden alcanzar la misma plenitud. Todos vi­ven, pero hay diversos grados de vida, según el número y la perfección de las operaciones que las diversas especies pueden realizar.

Los seres vivos constituyen un sistema jerárquico en el que los vi­vientes se ordenan según el número de operaciones inmanentes que pue­den realizar. Los grados inferiores de vida están en función del desarrollo de las formas de vida superiores; y las formas superiores de vida asumen y pueden realizar de modo más perfecto todas las operaciones que realizan los seres que pertenecen a los grados inferiores de vida. Además se distinguen de ellos en que pueden realizar otras operaciones inmanentes características sólo de ese grado de vida.

El primer grado en la escala de la vida, la “vida vegetativa”, es el tí­pico de los vegetales y se compone exclusivamente de las tres operaciones vitales mínimas: nutrición, crecimiento y reproducción. Por pobre que nos parezca a los hombres una vida así no deja de ser vida real. La nutrición consiste en asimilar sustancias exteriores al propio cuerpo transformándolas en partes del propio organismo por medio del metabolismo. La nutrición se subordina al crecimiento, por el que el ser vivo alcanza la madurez biológica y llega a poder reproducirse (la capacidad de dar origen a otros indivi­duos semejantes a sí mismo y perpetuar la especie). Sólo los vivos se ali­mentan, crecen y se multiplican: parecería que también los cristales se ali­mentan y crecen, pero en realidad sucede sólo que van aumentando de ta­maño por una serie de causas físicas. A diferencia de la más ele­mental de las bacterias, los cristales no controlan su crecimiento; no es una operación que ellos lleven a cabo usando sustancia externas. Mientras los cristales “son crecidos”, las plantas crecen, porque ellas protagonizan su crecimiento.

Los animales constituyen el segundo grado, la vida sensitiva, y reali­zan de manera más perfecta que los vegetales todas las operaciones típicas de la vida vegetativa -nutrición, crecimiento y reproducción-. Además, pueden conocer sensiblemente la realidad, y su conducta está regida por los instin­tos. El tercer grado de vida, la vida racional, es exclusivo de los seres huma­nos que asumen, integrándolas en el conjunto de su vivir, las funciones ve­getativas y sensitivas. Además pueden conocer intelectualmente la realidad y su conducta se rige por la voluntad libre.

b. El sistema ecológico. El dominio del hombre sobre el mundo

En la escala de la vida, el hombre ocupa el punto más alto. Su saber sobre la naturaleza le permite un dominio sin precedentes sobre el mundo que le rodea. Sin embargo, el uso de la técnica de una manera abusiva produce efectos no queridos. Se corre el peligro de destruir el sistema de vida que nos sustenta. No todo lo que podemos hacer, es bueno hacerlo.

Los seres vivos forman un sistema organizado jerárquicamente donde las formas inferiores de vida sirven de soporte a las superiores, y se llevan a cabo intercambios de materia y de "servicios". Muchas veces se ha dicho que el hombre es un microcos­mos, pues resume en sí todo el universo y constituye la frontera donde se encuentran la materia y el espíritu. El hombre ocupa un lugar privilegiado en la escala de la vida, pues puede dominar con su inteligencia y con su ac­tividad técnica a los seres vivos. Pero este poder humano puede tener tam­bién efectos desestabilizadores en relación con el conjunto del universo. Es lo que ha experimentado nuestro siglo XX, caracterizado por la cre­ciente aceleración tecnológica y por la aparición de un poder autodestructor. Ahora, como el hombre puede destruirse tanto a sí mismo como a todo el planeta, se hace preciso prestar atención al problema ecológico.

No es lo mismo la ecología que el ecologismo. La ecología es una ciencia que estudia las relaciones de todos los organismos vivos entre sí y en relación con el medio ambiente, en lo que se refiere a la producción e inter­cambio de materia orgánica. La ecología como ciencia no tiene ninguna rela­ción con un planteamiento político concreto. El ecologismo es una toma de postura en el terreno intelectual que reivindica los derechos de la naturaleza física frente a los abusos de la actividad técnica humana.

Podemos distinguir tres etapas en la historia de la humanidad por lo que se refiere a las relaciones entre Dios, el hombre y el universo físico. La primera fue una etapa cosmocéntrica. En ella los hombres se consideraban en una situación de inferioridad en relación con el mundo físico. Las fuer­zas de la naturaleza —los rayos, las tormentas, la lluvia, el fuego, el océano— eran vistas como fuerzas divinas que no podían ser controladas por el hombre, y éste se sentía atemorizado y dominado por ellas. La se­gunda etapa fue teocéntrica. El hombre y el universo giraban alrededor de Dios Creador porque ambos habían salido de sus manos, y son fruto de su sabiduría. Por lo tanto, como el hombre sabía que el universo está regido por las leyes que le había impuesto el Creador, que era omnipotente y bueno, podía lanzarse a descifrar el libro de la naturaleza con la ciencia experimen­tal. La creencia religiosa en que el mundo era razonable porque era manifes­tación de la Sabiduría divina actúo como motor de la investigación cientí­fica. A su vez, el conocimiento de las leyes naturales permitió al hombre dominarlas mediante la técnica. Se abría así la tercera etapa, antropocéntrica, en la que el hombre pone entre paréntesis a Dios, y se dedica a intervenir en el universo físico como si fuera su dueño. Si en la etapa teocéntrica el hom­bre se siente más administrador que dueño, ahora comienza a considerarse señor absolutode loque existe.

El extraordinario crecimiento tecnológico, que ha hecho realmente más libre al hombre al incrementar sus capacidades, lo ha dejado en manos de sí mismo, lo ha hecho responsable de sí y del mundo. Y, como la libertad implica siempre riesgo, si se han producido avances incues­tionables se han producido también efectos secundarios catastróficos: de­sertización de grandes zonas del planeta, destrucción de la capa de ozono, lluvia ácida, extinción de especies animales, etc. Si antes la naturaleza misma aseguraba el equilibrio ecológico, éste ha quedado ahora a nuestro cuidado. En consecuencia, el desarrollo tecnológico debe ser controlado desde una moralidad que asegure que permanece al servicio del hombre y no se vuelava contra él. Quizá no debamos hacer todo lo que podríamos ha­cer.

Por eso, el hombre debe replantearse sus relaciones con la natura­leza. No es su esclavo, pero tampoco le cabe funcionar como su dueño arbi­trario: es sólo administrador de unos recursos naturales que necesita para desarrollar su existencia. Debe usarlos sin abusar de ellos, porque no son in­finitos, y debe reponerlos al menos en la misma medida en que los gasta. Conocer para utilizar y administrar inteligente y responsablemente: en esto puede resumirse una correcta actitud ecológica.

c. El primer principio de vida

Entre un cuerpo vivo y una muerto hay una diferencia básica. Aristóteles llamó a esa diferencia “psique”: el principio de organización de un cuerpo orgánico. La psique puede traducirse por alma; pero no podemos entender por “alma” algo exclusivo de los hombres, o algo que se añada al cuerpo. Todo ser vivo tiene un “alma” que no se identifica con ninguna de sus partes, sino que las organiza para que siga viviendo.

Al hablar de los seres vivos como aquellos que tienen un principio propio de movimiento, se ha mencionado de pasada una de las nociones claves en la filosofía de los vivientes. Aristóteles llamó a este principio vital “psique”, que se tradujo después al latín como “anima”y pasó al castellano como “alma”. En nuestros días con la palabra “alma”, solemos referirnos ex­clusivamente al alma humana, y es un término con claras resonancias reli­giosas; pero Aristóteles —y muchos filósofos teístas o ateos— usan el tér­mino “psique” dentro del ámbito de la biología en sentido amplio (o sea, del estudio de los seres vivos que incorporaba entonces a lo que hoy llamamos “psicología”), y no para referirse a una realidad exclusivamente humana, y mucho menos de carácter religioso. Como para Aristóteles, la psique es el principio vital de cualquier viviente —aquello por lo que un cuerpo vivo está vivo—, tienen psique todos los organismos vivos, incluidos los vegeta­les. Porque la psique no es más que la organización del cuerpo, lo que hace que esté vivo.

La psique —el primer principio de vida de los vivientes— no es una entidad fantasmagórica. Es real como son reales las organizaciones. Porque hay diferencia real entre un olmo vivo y uno muerto: uno se nutre y crece, lleva a cabo operaciones vitales, y el otro no. Pero la diferencia no es algo fantasmal: un organismo está vivo cuando existe como tal, cuando no es un amontonamiento de órganos, sino que estos funcionan de determinada manera; cuando sus partes se constituyen como una unidad real que es sujeto de propiedades y de operaciones. De la misma manera que azul es la superficie del mar y no ninguna de las moléculas de agua, los organis­mos vivos tienen propiedades y realizan conductas que ni pertenecen ni son llevadas a cabo por los elementos materiales que los componen; son propie­dades y capacidades del compuesto como tal, y no de los componentes. A ese principio de organización y de unidad, que no es algo material sino lo que unifica a los organos materiales, se le suele llamar “psique”. Por eso, morirse es perder la unidad y descompo­nerse, dejar de ser un organismo.

La psique no es, por tanto, una “cosa” inmaterial que se superponga o añada al cuerpo para convertirlo en vivo; no es un misterioso “elemento” invisible que aterriza sobre la materia y la vivifica; es lo que unifica un conjunto de elementos materiales. No es algo que haya que unir a un cuerpo sino lo que hace vivo al cuerpo. Pero lo que unifica al cuerpo y lo hace vivo no es ninguno de sus elementos a unificar, ninguno de sus componentes materiales —que son los mismos que en las sustancias inertes— sino el modo en que se organizan, que posibilita que el organismo ejerza determinadas conductas. De la misma manera que la dife­rencia entre los diamantes y el grafito es la manera en que se disponen los átomos de carbono, la diferencia entre un cuerpo vivo y uno inerte es el modo en que se disponen sus elementos. Pero la disposición de los elemen­tos no es ella misma un elemento de manera similar a como la unidad de un organismo no es un órgano. La unidad de un equipo de fútbol, su capa­cidad de jugar unitaria y armónicamente, no es un invisible jugador nú­mero doce.

La psique no es un elemento espiritual característico de los seres humanos sino el principio de vida de cualquier ser vivo. Otra cosa es que los seres humanos desarrollen una conducta que no pueda explicarse desde la psique de los animales. La psique, incluida la de los vegetales, no es material no porque sea fantasmagórica o necesariamente espiritual sino porque no es un órgano, como el corazón o el cerebro, sino un principio de unidad, un acto —como lo son la vida o la salud—. De la misma manera que la salud no es una “cosa” que se añada a un cuerpo para hacerlo saludable sino el estar re­almente sano de quien está sano, el alma no es algo que aterrice sobre un cuerpo para hacerlo vivo sino el estar realmente vivo de quien está vivo. Por eso, el alma es un acto y no un elemento, es el cortar del hacha y no una de sus partes como el mango o la hoja, como dice Aristóteles. Si cortar es el acto que hace de un mango y una hoja un hacha, el alma es el acto que hace de un conjunto de órganos un organismo vivo.

d. Alma y mente

Si se confunde el concepto de alma (psique) y el de mente (autoconciencia), el hombre se convierte en un ser puramente espiritual encerrado en una máquina. Si no quiere estudiar dos cosas unidas por la casualidad, la filosofía del hombre tiene que considerar al hombre como un viviente, tan íntegro como los vivientes del resto de la escala de la vida.

Las palabras “alma” y “mente” no son sinónimos. Mientras “alma” designa el principio por el que un ser vivo está vivo y realiza todas sus ope­raciones vitales, “mente” suele referir a la capacidad de pensar y de ser auto­conscientes. Por eso, ni siquiera en el caso del hombre, “alma” y “mente” significan lo mismo. Un niño muy pequeño es, sin duda, un ser humano, aunque no haya desarrollado todavía ninguna autoconciencia.

El problema de las relaciones entre alma y cuerpo surge en buena medida, aunque no exclusivamente, de la incomprensión del concepto de “psique” y de su identificación con la mente. El error dualista mantiene que el hombre es una yuxtaposición accidental de dos sustancias completas y procede con frecuencia de la identificación del alma con la mente. Sostiene que el alma es una sustancia que se une de manera accidental, es decir, se ad­junta, a un organismo material, y al unirse al él, lo convierte en organismo vivo. En esta perspectiva, se ve el alma como una autoconciencia encerrada en un cuerpo, como un fantasma dentro de una máquina. El dua­lismo reduce, por una parte, el alma a mente, y, por otra, convierte al cuerpo en una máquina. El dualismo es solidario con el mecanicismo.

El monismo aparece en sus formulaciones más clásicas como una crítica al dualismo, como su negación. Como si se mantuviera que, como no existe un fantasma dentro de la máquina, el hombre es sólo una máquina. El principio de vida de los organismos vivos sería en esta inter­pretación un elemento más que se une a los restantes elementos que for­man el organismo para constituir al ser vivo; como si no una hubiera diferencia real entre una ensa­lada y el amontonamiento de lechuga, tomate, aceite... Como si se pensara que la ensalada no es real y sólo lo fueran sus elementos.

Para comprender adecuadamente la relación de la psique con el cuerpo hay que entenderla como la unión de dos coprincipios, uno material —los elementos químicos que componen el organismo— y otro formal —la psique, que es el principio organizador o formalizador de esos elementos— que se unen para formar una única substancia: el ser vivo. En el hombre nada es ni puramente material ni exclusivamente mental: habi­tualmente pueden describirse los fenómenos humanos —los sentimientos, por ejemplo— de un modo material, como un determinado conjunto de al­teraciones orgánicas, o de un modo formal —como una vivencia precisa ante un determinado objeto—, pero las dos descripciones no describen cosas distintas, sino un mismo fenómeno bajo dos puntos de vista diversos.

e. Hombres, animales, robots y ordenadores

También la máquina, como el ser vivo, es un todo organizado. La organización de la máquina depende de las funciones que se quiera que realice. A diferencia del viviente la máquina funciona gracias a una energía que siempre es externa, siempre hay que dársela. Por eso la unidad de una máquina y la unidad de un organismo vivo son tan diferentes: para ella no existe el crecimiento y la reproducción. Sólo de una manera metafórica decimos que se nutre (de gasolina, de electricidad...).

Se trata ahora de analizar las semejanzas y diferencias entre los seres vivos y las máquinas. Desde este punto de vista no son especialmente rele­vantes las diferencias que hay entre los hombres y el resto de los animales: importa más la comparación entre cualquier ser vivo y las máquinas o arte­factos. Las máquinas se fabrican para que realicen determinadas funciones, como por ejemplo, enfríar y conservar los alimentos, lavar la ropa, trans­formar unas sustancias químicas en otras, llevar a cabo cálculos aritméticos con más precisión y rapidez que la mente humana, etc. Sin embargo, ¿son absolutamente indiscernibles los seres vivos y las máquinas?

Una de las primeras diferencias que encontramos entre los seres vi­vos y las máquinas es que los primeros son engendrados por otros seres vi­vos, mientras las segundas son fabricadas por los seres humanos dispo­niendo una serie de elementos de materia inorgánica —cables, chapas, tor­nillos, microchips, etc.— según un plan previamente determinado. Y preci­samente porque están vivos, los seres vivos mueren, mientras los ingenios cibernéticos se estropean. El precio de vivir es envejecer y enfermar, crecer hasta una cierta madurez y declinar después; de equivocarse y de ol­vidar. Justo lo que no hacen los ordenadores: ni enfermar es estropearse ni olvidar es simplemente borrar unos datos de la memoria. Además, los seres vivos se alimentan, crecen y se multiplican. Por eso, se dice que los seres vi­vos se constituyen como sistemas abiertos, que tienden a ir a más, a la ex­pansión en sí mismos y en otros, mientras que las máquinas son sistemas cerrados. Lo máximo que se puede esperar de las máquinas es que se conserven bien, que no se deterioren, "que se queden como están".

Mientras en los ordenadores, el hardward y el softward son real­mente distintos de manera que las propiedades del programa son indepen­dientes de las características físicas del aparato o de sus soportes materiales, el “programa” de los seres vivos está realmente encarnado en su materia. Si en los seres vivos, es el cuerpo —el organismo— el que está realmente vivo, los ingenios cibernéticos funcionan gracias a unos programas. No es lo mismo vivir que funcionar. Como los inge­nios cibernéticos son arte-factos, su forma es independiente de su materia. Un programa copiado en un disco duro no depende de las propiedades físi­cas de éste y se podría hacer un ordenador de oro; mientras que fortuna al­guna puede fabricar un ser vivo de oro. Un ser vivo es su cuerpo de un modo en que un ordenador no lo es.

Las máquinas funcionan de manera analítica, por partes, y el dete­rioro de una de ellas no repercute necesariamente en el deterioro de las de­más. Por ejemplo, un coche puede tener mal el carburador sin que esto per­judique a las ruedas; sin embargo, los oranismos vivos funcionan sistémi­camente, y todo influye en todo. Una insuficiencia renal puede producir problemas cardiacos, respiratorios, etc.

Pero la diferencia fundamental que podemos hallar entre los seres vivos y los sistemas mecánicos artificiales es la referente a su principio ope­rativo. En los seres vivos, como ya hemos visto, éste es la psique, que es un principio inmanente al ser vivo, le pertenece de manera esencial, y no se puede separar del viviente sin que éste deje de serlo. Sin embargo, en todas las máquinas, el principio energético no pertenece intrínsecamente al sis­tema, y es exterior al mismo: hay que enchufarlas a una fuente de energía, o colocarles unas pilas para que las máquinas funcionen. Además, cuando se desenchufa, no por ello dejan de ser lo que eran: una lavadora, un cassette a pilas, un ordenador... sólo que apagados. Y se pueden volver a reactivar cuantas veces se desee. Sin embargo, no hay manera de reactivar a un vi­viente que se haya visto privado de su actividad durante algún tiempo. Los seres vivos mueren, las máquinas no.

3. La peculiaridad biológica del ser humano

Si se dejara al hombre frente a la naturaleza con su dotación genética no sobreviviría ni la primera generación. El hombre no puede organizar su conducta solo con los datos biológicos que le proporciona su ADN. La debilidad humana tiene como contrapunto algo inédito en el mundo de la naturaleza: la posesión de la palabra y las manos. Con la palabra el hombre dota de un sentido nuevo al mundo; con las manos puede transformar el entorno y dominar los poderes que antes eran ocultos. Si ese mundo de sentido no preexistiera cuando nacemos, no podríamos llegar a ser hombres. Por eso se dice que el hombre es un ser generado desde lo natural y lo cultural. Ahora bien, el mundo de la cultura no se declina nunca en singular: siempre hay muchas culturas, muchos modos trazar un mapa de lo humano y del mundo. Esto no significa que el mundo cultural sea falso; lo que pasa es que es tan rico que no puede expresarse sólo de un modo.

El hombre es, según la definición de Aristóteles, un animal racional. Pero la racionalidad característica del ser humano influye también decisi­vamente en algunos aspectos de su constitución corporal. Cabe afirmar que el hombre es, desde el punto de vista estrictamente bio­lógico, un tipo de animal peculiar algo deficiente: no cuenta con las propiedades y capacidades necesarias para poder subsistir.

a. Apertura al mundo

Las ciencias biológicas han señalado repetidamente que se da una perfecta adaptación entre los animales y el mundo en el que viven. El animal sólo es capaz de captar aquellos aspectos de la realidad que son rele­vantes para su conducta porque están directamente relacionados con sus ne­cesidades biológicas: supervivencia y reproducción. Se da una ajustada co­rrespondencia entre las necesidades vitales del animal, sus pautas de com­portamiento, lo que perciben de la realidad y el perimundo en el que habi­tan. Esta adaptación de los animales a su ambiente, a su nicho ecológico, es una de las condiciones para la supervivencia de la especie.

El hombre, por el contrario, en cuanto dotado de espíritu, no está vinculado necesariamente al ámbito físico circundante sino que está abierto a la totalidad de lo real. Como ha puesto de relieve repetidamente Arnold Gehlen, el hombre no tiene un nicho ecológico al cual se adapte perfecta­mente: tiene mundo, porque queda abierto a todo lo real. Puede captar no sólo lo que es relevante para sus necesidades biológicas, sino también otras cosas que son superfluas desde ese punto de vista: la belleza de una puesta de sol o de una noche estrellada, etc.. Como le cabe también actuar de ma­nera altruista y desinteresada, en beneficio de otro, u organizar su conducta no desde sí mismo sino respecto de otras personas, de la naturaleza misma de las cosas o de la índole de los asuntos. Atendiendo a criterios exclusiva­mente biológicos, el hombre aparece como un organismo prácticamente in­viable, ya que no está adaptado a ningún medio ecológico: puede vivir en el ecuador y en el polo, en el desierto y en la selva tropical, a nivel del mar o a 5.000 metros de altitud. Para sobrevivir, se ve en la necesidad de ajustar el medio a sus necesidades hasta hacer de él un ámbito habitable, adecuado para desarrollar su existencia. La especie humana es sumamente pobre desde el punto de vista biológico y su supervivencia sólo es explicable por­que el hombre es un ser inteligente.

b. Plasicidad e indeterminación

La apertura del hombre al mundo, a la totalidad de lo real, es posible porque en el hombre no hay instintos en sentido estricto: sus tendencias son muy plásticas. La indeterminación biológica de la especie humana se ha­lla compensada por la inteligencia y por la capacidad de determinarse a obrar por sí mismo: por la libertad. El hombre no dispone de respuestas prepro­gramadas biológicamente para solucionar los problemas que lleva consigo vivir. Debe inventar esas respuestas o aprender lo que otros inventaron. El hombre no nace sabiendo qué hay que hacer, ni cómo, y su biología no se lo dice.

No hay ningún elemento biológico que determine el estilo de vida individual o social de los seres humanos, ni que fije de modo irre­sistible en una u otra dirección su comportamiento. Ahora bien, que la na­turaleza humana sea esencialmente plástica desde el punto de vista bioló­gico y abierta al mundo implica de suyo que la naturaleza humana remite a la cultura, al artificio. La plasticidad biológica humana y su carácter racional hacen posible —y al mismo tiempo exigen— la creación de la cultura.

c. Naturaleza y cultura.

La palabra “cultura” puede utilizarse con diversos sentidos. Aquí nos referiremos a la cultura para designar todo aquello que resulta de la ac­ción humana libre. Todo lo que es diferente e irreductible a lo que resulta de los procesos meramente biológicos. La cultura comprende todas las "rea­lidades artificiales": los instrumentos de trabajo y decorativos, el lenguaje, las instituciones, las costumbres, etc.

La cultura es la continuación de la naturaleza física llevada a cabo por la actividad humana. El hombre está en el mundo cultivándolo y al cul­tivarlo hace surgir algo nuevo que no estaba contenido previamente en el universo material. Esta novedad es la cultura, y este mundo entretejido de naturaleza y cultura es el único ambiente en el que el hombre puede habitar. Esta continuación de la naturaleza no hay que entenderla sólo como trans­formación física del mundo —como fabricación de instrumentos o creación de instituciones— sino también como creación de sentido —convertir un río en frontera, o un sonido en palabra—. Como señala Cassirer, la cultura es el universo simbólico que el hombre crea y añade al mundo físico para poder habitar en él.

d. Las culturas y las versiones de lo humano

La continuación cultural de la naturaleza llevado a cabo por el hom­bre es una actividad propiamente creativa, porque el mundo físico no pide de suyo ser continuado, ni tampoco indica la dirección en la que mejorarlo. Por eso, la cultura tiene un carácter gratuito e impredecible en relación con el mundo físico. Como el hombre es libre y no está predeterminado biológi­camente en su acción, debe inventar las respuestas para los problemas que se le plantean o asimilar las respuestas que inventaron sus antepasados.

Por estas razones, así como la Cultura, en sentido general, como fe­nómeno humano y con mayúscula, es necesaria para el desarrollo del hom­bre, las culturas —es decir, las diferentes formas en las que se en­carna el fenómeno cultural— son contingentes, y por lo mismo plurales: son como nos las encontramos de hecho, pero podrían haber sido de otra manera. La actividad creativa humana se despliega en una multiplicidad de direcciones, todas ellas respetables en principio, aunque no todas favorezcan de igual manera la adquisición de la perfec­ción humana.

e. Los procesos de humanización

Se llama “antropogénesis” al proceso por el cual se configura la espe­cie humana tal como la conocemos en la actualidad. Este proceso abarca dos dimensiones: el proceso de hominización —de carácter biológico— y el pro­ceso de humanización —de carácter cultural—. La hominización es la se­cuencia evolutiva que da lugar a las características anatómicas y fisiológicas del homo sapiens sapiens, la especie humana tal como la conocemos en la actualidad. La humanización es la secuencia de aparición de elementos cul­turales que son constitutivos de una forma de vida y una conducta que pue­den llamarse genuinamente humanas.

Si se estableciera un paralelismo entre la historia del género hu­mano y la biografía de cada individuo concreto, cabría apreciar que en la vida humana hay un periodo de formación biológica —que empieza en el seno materno, y llega a su plenitud alrededor de los 18 años— que se desa­rrolla simultáneamente desde el momento del nacimiento con un proceso de gestación cultural. Aunque el modo en que se lleva a cabo el desarrollo biológico es distinto al modo en que se desarrolla el proceso de humaniza­ción —porque la cultura no es una realidad de orden físico, sino simbó­lico—, los dos procesos se superponen, con lo que llamamos “hombre” es producto a la vez de factores biológicos y culturales. Para ser exactos: es fruto de su interacción.

La transmisión y asimilación de la cultura difiere de la transmisión y adquisición de los caracteres biológicos materiales. Mientras los segundos se transmiten mediante mecanismos genéticos, la transmisión de la cultura se realiza por medio de la enseñanza, —entendida en sentido amplio y no sólo la académica— y su adquisición se corresponde con el aprendizaje, con la incorporación de la cultura a las facultades naturales en forma de há­bitos, tanto intelectuales como volitivos, motores, alimenticios, etc.

Así, todos los individuos de la especie homo sapiens sapiens son se­res humanos, pero sólo nos hacemos plenamente humanos en el seno de una cultura. Una cultura, una cultura concreta, resulta tan imprescindible para el desarrollo de una vida auténticamente humana como la existencia misma del mundo físico. Y de igual modo que no existiría cultura si no hu­biera hombres, tampoco habría hombres sin cultura. Aunque la aparición de la cultura haya que atribuirla a la libertad humana, el hombre necesita de la cultura para sobrevivir biológicamente, y con más razón para desa­rrollar una existencia acorde con su propia naturaleza racional y social. Basta recordar los tristemente famosos niños salvajes abandonados en los bos­ques; o también el caso más reciente de Genie, una chica de Los Angeles cuyo padre —un psicótico— la tuvo encerrada en una pequeña buhardilla, apartada de toda influencia cultural y de todo contacto lingüístico, con un suministro alimenticio mínimo desde los 20 meses hasta los casi 14 años, que es cuando se la descubrió. Genie no había desarrollado una conducta es­pecíficamente humana: no podía entender lengua alguna, porque jamás la había oído; ni sabía prácticamente nada: vivía una existencia indigna de un ser humano por haber estado privada totalmente de acceso al mundo cultu­ral.

f. El valor del pluralismo cultural

El etnocentrismo es la postura que considera los criterios con los que uno valora las cosas —los de la propia cultura— como los únicos paráme­tros válidos y adecuados para la naturaleza humana. Considera la propia cultura como “lo natural y civilizado” mientras que menosprecia las mani­festaciones culturales ajenas como "cosas raras", exóticas o poco cultivadas.

Pero si tenemos en cuenta los resultados de los estudios empíricos realizados en este último siglo en relación con la plasticidad biológica del hombre, se comprueba que no hay nada en el nivel estrictamente biológico que determine cómo debe ser el estilo de vida del ser humano. No hay una predisposición física hacia un tipo de cultura más que hacia otro. Lo propio de la especie humana es precisamente la indeterminación e inespe­cialización biológica. Por eso, cualquier forma cultural puede ser asimilada por todas las razas o etnias humanas: un recién nacido bosnio educado en una familia española aprende a hablar castellano, y crece y se educa como español con absoluta independencia de su dotación genética. El racismo, además de malvado, es una estupidez.

Como el mundo físico no pide de suyo ser continuado cultural­mente por el hombre en una dirección u otra, y los productos culturales no están precontenidos en él sino que deben su existencia a la creatividad hu­mana, la existencia de culturas diferentes —la diversidad y el pluralismo cultural— no es sólo un hecho empírico inevitable: es ante todo un valor. Es bueno que seamos distintos, porque nuestra distincición prueba la ri­queza insondable de la naturaleza que sólo puede expresarse en una multi­tud de manifestaciones distintas. Como las caras de un diamante. La diver­sidad cultural, que pertenezcamos a tradiciones y grupos humanos muy di­ferentes, es en sí mismo un reflejo de la libertad humana y de la superiori­dad del hombre sobre la naturaleza física. Lo que no quiere decir obvia­mente que no se pueda determinar si hay manifestaciones culturales mejo­res o peores desde el punto de vista del desarrollo de una vida digna del hombre. Afirmar que todas las manifestaciones culturales valen lo mismo sería relativismo, pero no se está sosteniendo eso. Se está diciendo —y no es lo mismo— que lo bueno es intrínsecamente plural y que la perfección hu­mana no obedece a un patrón único; que no hay un modelo único al que debamos conformarnos todos. Como pasa con el arte. Que haya una pluralidad de estilos artísticos no supone que no haya obras mejores y peo­res. Hay muchas culturas distintas —con manifestaciones mejores y peo­res— y es bueno que así sea, porque también la diversidad es de suyo mani­festación de la riqueza de la naturaleza humana.

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