domingo, 13 de junio de 2010

DOSSIER 1

TEMA I. LA FILOSOFIA Y LOS FILOSOFOS

a) Guión

1. La filosofía y los filósofos

1. La filosofía como actividad humana

a) La filosofía es una tarea humana no un producto

b) La filosofía como actividad histórica y el relativismo

2. Oralidad y escritura

a) La filosofía como diálogo

b) La filosofía es antes un diálogo oral que escrito

3. El origen del filosofar: admiración, duda, angustia y perplejidad

a) La admiración

b) La duda

c) La angustia

d) La perplejidad

4. La filosofía, la libertad y la excelencia

a) Filosofía y libertad

b) Filosofía y liberación

5. Vivir en la verdad: la filosofía como estilo de vida

a) La vida como cuidado de sí

b) Vivir en la verdad

c) Vida y verdad

b) Desarrollo

c) Para leer y comentar un texto

1. Saber escuchar

2. No traducir

3. Distanciarse

4. Descubrir el plano de construcción

5. Saber discutir lo relevante

d) Textos para comentario

Platón, Carta VII en Diálogos, vol. VII, Gredos, Madrid 1992, , pp. 486-8.

Sartre, J. P., El existencialismo es un humanismo, Ediciones del 80, Buenos Aires 1985, pp. 17-9.

Jaspers, K., Iniciación al método filosófico, Espasa-Calpe, Madrid 1983, pp. 174-6.


TEMA 1. LA FILOSOFIA Y LOS FILOSOFOS

A diferencia de otros saberes, la filosofía tiene que auto­definirse. Como la filosofía es el intento de vivir según la verdad, cada filósofo se juega en ella su propia exis­tencia. Pero aunque las filosofías que los distintos filóso­fos hacen sean diferentes, hay cierta unidad: la de la tra­dición, el diálogo y la discusión.

La filosofía se distingue de la mayoría de los saberes y de las activi­da­des humanas en que tiene que dar razón de sí e interpretarse a ella misma. Los químicos no suelen preguntarse qué es la química. Y cuando lo hacen, lo resuelven de manera distinta a la que emplean para llegar a nuevos produc­tos. Los filósofos, sin embargo, tienen como primera tarea definir qué en­tienden por "filosofía". Como la biología no es ningún animal y el derecho penal no es ningún delito, no son disci­plinas reflexivas, no se tienen a sí mismas por objeto. Pero, en cam­bio, la filosofía ha de autocomprenderse y, por tanto, cada filósofo sus­tenta una concepción propia y distinta de la filoso­fía. Es más, lo que cada filósofo entiende por filosofía está íntimamente rela­cionado con su propia existencia como filósofo. Porque la filosofía es la vida de los filósofos.

En la mayoría de las profesiones, a la gente no le va la vida en su de­sempeño. Lo normal es que un albañil no se juege la vida al levantar un ta­bi­que. Tampoco un contable arriesga su ser al cerrar un balance. Pero la filo­sofía se parece más al automovilismo: quien conduce se juega la vida al conducir. El filósofo también se la juega al defender una concepción de la fi­losofía. Como la filoso­fía es el intento de vivir según la verdad, cada fi­ló­sofo pone sobre el tapete su propia existencia. Como varía tanto como la vida humana, la filosofía tiene estilos distintos y es histó­rica: no ha sido siempre igual.

Sin embargo, aunque existen muchas diferencias, hay cierta unidad: la que prestan la tradición y el diálogo. Es decir, aunque todos los filósofos no dicen lo mismo, ni comparten los mismos planteamientos, participan de la misma conversación. Como llevan discutiendo entre sí veinticinco siglos, han conseguido aclarar durante ese larguísimo diálogo bastantes asuntos. Se han ido poniendo de acuerdo en muchas cosas y, cuando no lo están, saben por qué discrepan. Y han aprendido también una cosa fundamental: a respe­tar los puntos de vista diferentes y a no querer imponerse por la fuerza. Esgrimen sus argumentos confiando en la fuerza de la razón y en el atrac­tivo de la verdad.

1. La filosofía como actividad humana

a) La filosofía es una tarea humana no un producto

La filosofía no es una realidad natural. Es la actividad de los filósofos y no sólo su producto. Como la filosofía es la discusión a través de la que se intenta descubrir la verdad examinando críticamente todas las opiniones, en filosofía no basta repetir lo que otros han pensado, sino que, para entenderlo, hay que pensarlo de nuevo. Por eso, la filosofía es una insustituible y actual tarea personal. El quehacer filosófico no es sólo una tarea ex­clusivamente humana. Es también la actividad que me­jor muestra el ser inacabado del hombre.

La filosofía no es una “cosa”, una de esas realidades naturales de nuestro entorno físico. No es algo que está ya ahí para que lo admiremos o lo inves­tiguemos como estaban las estrellas antes de que los astrónomos se pusieran a observarlas. La filosofía no es anterior a los filósofos: la hacen ellos. Mejor: la filosofía es el estar ha­ciendo lo que los filósofos hacen. Es una actividad y no un producto. Es más un hacer que lo hecho. La mayoría de las actividades humanas produce un resultado. Sin embargo, hay casos en los que la activi­dad de producir es más que lo que se produce. Por ejemplo, la pesca es más que los peces. Los peces no son lo único que pretende quien va de pesca. A quien le gusta pes­car, le gusta coger peces, pero no le basta con los peces: quiere pescar peces y no comprarlos en una pescadería. La filosofía, como la pesca, es una actividad y no sólo un producto.

La filosofía es una conversación en la que se intenta descubrir la ver­dad examinando todas las opiniones, explorando las diferentes perspec­tivas y buscando alcanzar cada vez mayor rigor y exactitud. En una conversa­ción, se dicen cosas, se realizan afirmaciones concretas. Pero la actividad de discu­tir sobre las opiniones propias y las ajenas usando como argumento la razón, el estar discutiendo, es siempre más que lo que se ha dicho: un diálogo no es sólo un amontonamiento de frases; una discusión no es sólo un conjunto inconexo de afirmaciones. El hablar no es lo dicho, sino el decir lo dicho o, si acaso, volver a decir lo que ya antes se afirmó. De la misma manera, la filo­sofía no es nunca sólo lo que otros han afirmado filosóficamente sino —en todo caso— volver a pensarlo, recorrer de nuevo el camino que les llevó a sus posiciones.

Como es la actividad del filósofo, y no sólo su producto, la filosofía no está en los libros o exclusivamente en lo que alguien dijo. No es una "cosa", ni algo que ya está hecho de una vez por todas, algo que hay que aprender de los libros. La filosofía no es lo que los filósofos pensaron, afir­maron o publicaron, sino la actividad de pensar; algo que para existir debe estar siempre rehaciéndose, repensándose. No se contiene en las cosas del pasado dadas ya para siempre. La filosofía es una peculiar, insustituible tarea personal. Por eso, el filósofo Jaspers decía que "el pensamiento propio filosófico está inseparablemente ligado al hombre que lo piensa. Desligado de él, en cuanto mero enunciado objetivo, ya no es verdadero en igual sentido. Traído al mundo requiere ser reprodu­cido desde otro nuevo origen personal".

La filosofía no es sólo una actividad: es la actividad más propiamente humana. No sólo porque de hecho, ni los dioses ni los animales piensen y, por tanto, la filosofía sea una actividad exclusiva de los seres humanos. La fi­losofía es característicamente humana porque muestra la naturaleza, el modo de ser, del hombre. Cuentan que cuando alguien llamó a Pitágoras "sabio" (sofós), respondió afirmando que era sólo un amante de la sabiduría (filo-sofos). Como la filosofía es búsqueda, deseo y amor de una sabiduría que todavía no se posee, como es anhelo por algo más que lo que ya se tiene, es signo de la realidad misma del hombre, un ser que todavía no es todo lo que puede ser, que tiene algo por hacer. La filosofía es la actividad más pro­piamente humana, el modo de saber más adecuado al ser hu­mano, porque él es único en saber que no lo sabe todo, que su saber es limitado. Los dioses lo saben todo; los animales no, pero no se dan cuenta. Cuando Sócrates dijo que "sólo sé que no sé nada" no estaba defi­niendo ex­clusivamente la filoso­fía, estaba describiendo el modo humano de ser.

b) La filosofía como actividad histórica y el relativismo

La filosofía no es una realidad eterna e inmutable sino una actividad histórica. Los filósofos no han entendido la filosofía siempre igual. Sin embargo la historicidad de la filosofía no implica que valga todo (relativismo).

Decir que la filosofía es lo que los filósofos hacen y no unas frases contenidas en unos libros ya escritos que hay que limitarse a aprender, que no es una realidad natural dotada de unas propiedades fijas e inmutables que la definan para siempre, no supone afirmar que todo dé igual o que to­das las opiniones valen lo mismo (relativismo). Como tampoco es relati­vismo afirmar que la medicina es lo que hacen los médicos. Porque, por mu­cho que los enfermos hayan es­tado siempre ahí, los médicos han entendido la medicina y se han visto a sí mismos de diferentes modos: la medicina que practicaba Esculapio es diferente de la actual. La medicina ha ido avanzando y, aunque los medidos tienen también estilos distintos, hay médicos me­jores y peores. Como los médicos han ido definiendo qué es la medicina se­gún avanzaban sus conocimientos, mejoraban sus prácticas, iban ponién­dose de acuerdo y lograban descubrir cosas, hay una historia de la medicina que es similar a la historia de la filosofía: no es sólo la narración de lo que los mé­di­cos han descubierto, sino la historia de cómo se ha formado la medicina, es decir, la crónica de las prácticas médicas, el modo en que los médicos enten­dían la medicina. Del mismo modo, la historia de la filosofía no es sólo la narración de las respuestas que los filósofos han ido defendiendo a lo largo del tiempo; es más bien la historia de los problemas y, sobre todo, la historia de la filosofía misma, la historia de lo que los diferentes filósofos han enten­dido por "filosofía", el proceso por el que ha llegado a ser cómo hoy la cono­cemos, la narración del modo en que se ha ido definiendo. Pero mante­ner que la filosofía es la activi­dad de los filósofos —y no algo eterno e inmu­table dado de una vez por todas— no es firmar un cheque en blanco a la es­tupi­dez. Es sostener que las opiniones valen lo que vale su verdad; que ésta se prueba en la criba o el tamiz de la discusión racional; y que uno de los te­mas habituales en el diálogo de los filósofos es cómo ha de enten­derse la fi­losofía.

2. Oralidad y escritura

a) La filosofía como diálogo

La filosofía es un diálogo en que se intentan probar ante los demás las propias opiniones. Por eso, es una tarea común e intersubjetiva (hecha entre muchos). La imagen de la filosofía no es un pensador solitario sino un corro de gente discutiendo los avatares de la vida social y política. Como la verdad es verdad para todos, el acuerdo intersubjetivo es sín­toma o signo de que nos acercamos a la verdad.

La filosofía es un diálogo. Consiste en intentar probar ante los demás las propias ideas, un procurar convencerles de que no son meras "opiniones subjetivas" sino que responden a razones objetivas. Es decir: que son verdad. Y precisamente porque lo son podemos someterlas a discusión; eso sí, siem­pre que tengamos bue­nos argumentos para defenderlas. No todas nuestras creencias o gustos pue­den sacarse a la luz de la discusión pública, porque los seres humanos cree­mos muchas cosas (y actuamos en consecuencia) que no podemos probar. Suele ser difícil demostrar en una discusión racional quién es el mejor fut­bolista o por qué tenemos los gustos que tenemos. Pero, si some­temos una opinión al debate, debemos respetar sus reglas. En una par­tida de mus, no es obligatorio aceptar todos los embites, pero no cabe hacer trampa.

Como es un diálogo, la filosofía es primordialmente una tarea co­mún, intersubjetiva, y, además, oral. Quienes fundaron la filosofía no la en­tendieron originalmente como una reflexión solitaria, como el esfuerzo ais­lado de un individuo encerrado a solas en su despacho. Para ellos, hacer filo­sofía no era producir sistemas de pensamiento objetivados en libros, ni si­quiera dar clases. No entendieron la reflexión filosófica como parece sugerir El pensador de Rodin. Para ellos, pensar no era algo que se haga ence­rrado en uno mismo, encantado en las propias abstracciones. La filosofía no con­sistía en "hacer teorías" sino en discutir sobre las cosas que estaban pasando. La filosofía acontecía siempre en el seno de una discusión oral sobre un tema de actualidad, ocurría como continuación de un diálogo en que se ana­lizaba lo que estaba ocurriendo. Su imagen no es un cavi­lador solitario, sino un grupo de gente tratando de aclarar qué está pa­sando, cómo hay que inter­pretar lo que está sucediendo: son las incidencias de la vida urbana, en sus dimensiones políticas, religiosas o estéticas, las que con­ducen a filosofar.

Como la filosofía nace en un diálogo, pretende tener validez inter­subjetiva y mantiene que algo es ver­dad para todos. Afirmar que algo es verdad significa estar dispuesto a defender que no sólo es algo que a mí me parece, sino que también debería parecértelo a ti. De manera que el primer criterio de verdad no es la coherencia interna de las propias ideas, ni siquiera una adecuación de los propios pensamientos a unos hechos externos. Aunque el acuerdo no es de manera automática la verdad; que algo sea verdadero significa que podría llegar a ser reconocido por todos. Como la verdad es verdad para todos, ponernos de acuerdo es síntoma o signo de que nos acercamos a la verdad. ¡Claro que alguna vez puede suceder que uno acierte y todos los de­más se equivoquen! Pero es excepcional. De la misma manera que puede ocurrir que cada moneda concreta sea falsa, aunque es imposible que todas las monedas lo sean. No se pueden hacer monedas falsas de quince pesetas: sólo puede haber monedas falsas porque existen las auténticas.

b) La filosofía es antes un diálogo oral que escrito

Al principio la filosofía era hablada. Se discutía sobre lo que estaba pasando. Su carácter oral influye mucho sobre su contenido. Sólo posteriormente la filosofía se ha puesto por escrito. Ha ido perdiendo su carácter social y público para irse convertiendo en una reflexión pri­vada. Sin embargo, la filosofía no debería dejar de ser una discusión pública.

Como en muchas otras ocasiones, el primer modo de diálogo fue oral y no escrito. De forma semejante a cómo la poesía se recitaba y las le­yendas se contaban, de filosofía se hablaba; y al igual que el carácter oral o es­crito de la poesía o la narración hace cambiar mucho su forma y su conte­nido, el so­porte oral o escrito influye notablemente sobre el contenido de la filosofía. Como en otras actividades, el vehículo escrito fue poco a poco sus­tituyendo al medio oral. Ya Platón in­trodujo la escritura, aunque fuera to­davía como narración escrita de una conversación memorable. También los "textos" de Aristóteles, por su parte, son apuntes de unas clases orales. Pero incluso esos géneros literarios, el diálogo y la lección, se convirtieron siglos más tarde en ficticios. No es tan extraño: también en los par­lamentos al principio sólo se hablaba, después, al comenzar a levantar acta, se empezó a poner por escrito lo que se había dicho, y se ha terminado por leer unos dis­cursos escritos de antemano. A su vez, también la lectura ha ido su­friendo variaciones, pues durante muchos siglos sólo se sabía leer en voz alta. Al leer en voz alta, no se solía leer a solas, con lo que la lec­tura era una activi­dad más pública que hoy, que es pri­vada. También leer era antes un acto so­cial.

A medida en que la filosofía pasaba de un soporte oral a uno es­crito, sus propiedades de saber intersubjetivo (verdadero para todos) y dialógico fueron perdiendo fuerza, empezando a hacerse popular la figura del filósofo como un ser ais­lado, in­dividualista y encerrado en sí mismo y en sus pro­pias abstracciones. Pasaba así a verse al filósofo como alguien que elabora te­orías como una araña fabrica telas, de manera que la filosofía tenía cada vez menos importancia social. Dejó de ser una dis­cusión en el ámbito público para convertirse en una reflexión privada.

La filosofía hablada, lo que alguien mantiene en el seno de una dis­cusión, es algo mucho más vivo, más próximo a la realidad, y más cercano que lo que se sostiene por escrito. Lo que está escrito lo puede leer alguien que no estaba presente y eso le da a los textos un aire de eternidad, de abso­luto, de fijo y permanente que no tienen las intervenciones orales. La filoso­fía, como casi todas las cosas humanas, ha pasado casi inevi­tablemente de un soporte oral a uno escrito, pero no debería perder por eso las características que tenía cuando nació. Le va en ello su propia vida.

3. El origen del filosofar: admiración, duda, angustia y perplejidad

La filosofía es el esfuerzo por aclararse en el mundo. Puede distinguirse de otros modos de saber por su co­mienzo, por la situación subjetiva desde la que se em­pieza a pensar. Los distintos filósofos han dado diferen­tes interpretaciones del comienzo de la filosofía de acuerdo con sus concepciones del filosofar. Las cuatro más importantes son las que colocan el principio del fi­losofar en la admiración, la duda, la angustia y la perple­jidad.

La filosofía es el esfuerzo por saber, por aclararse con los sucesos de la propia vida, con las incidencias de la vida pública y con el mundo en gene­ral. Whitehead la caracterizó bien al afirmar que la filosofía era la respuesta a la pregunta "¿qué pasa con todo esto?". Además de la filosofía, hay otros modos de saber (las cien­cias, las artes, las humanidades, la religión), pero hay que hacer un esfuerzo por distinguirla de ellos. Un primer modo de hacerlo es ver su origen, la situación humana desde la que suele desencadenarse la reflexión filosófica.

Los primeros filósofos consideraron que la admiración y la sorpresa fueron posibles gracias a que había hombres que tenía tiempo libre, y que esto desencadenó el filosofar. A partir de la filosofía moderna, su origen se ha situado también en otras actitudes humanas diferentes: la duda, la angus­tia y la perplejidad. Dependiendo de cada concepción de la filosofía existe una interpretación distinta sobre su origen, y al revés. Como la filosofía es la actividad de los filósofos, habrá muchas formas distintas de filosofía.

a) La admiración

Para los griegos, la filosofía nace del tiempo libre y de la admira­ción con lo que se entiende a sí misma como una con­templación de la realidad. El tiempo libre, la interrupción de los deberes, permite pararse a pensar liberándose de los propios intereses. Cuando no se tiene nada que hacer, cuando no se está ocupado en el trajín, cuando no se está dominado por sus intereses, puede despertarse la admiración y dispararse la reflexión. El ocio y la admira­ción permiten una actitud contemplativa que no mani­pula lo real y que libera de todos los intereses persona­les. Precisamente porque no se interviene, se atiende sólo a lo que pasa, al discurrir de las cosas y a las cosas mismas. La meta del filosofar es la verdad, que se en­tiende como la ade­cuación entre nuestro pensamiento y la realidad.

Los griegos creían que la filosofía nace del ocio y la ad­miración; de modo que para ellos la filosofía debía entenderse a sí misma como una con­templación de lo real que los griegos denominaban "theorein", es decir, teo­rizar. Pero "teori­zar" no significaba elucubrar o montar teorías, sino sim­plemente adoptar una actitud contemplativa tratando exclusivamente de comprender. Y, si se pregunta "¿de entender qué?", la respuesta es "todo": todo lo que pasa y todo lo que hay, porque para los griegos pasan las cosas que pasan porque las cosas son como son. Son las cosas, lo que hay, las que explican lo que pasa. La fi­losofía se nos muestra, por tanto, como el esfuerzo por ver claro, por enten­der la tota­lidad de lo real, y su meta es la verdad.

Al filósofo sólo le interesa conocer la ver­dad, ver la realidad, saber qué es lo que de verdad hay, qué es lo real­mente real, o qué hace que lo real sea real. ¿Por qué es real lo real? Por tanto, lo que el filósofo tiene que hacer es simplemente mirar, contem­plar, cui­dándose mucho de interve­nir o de manipular; debe olvidarse de to­das las cuestiones personales, de to­das sus preocupaciones e intereses, para estar atento a las cosas mismas. Mirar a lo que cada realidad es de suyo, con independencia de nuestras conveniencias. Sólo será "objetivo" si niega todo interés personal y subjetivo. Por eso, los griegos eligie­ron la lechuza como símbolo de la filosofía: un pá­jaro todo-ojos que puede detenerse inmóvil a contemplar a la luz cre­puscular; nada parece escaparse a su mirada atenta. No hace nada: sólo sigue con la mirada.

Para los griegos, el ocio (no tener nada que hacer), era la con­dición para que naciera la contemplación filosófica. Cuando uno no tiene nada que hacer, cuando no está ocupado en el trajín, cuando no está dominado por sus intereses, puede pararse a pensar. Sólo al suspender sus ocupaciones, cuando lo único que le salva de la pereza es mirar, puede sorprenderse. Mientras estamos ocupados en nuestros asuntos, volcados en nuestros que­haceres o cumpliendo nuestras tareas, nada puede sorprender­nos o maravi­llarnos.

Los antiguos descubrieron así que el ocio no es mera ausencia de tra­bajo ni pura pereza. El ocio puede convertirse en la fuente de la actividad más intensa de la que el ser humano es capaz: pensar. Admirarse significa cortar con todo, quedarse atónito. Nos asombramos porque las co­sas no son como creíamos, porque sucede lo que no sospechábamos, porque "nos rom­pen el saque". Justo cuando no nos va nada personal, cuando no se tienen intereses que defender, puede que algo nos asombre y que adoptemos una ac­titud contemplativa. Entonces nos fijamos en las cosas sin tenernos en cuenta a nosotros mismos. La admiración implica no sólo un distanciarse de lo ad­mirado, un extrañarse de ello, sino que supone también una actitud ac­tiva. Hay en el admirarse un ser llamado desde fuera, un ser atraído, un ser sa­cado de sí. Lo que se admira arrastra. "La pasión específica del filósofo -afirmaba ya Platón- es la admiración, pues no es otro el principio de la filo­sofía". Precisamente porque no se interviene, se atiende sólo a lo que pasa, al discurrir de las cosas y a las cosas mismas. Entonces puede iniciarse la re­flexión. ¿Por qué pasa lo que pasa? ¿Qué son las cosas? ¿Qué es lo real? ¿En qué consiste la realidad? ¿Por qué hay realidad?

En la interpretación de los griegos, el ocio y la admiración cancelan todo interés subjetivo y puede atenderse únicamente al ser de las cosas tal como son en sí mismas. Por eso, al margen de nuestros prejuicios y conve­niencias, la re­flexión filo­sófica se autocomprende como contemplación de la realidad, como bús­queda de la verdad. A su vez, la verdad se entiende como la ade­cuación entre nuestro pensamiento y la realidad. La verdad consiste en dejar que las cosas sean como son, en no manipular limitándose a ver. Por una parte, nuestro pensamiento es verdadero en la medida en que las cosas son como las pensamos; por otra, la verdad es el acontecimiento por el que el ser de las cosas se hace claro a nuestro pensamiento. O sea, el destello de las cosas que nos permite verlas.

b) La duda

Para Descartes, representante del mundo moderno, la fi­losofía no nace de una admiración serena. Las crisis y convulsiones que experimentó la sociedad de su tiempo rompen las convicciones antes pacíficas. El mundo se tambalea y el hombre no puede encontrar un apoyo fuera de sí. Al pensar desde la experiencia de la crisis, Descartes sitúa en la duda el comienzo del filosofar. Por eso, le interesa más la certeza que la verdad y su filoso­fía se centra en el conocimiento más que en el ser.

Posteriormente, a lo largo de la filosofía moderna, se han dado otras interpretaciones del origen del filosofar que se plasman en concepciones di­ferentes de la filosofía, en estilos distintos. El planteamiento griego no es el único posible. En Descartes, por ejemplo, la filosofía no tiene ya la serenidad del Partenón, no nace de una admiración que provoca una reflexión que pre­tende atenerse sólo a la verdad. El mundo en el que Descartes vive es mucho más complejo que el griego, todo es mucho más complicado, y Descartes, como el hombre moderno, carece de la serenidad griega. La situación vital que empuja a Descartes a filosofar no es la admiración tran­quila y reposada, es la duda. No se pone a pensar desde un suelo firme de convicciones pacífi­cas. Lo hace porque se le abre el suelo bajo los pies y se derrumban sus creen­cias. Descartes no mira un mundo asentado en la rotundidad de la Acrópolis de Atenas: asiste a una crisis en la que no es fácil encontrar tierra firme, un punto de apoyo, algo a que agarrarse. El mundo de los hombres, la vida hu­mana no reposa sobre un ser o una naturaleza que actúen como funda­mento in­con­movible. El mundo se tambalea y el hombre no puede encon­trar un apoyo fuera de sí.

Como Descartes piensa impulsado por la duda, su filosofía se le pre­senta a él mismo no como una contemplación de la realidad, sino como una búsqueda de certeza. Su tema no es ya qué sea lo re­almente real, lo que las cosas son de suyo, al margen de nuestras convenien­cias. Quiere averiguar cómo podemos estar seguros de lo que creemos saber, cómo cabe distinguir entre el saber verdadero y el que sólo lo parece. Su preocu­pación comienza a centrarse en lo que después se ha llamado "teoría del co­noci­miento". Para él, lo urgente no es averiguar qué es el ser, sino cómo es­tar seguros de que no nos equivocamos. Como le interesa más la certeza que la verdad y prefiere saber menos con tal de estar seguro de que no es víctima del engaño, en­tiende la filosofía como un sistema. Y el sistema está hecho para inmuni­zarnos del error.

c) La angustia

Para los existencialistas de los siglos XIX y XX, el co­mienzo del filosofar viene dado por la angustia. Lo pro­blemático ahora no el el mundo, sino la subjetividad misma. No está asegurado que lleguemos a ser un yo, sino que ésa es la tarea. Pero llegar a ser yo es algo que sólo depende de mí. La angustia, el sentimiento de vér­tigo que se experimenta ante la propia libertad, es el nuevo punto de partida de la filosofía, cuyo tema ya no es ni el ser ni el conocimiento sino la propia existencia.

Después, otros autores han tomado la angustia como origen del filo­sofar. Son los llamados "existencialistas", cuyo fundador fue el danés Kierkegaard. Su situación subjetiva, el lugar desde el que filo­sofan, no es ya ni la admiración ni la duda, sino el vértigo ante la propia li­bertad. A las altu­ras del siglo XIX, los hombres comienzan a pensar no sólo que la vida hu­mana no tiene un soporte o fundamento en la naturaleza; si fuera así aún podría depender de sí misma. Sin embargo, empiezan a poner en duda tam­bién ese punto fijo interior en cada hombre, "el yo", que Descartes había creído descubrir y desde el que pretendía reconstruirlo todo. La cuestión ahora no estriba sólo en la crisis del mundo exterior. Ante el desmorona­miento del mundo en que vivimos, si intentamos refugiarnos en nosotros mismos, podemos caer en la cuenta de qué no sabemos ni dónde nos esta­mos refu­giando ni cuál es nuestro refugio. Para guarecerse en el propio yo, primero hay que tenerlo; y lo problemático es llegar a tenerlo. Cuando se nos dice: "sé tú mismo" o "conócete a ti mismo", ¿está tan claro qué es lo que te­nemos que ser o qué es lo que tenemos que conocer?

"El yo", "el propio yo", no es una fortaleza tan inexpugnable como se creía. No es la guarida segura. Porque ser libre significa estar en las propias manos, que cada uno será lo que quiera ser, que soy yo quien debe decidir quién soy. Nadie puede responder por mí a la pregunta que in­terroga por quién soy. Me quedo a solas. Pero si sólo yo puedo responder a la pre­gunta por mí mismo, entonces lo que está en juego es la propia identidad. Como somos libres, el yo no es el refugio inexpugnable al que volver, sino la tarea a lograr. Lo que me juego en la vida no es simple­mente algo mío; soy yo el objeto de la apuesta. Ser yo mismo es lo que hay que conseguir, no algo ase­gurado por otros de antemano.

El sentimiento de vértigo que se experimenta ante la propia libertad se llama "angustia". Es un nuevo punto de partida de la filosofía. De este modo, la filosofía se autocomprende de manera diferente. Ya no es una con­templación serena del ser ni una búsqueda de certeza: es el in­tento de llegar a ser un yo, de encontrar el contenido de la propia identidad. Se trata de al­canzar algún tipo de criterio desde el que decidir quién se quiere ser y qué vida se quiere llevar. La cuestión, el problema acuciante, no es la ver­dad, ni la certeza, sino la propia existencia. La filosofía no aparece ya como una te­o­ría sobre la realidad, ni como una teoría del conocimiento: es algo muy simi­lar a la religión, un saber de salvación, el saber que puede salvarnos.

d) La perplejidad

Muy recientemente, se ha intentado sustituir los plan­teamientos que parten del yo por los que atienden al tú y al él. El nuevo punto de partida de la filosofía es la fi­losofía misma, la perplejidad que nos causa su historia y sus textos tradicionales. Como la filosofía nace de la perplejidad, la filosofía se autocomprende a sí misma como el intento de aclararse con nuestros mismos pen­samientos filosóficos. Como lo que interesa es aclararse, la filosofía se convierte en la actividad terapéutica de di­solución de los problemas filosóficos al mostrar en qué nos habíamos equivocado al plantearlos.

En los últimos años, se ha ido abriendo paso la convicción de que, pese a su atractivo, hay algo mal planteado en la interpretación existencia­lista de la filosofía: la propia identidad no puede fijarse desde dentro. Nadie, a solas consigo mismo, puede aclarar quién es. La primera persona no tiene punto de apoyo: "el yo" se desvanece y queda sin contenido. En consecuen­cia, desde muchos ambientes y tradiciones diferentes, se han em­pezado a su­brayar los puntos de vista de la segunda y de la tercera persona. Ningún yo puede fijar su pro­pia identidad o sea, nadie puede responder a la pregunta por quién es mediante una reflexión individualista. Lo que lla­mamos "un yo" sólo se cons­tituye en el diálogo con otros "yoes". Como no hay "yo", sin "tú" y "él", se ha roto la hegemonía de la perspectiva de la primera persona, del punto de vista del yo. Y la sustitución de los planteamientos mono-lógi­cos por los dia-lógicos ha abierto paso a otra interpretación del origen del fi­loso­far.

Tal como muchos filósofos entienden hoy la filosofía, su origen no es ni la admiración, ni la duda ni la angustia. Es más bien la perplejidad, el "mosqueo" que supone percibir que algo va mal. La inquietud que va unida al darse cuenta de que las cosas no cuadran. En muchas ocasiones, esa perple­ji­dad o desasosiego nace de la misma lectura de las obras filosóficas. Cuando se ha leído sólo un libro de filosofía no suele pasar nada. Pero si se ha dedi­cado el suficiente tiempo a estudiar muchos, es fácil experimentar la sensa­ción de que hay algo raro, de que los libros no casan perfectamente. Es decir, cabe quedarse perplejos ante la propia filosofía. Lo que ahora asombra no es el ser de las cosas y lo que angustia no es la tarea de llegar a ser un yo. Lo que "mosquea" es, por una parte, el hecho de que los hombres nos hayamos de­dicado a filosofar y, por otra, la filosofía que hemos hecho. Al leer y estudiar detenidamente las obras filosóficas del pasado, uno se queda perplejo. Aparece la sospecha de que hay algún error, de que nos hemos equivocado o, más sen­cillamente, de que nos hemos hecho un lío.

Si el comienzo es la perplejidad, la filosofía se en­tiende a sí misma como el intento de aclararse con nuestros mismos pen­samientos. No se trata tanto de contestar a las preguntas "filosóficas" o de resolver los problemas característicos de la filosofía. Lo que interesa es aclararse. Disolver los pro­blemas al mostrar en qué nos habíamos equivocado al plantearlos. La filo­so­fía se convierte así en una terapia, en el único tratamiento posible contra las enfermedades filosóficas. "La filosofía, escribió Wittgenstein en pleno si­glo XX, deshace los nudos que hemos ido haciendo estúpidamente en nues­tro pensamiento; pero, para lograrlo, debe ejecutar unos movimientos que son tan complicados como los nudos. Aunque el resultado de la filosofía es sim­ple, sus métodos para alcanzarlo no pueden serlo".

4. La filosofía, la libertad y la excelencia

a) Filosofía y libertad

Para los griegos, la filosofía es la actividad propia de los hombres libres, de quienes no están dominados por sus intereses privados. Ser libre signifi­caba tener una opi­nión en los debates de la vida pú­blica. La filosofía es li­ber­tad porque es la actividad que se mantiene al margen de cual­quier con­veniencia: la radical li­bertad que per­mite atender sólo a lo real. Como la fi­losofía es una dis­cusión libre, sólo cabe fi­losofía en la polis, o sea, en un ré­gimen democrático, participativo y libre.

Desde su aparición en Grecia, los filósofos han mantenido que la re­flexión filosófica, es el ejercicio máximo de la libertad, la mayor libertad que un hombre puede tomarse: preguntar por el "qué" y el "por qué". Desde en­tonces, aunque de diversas formas, los filósofos han su­brayado que la filoso­fía es libertad, y que sólo quien se para a pensar puede llegar a ser libre.

En sus fundadores griegos, la filosofía era la actividad libre por exce­lencia porque su comienzo era el ocio. Discutir y conversar constituían la dedicación exclusiva de los ciudadanos libres o, sea, de quienes estaban libe­rados del trabajo y de la necesidad de obtener medios de subsistencia. Pero no se trataba de que sólo quienes eran libres y no esclavos gozaran del ocio sufi­ciente para intervenir en los debates públicos. ¡Como si bastara con dar tiempo libre a los es­clavos para que se convirtieran en filósofos! La cuestión radicaba en que la reflexión filosófica era, para ellos, la actividad libre, por­que ser libre signifi­caba tener una opinión en los debates de la vida política, participar de la vida pú­blica. Y ésta empezaba donde acababan los intereses privados. Para intervenir en los debates políticos hace falta no estar domi­nado por las pro­pias conve­niencias, no estar atado por lo que uno necesita o por sí mismo. Hay que es­tar liberado de todo eso. Ya se ha visto que son el ocio y la admi­ración, o sea, el olvido de todo lo personal, lo que permite la mirada y la re­flexión filosófica. La filosofía es el máximo ejercicio de la liber­tad precisa­mente porque es la actividad que se mantiene al margen de cual­quier con­veniencia: la radical li­bertad que permite atender sólo a lo real.

Para un griego, la libertad no es la capacidad de hacer lo que viene en gana. La libertad tampoco queda garantizada porque el po­der público no se entrometa en la vida privada. Por el contrario, sólo hay li­bertad cuando se puede tomar parte en la discusión pública, saltar a la arena política, cuando se tiene algo que decir; y sólo puede intervenir en los asun­tos comunes quien pase por en­cima de sus intereses privados. Como la fi­losofía es una discusión libre, sólo cabe fi­losofía en la polis, o sea, en el ré­gimen democrá­tico, participativo y libre: si no hay libertad ni se puede opi­nar ni cabe discu­tir las opiniones de los de­más. Y, por eso, la filosofía también se apoya en la libertad: lo propio de quie­nes son ciudadanos libres es dis­cutir sin coacción.

Como la filosofía es la actividad libre, determina la excelencia hu­mana. Filosofar, reflexionar críticamente sobre las cosas, examinar todas las opiniones para establecer la verdad de algo que no es ya una mera opinión, es lo mejor que el hombre puede hacer. Todas las demás conductas se orde­nan a esta aspiración. Es la que mejor realiza la naturaleza humana.

b) Filosofía y liberación

Para la Ilustración, sin embargo, la filosofía no es la ac­tividad de los hombres que ya son libres, sino que es la filosofía la que libera. La reflexión crítica emancipa al hombre al liberarlo de la servidumbre de los prejuicios y de las costumbres. Desde entonces, muchos filósofos han asumido un compromiso político, aunque otros han insistido más en la libertad personal.

Después, aunque con tonos distintos, se ha venido insistiendo siem­pre en la relación entre filosofía y libertad. A partir de la Ilustración del siglo XVIII, por ejemplo, suele mantenerse no tanto que la filosofía es la actividad propia de los hombres que ya son libres sino que es la filosofía misma la que libera. Es la reflexión crítica, la puesta en discusión de todas las ideas y de todas las tra­diciones, la que emancipa al hombre. La filosofía libera de los prejuicios y de la servidumbre de las costumbres. Desde aquí, la filosofía ha solido adop­tar conscientemente un compromiso político. Un filósofo no es un pensa­dor aislado, encerrado en una torre de marfil. Tiene una clara función en el or­den social: preguntar por lo que todos dan por obvio, cuestionar lo que to­dos dan por sentado. En suma preguntar una y otra vez por la verdad y la justi­cia de lo que los demás aceptan simplemente porque les interesa. Señalar, de vez en cuando, que el Rey está desnudo. Remover los prejuicios y disolver las falsas seguridades.

En otros planteamientos filosóficos, como los existencialistas, por ejemplo, se ha subrayado más la relación de la filosofía con la libertad perso­nal que con la libertad política. Si ser libre es ser dueño de sí, protagonizar realmente la propia existencia, el filósofo es quien realmente se libera, quien vive desde sí y no desde los demás, al pro­yectar su vida según la verdad que le ha sido posible alcanzar.

5. Vivir en la verdad: la filosofía como estilo de vida

a) La vida como cuidado de sí

A diferencia de los animales, que sólo viven, el hombre desarrolla una conducta frente a su propia vida, sabe que vive. Tiene que actuar sobre sí y decidir qué quiere hacer con su vida. Como quiera o no, el hombre tiene que hacer algo consigo mismo, aunque sea dejarse lle­var, cada hombre es artífice de su propia existencia y la vida humana es cuidado de sí. Todo hombre teje una interpretación de quién es, de qué significa ser un ser humano, de cómo actúan los seres hu­manos y de qué vida deben llevar.

La filosofía es, pues, la actividad del filósofo. Su vida. La expresión "biografía intelectual" no es una simple metáfora. La filosofía es mucho más una forma de vivir que algo contenido en los libros; es el modo humano de encarar la propia vida, de enfrentarse a la propia existencia. Porque eso es lo que distingue a los seres humanos del resto de los animales: que no sólo vi­ven sino que saben que viven. Los animales se limitan a vivir, a desempe­ñar unas conductas características de los seres vivos. Realizan unos compor­tamientos. Pero el ser humano no sólo vive una vida o lleva a cabo una conducta, sino que sabe que lo está haciendo. A diferencia de los demás ani­males, tiene autoconciencia, puede reflexionar sobre sí y sobre su vida.

Reflexionar sobre sí y sobre la propia vida quiere decir ser capaz de verse a uno mismo desde fuera, verse con los ojos con los que los demás le ven y, por tanto, desarrollar una conducta que tiene como objeto a uno mismo o a la propia vida y no algo meramente exterior. Comer tiene como objeto una realidad exterior, pero el objeto de adelgazar es uno mismo. El hombre no sólo ejecuta conductas o acciones, desarrolla comportamientos cuyo objeto es él mismo o su forma de actuar. Los hombres de todos los pue­blos, por ejemplo, cuidan su aspecto externo. Se visten de una manera o de otra, se tatúan, se pintan o, simplemente, se peinan. Algo que no ha­cen los animales. Pero peinarse o vestirse implica dos cosas. En primer lu­gar, su­pone, por una parte, imaginarse cómo le verán a uno, o sea, calcular la ima­gen que uno da, y, por otra, modificarse a uno mismo hasta adecuarse a la imagen que quiere ofrecer. Pero, en segundo lugar, implica además algo más profundo: no se trata sólo de cómo los demás le van a ver uno. La cues­tión es cómo quiere verse uno a sí mismo. O sea: quién y cómo quiere ser cada uno. Por eso, a veces no se sabe qué ropa ponerse.

La vida humana se distingue de la de los animales en que es re­flexiva. Más que poder ponerse frente a sí mismo, el hombre no tiene más remedio que hacerlo. El hombre tiene que actuar sobre sí y decidir de qué va, qué quiere hacer con su vida. Los animales no pueden quedar perplejos ante sí mis­mos, no pueden preguntarse por el sentido de su vida; y es que no la ven como una totalidad, como un tiempo limitado a su disposición. Más: no disponen de su vida, se limitan a vivirla. No son sus propietarios sino sus administrado­res. Sólo el hombre puede experimentar extrañeza y asombro ante sí mismo, puede prever su muerte futura y, por consiguiente, caer en la cuenta de que puede hacer algo consigo mismo. Por eso, siempre se ha dicho que cada hombre es artífice de su propia existencia, que cada uno es la obra de arte de sí mismo, o que labramos hasta cierto punto nuestra vida y nues­tro modo de ser, nuestro carácter. La reflexividad específicamente humana no es, por tanto, algo solamente teórico: es práctico. Como quiera o no, el hombre tiene que hacer algo consigo mismo, aunque sea dejarse llevar: la vida humana es cuidado de sí. Cuando el ser humano se da cuenta de que tiene que cuidar de sí, de que tiene que forjar su propia identidad, suele apa­recer un ideal del cultivo de la propia interioridad y de la propia personali­dad.

b) Vivir en la verdad

Todo hombre necesita tener una idea, una imagen, de sí para poder vivir. El ser humano tiene que interpretar su existencia. Pero lo que distingue a los filósofos de los demás hombres es su pretensión de verdad, porque es­tán dispuestos a discutir, a some­ter a crítica racional sus ideas, imágenes e interpretaciones. Pretenden vivir con­forme a la verdad que conocen. La filosofía se convierte así en un modo de vivir, en un estilo de vida: el de quien vive meditando en torno a las cosas de la vida. La filosofía es el tipo de vida que nace del es­fuerzo por man­tener la lucidez y distinguir lo verdadero de lo apa­rente.

Al advertir que seremos lo que queramos ser, puede entenderse qué sig­nifica que la filosofía no es algo dis­tinto de la vida humana sino uno de sus momentos: su instante reflexivo. Todo ser hu­mano necesita pararse a pen­sar. Siempre suceden cosas que no se entienden, que sorprenden, que sumen en la duda o en la perplejidad. Siempre ocurre lo que no debería ocurrir, lo que no estaba previsto, lo que no encaja. Y cuando eso sucede, cada vez que el hombre no se aclara con lo que pasa, se descubre a sí mismo reflexio­nando, tratando de reordenar el puzzle, de in­terpretar las cosas y los aconte­cimientos. Bajo este punto de vista, todo hombre es un filósofo, todo hom­bre teje una interpretación de quién es, de qué significa ser un ser humano, de cómo actúan los seres hu­manos y de qué vida deben llevar. Pero lo que distingue en sentido propio a los filósofos de los demás hombres es su pre­tensión de verdad: su interpreta­ción no es una interpretación más. Los filó­sofos se diferencian de los demás en que están dispuestos a discutir, a some­ter a crítica racional sus interpretaciones. Pretenden vivir conforme a la ver­dad que han llegado a conocer, proyectar su existencia según lo que cono­cen.

La filosofía se convierte así en un modo muy peculiar del cuidado de sí, o del trabajo paciente sobre sí mismo. Porque la cuestión no es ahora sólo que todo hombre necesite una imagen de sí a la que conformarse, un mo­delo respecto del que labrar su personalidad y su existencia. El asunto es que se puede pretender que ese modelo o esa imagen sea verdad. Quizá no todo dé igual. ¡Claro que cada uno forja su existencia como quiere! Pero ese no es el problema. El problema es que se puede discutir sobre esos modelos y ar­quetipos, que cabe someterlos a crítica racional, que es posible empeñarse en averiguar hasta qué punto son verdad.

La filosofía no nace cuando el hombre teje historias, narraciones o fábulas sobre sí mismo. Esto lo lleva haciendo haciendo desde que el hombre es hombre. La filosofía nace cuando se pone a examinarlas para ver si resis­ten la crítica, si al mirarlas desde otro punto de vista resultan menos con­vincentes, si son verdaderas o sólo nos parecen verosímiles porque es­tamos demasiado acostumbrados a ellas. Y entonces, la filosofía se convierte en un modo de vivir, en un estilo de vida: el de quien vive meditando en torno a las cosas de la vida. La filosofía es así el tipo de vida que nace del es­fuerzo por man­tener la lucidez, por ver claro, por distinguir lo verdadero de lo apa­rente; el estilo de quien no está dispuesto a dejarse engañar ni por los demás ni por sí mismo, del que distingue entre la verdad y lo que le gustaría o ape­tecería que fuera verdad.

c) La vida y la verdad

La filosofía es un modo de vivir, pero es algo más: el es­tilo de vida en que la existencia se subordina a la ver­dad. Al hombre no le basta con el sentido, necesita tam­bién de la verdad que está fuera de él. La muerte de Sócrates plantea un problema a sus sucesores: ¿es ver­dad que se puede subordinar la vida a la verdad?

Considerada como la vida misma del filósofo, como un estilo o una forma de vida, la filosofía se declina como ética. Pero, incluso vista así, es algo más que ética. Es un modo de vivir, pero también algo más. Porque si la filosofía es, frente a otras formas de vida posibles, el intento de existir desde la ver­dad que se conoce, al final es más importante la verdad que la vida. La exis­tencia se subordina a la verdad, y no al revés. En la vida del filósofo, la vida se pone de puntillas y se supera a sí misma, precisamente porque lo que pre­tende y busca, la verdad, está fuera de ella misma.

A veces, se afirma que el hombre es un animal de sentido, que ante todo y sobre todo se alimenta de sentido. Lo que el hombre necesita es que las cosas, sus acciones, su vida entera, tengan sentido. Pero, en el fondo, con el sentido no basta: lo que el hombre quiere es la verdad. Nadie se conforma con un sentido que al final resulte falso, que se base en el engaño y en el error. No se trata de actuar como si las cosas tuvieran sentido, como si la existencia humana tuviera un significado. La cuestión es saber si lo tienen o no. Por eso, la gente prefiere la ver­dad amarga al más dulce de los engaños; prefiere saber que le engañan, por doloroso que pueda resultar, a se­guir sin enterarse, por apacible que la ignorancia pueda parecer.

Como la filosofía es la orientación de toda la vida hacia una verdad que se busca, hay un último peligro. Cabe que a uno le guste tanto buscar la verdad que no quiera encontrarla. Hay diferencia entre un filósofo y quien simplemente lo imita, entre un amante de la sabiduría y la ridícula figura del "eterno buscador de la verdad", del "hombre problemático", el "perpe­tuo inconformista". Quien no quiere encontrar no busca, hace como si bus­cara, imita, adopta sólo la pose del filósofo. Vivir desde la lucidez no es ac­tuar para un público invisible.

Al fundar la filosofía como un estilo de vida, los griegos apostaron tan fuerte que pusieron en un brete a sus sucesores. Sócrates estaba tan se­guro de que podía vivirse sólo desde la verdad y cara a la verdad que dio su vida por la verdad. Dio el mejor argumento retórico para probar su interpre­tación: se dejó matar para demostrar que era posible subordinar la vida en­tera a la verdad, que era posible la vida del filósofo. Pero dejarse matar por algo no prueba que ese algo sea verdad. También hay mártires de causas y cruzadas falsas y sinsentido. Quizá Sócrates se engañó tanto que dio su vida por un espejismo: la vida como búsqueda de una verdad más importante que la propia vida. La muerte de Sócrates convierte en verosímil su vida, pero no prueba su verdad. Quizá los griegos se dejaron engañar. Quizá los cimientos de la Acrópolis desde la que miraban el mundo como desde arriba no son tan inconmovibles como creían; quizás debajo de sus mármoles hay demasiadas tumbas. Y no queda más remedio que ponerse a escarbar.

Pero se equivocara o no, y de eso llevan los filósofos discutiendo veinticinco siglos, dejó su tesis clara: cabe subordinar la vida a la verdad. Y colocó a quienes le siguieron ante una pregunta: ¿es verdad que se puede? Lo demás son componendas.


Para leer y comentar un texto

1. Saber escuchar

Leer un texto es una forma de hablar con alguien. Y para poder man­tener una conversación lo primero que hace falta es saber escuchar, atender a lo que otro dice. Comprender la postura de otro resulta mucho más difícil que lo que parece. Exige todo un aprendizaje, todo un es­fuerzo. Cuesta en­tender lo que otro dice, hay que aprender a escuchar, por­que para hacerse cargo de lo que otro está afirmando deben vencerse varios vicios y prejuicios sólidamente establecidos. En primer lugar, todos tende­mos en una conver­sación a imaginarnos lo que el otro dice, a proyectar so­bre él lo que nos pa­rece que está afirmando. Habitualmente estamos tan se­guros de lo que el otro está sosteniendo, lo tenemos tan asumido, nos lo sa­bemos tan de carre­rilla, que no escuchamos. En lugar de escucharle, nos imaginamos qué está diciendo. Hablamos así con nosotros mismos y con nuestras fantasías. No sa­limos de nosotros mismos. Sin embargo, escu­char quiere de­cir atender a otro. Y otro es siempre otro, distinto de lo que habíamos pen­sado, supuesto o imaginado de él. Por eso, no cabe diálogo si no se respeta la alteridad y la di­ferencia. Si asimilamos el otro a nosotros mismos, si lo fago­citamos, ya no es otro, sino nuestro molino de viento par­ticular.

Sólo escuchamos realmente cuando concedemos al otro la posibili­dad de que nos desconcierte, de que se salga del guión, de que diga algo que no estaba previsto. Resumiendo: cuando permitimos que nos "rompa el sa­que". No hay diálogo si el otro no desborda nuestros esquemas, si no nos sor­prende. No cabe conver­sación si estamos en la actitud de quien ya se lo sabe todo, de quien tiene siempre una respuesta preparada. Porque si nunca nos quedamos atónitos, si disponemos siempre de una réplica prefabricada, no habremos compren­dido su pregunta o su posición: es poco probable que la gente pregunte o diga justamente aquello para lo que habíamos traído de casa una respuesta en el bolsillo. En muchas ocasiones, no atendemos a lo que otro dice, nos limitamos a imagi­narnos lo que está diciendo. Por eso, muchas con­versaciones acaban al grito de "calla y escucha".

Lo más peligroso de este primer modo de no escuchar (imaginarse lo que otro dice) es que quien lo practica se cree muy listo, por mucho que los demás piensen que es tonto. Los demás, quienes han intentado hablar con él, se dan cuenta de su sordera y de que no entiende nada. Dicen con razón de él que es de una cerrazón mental terrible o que le rebota todo. Que es impene­trable. Pero el bobo, el que no entiende nada, se cree muy listo. Según él, siempre gana en las discusiones, siempre ha acertado en qué había que decir, y son los demás (todos) los que dicen continuamente estu­pideces. ¡Para eso se había llevado su respuesta! Está convencido de que basta con te­ner unas cuantas "ideas claras", porque con ellas puede siempre ha­cerse una composi­ción de lugar. Divide al mundo en nosotros (nosotros los x) y ellos (los que no son x); y tiene claro que nosotros tenemos razón. Ellos son o ma­los o ton­tos. ¡A elegir! Como es impenetrable y no se entera, siem­pre vuelve a casa fe­liz, reafirmado en sus convicciones, más seguro y más pagado de sí mismo. Ocurra lo que ocurra y se diga lo que se diga, confirma sus ideas (¿sus prejui­cios?). Su estupidez se realimenta: puesto que no escu­cha y no coge una de lo que el otro ha di­cho sino que se lo imagina, el otro imaginado su gigante imaginario, sólo puede sancionar lo que ya sabía. Todo termina por darle la razón. ¡Si él ya lo había dicho!

En segundo lugar, a veces cuesta entender porque usamos lo que otro dice para reconstruir cosas que no está afirmando. Pasa muchas veces al co­mentar un texto tras una lección. Si no se tiene cuidado, leemos el texto bus­cando sólo la palabra o la expresión que nos indique con qué apartado de la lección se corresponde. Como si nos preguntáramos: ¿qué parte de la lec­ción hay que repetir a propósito de este texto? Como si un texto fuera sólo una ex­cusa para preguntarnos una lección. Como si fuera una ilustración o una viñeta.

Pero así no se lee bien un texto ni se entiende a nadie. Lo que Descartes escribió en el Discurso del método está en el Discurso del método, no en ningún libro de texto. Lo que hay en los manuales o lo que se explica en clase son ayudas, indicaciones o sugerencias, no algo que sustituya a Descartes. Cuando se trata de entender a Descartes, quien manda es Descartes. Lo que hay que hacer es escucharle, atender a lo que dice, seguir su razonamiento: no sustituirlo por ninguna otra cosa. De la misma ma­nera que, cuando se trata de comprender la afectividad, quien manda son los sen­timientos reales que los hombres viven, nuestras expe­riencias afectivas rea­les, y no libro, autor o profesor alguno. Si de un texto sólo nos interesan los aspectos que confirman o iluminan otra cosa (una lec­ción, por ejemplo) nunca haremos justicia al texto.

2. No traducir

Una vez dispuestos a escuchar, hay que superar todavía más dificul­tades para conseguir comprender lo que otro dice. Porque, incluso cuando sabemos prestarle oídos, tendemos a reinterpretar su postura según nuestros esquemas mentales, a englobar su tesis (eso nuevo que ha dicho) en lo que ya sabíamos. Ahora, la dificultad no es tanto que no haya­mos oído lo que él dice, y que, por consiguiente, no nos hayamos quedado sorprendidos. El pro­blema consiste en que cuando eso sucede, cuando nos quedamos per­plejos, lo primero que se nos ocurre para aclararnos y salir de nuestra per­plejidad es traducir lo que ha dicho: incorporarlo a nuestros esquemas e ideas preconce­bidas. Cuando escuchamos algo nuevo intenta­mos meterlo en lo viejo, rein­terpretarlo de acuerdo con lo que ya sabíamos. ¿Cómo diría yo en mi len­guaje y modo de hablar esto que él ha dicho? ¿Cómo le hago si­tio en mi ca­beza?

Este segundo modo de no escuchar (traducir al propio lenguaje, me­ter las ideas ajenas en la propia cabeza) es una manera de no atender más si­bilina y mucho más difícil de evitar que la anterior. Entre otras razones, por­que es inevitable. Pero cabe mejorar. Sería ingenuo pretender compren­der lo que otro dice puramente en sus términos, como si uno tuviera la mente en blanco o fuera un puro espejo en que se reflejara el pensamiento de otro. Porque esa pretensión, la de ser perfec­tamente "objetivo", ignora que sólo podemos comprender desde unos su­puestos. Queramos o no, ve­mos las co­sas desde una perspectiva y compren­demos desde una determi­nada posi­ción, que ocurre que es la nuestra y que no podemos quitarnos de encima. Ni somos ojos omniscientes ni vemos las cosas desde el Punto de Vista de Dios Padre, desde un arriba infinito que permite ver todo abajo. Nuestro conoci­miento y nuestra comprensión están situados.

Sin embargo, podemos esforzarnos por comprender mejor e ir ad­quiriendo el hábito de ver las cosas desde distintas perspectivas, o sea, de cambiar de posición; y cabe también procurar no rechazar lo que no encaja en nuestros esquemas. Que no exista para nosotros El Punto De Vista Absoluto, La Forma De Ver Las Cosas, no nos condena a verlas siempre desde el mismo rincón o a rechazar de todas todas lo que no entendemos. No es tan difícil. Por una parte, para contemplar una estatua, cualquiera que no sea tonto va cambiando de perspectiva, va dando vueltas para ver las va­rias facetas. No se encadena en una esquina: se mueve alrededor de la es­ta­tua. Por otra, en muchas ocasiones, al intentar traducir algo a nuestro len­guaje o al pretender meter algo en nuestros esquemas, si de verdad inten­ta­mos escuchar, nos damos cuenta de que no cabe. Simplemente no encaja. Como si al meter algo en la cabeza, el cráneo no fuera suficientemente grande y amenazara con romperse. Como si nuestras "ideas claras" empeza­ran a dejar de serlo porque hay cosas que no explican. Como si los puntos de referencia que hasta ahora habíamos usado se nos quedaran pequeños.

En esta situación, aparecen, exagerando un poco, dos posibilidades ex­tremas. En primer lugar, se puede salvar la propia cabeza, las "ideas claras" y "nuestros pun­tos de referencia" negando simplemente lo que no cabe. El poeta Elliot lo clavó en un par de versos. "¡Ah, ah, ah!, dijo el pájaro//los hombres no so­portan demasiada realidad". Ante lo que no nos cabe en la ca­beza, los hombres tendemos a pensar que "no ha lugar". Como las avestru­ces. Siempre resulta posible decir, igual que ante una comida, "lo siento, no me cabe". Lo que está fuera está fuera. Mi cabeza no da para más. Al menos podemos, cuando no nos cabe algo reconocer que no lo entendemos: esta­mos haciendo sitio a lo otro. "Es su punto de vista", decimos, con lo que, al menos, concedemos lo que el estrecho mental niega: que los demás ven algo (que no­sotros no vemos). Pero es su punto de vista, no el nuestro.

En segundo lugar, cabe también dejarse romper la ca­beza, per­mitir que estallen nuestras composiciones de lugar, que se muevan nuestras estre­llas fijas, es decir, admitir el desengaño. Nadie ha negado que sea dolo­roso, pero es la única manera de aprender. ¡Como si fuéramos serpien­tes que han de desembarazarse de una piel que se ha vuelto rígida para po­der seguir cre­ciendo! Pero si se hace, si se pasa mal, si se aguanta el tipo, se con­siguen, por lo menos, dos cosas. De un lado, se adquiere una es­pecial sol­tura, una facili­dad para ponerse en el pellejo de otro, que abre el campo vi­sual. Si somos capaces de meternos en el pellejo ajeno veremos mucho más que antes. Cosas que ni vislumbrábamos. Y del otro, lograremos un mejor conoci­miento de lo que ya antes sabíamos, porque habremos alcan­zado a verlo desde fuera. Cuando en filosofía se dice "hay que profun­dizar", no se quiere afirmar que deban hacerse extraños ejercicios de inmer­sión o de espeleología mental. Sólo se está diciendo que hay que darle vuel­tas a las co­sas, ver­las desde otras perspectivas, tomar el punto de vista de los adversa­rios, in­tentar comprender por qué a ellos no les parece evidente lo que a no­sotros nos re­sulta palmario: hacerse cargo de las objeciones que pueden sus­citar nuestras ideas. Pero lo mejor es que practicar esta gimnasia no nos con­duce a negar que existan las verdades, que hay proposiciones verdade­ras y proposiciones falsas. La agilidad mental no se convierte en es­cepti­cismo: se sabe más, se sabe más profundamente, precisamente porque se sabe lo que antes se igno­raba: que no se sabe todo.

Por eso, el auténtico filosófo es vulnerable y débil. No va con arma­dura, no intenta protegerse de todo lo extraño, no se empeña en meter vino nuevo en odres viejos. Admite que "hay más cosas en el cielo y en la tierra, como dice Hamlet a Horacio, de las que se sueñan en tu filosofía", que siem­pre cabe que una nueva experiencia desbarajuste sus ideas. A veces, se ha re­sumido su situación manteniendo que la filosofía como la ciencia son pro­visionales, pero esto no es exacto. Porque la experiencia del filósofo o del científico no dice que lo que era verdad deje de serlo, que lo verdadero se convierta en falso. Más bien dice que las verdades que conocemos no son toda la verdad, que siempre hay más, y que habrá que hacerle sitio.

Sobre todo al principio, es inevitable que para comprender a otros in­tentemos traducir lo que dicen a nuestro lenguaje. Aunque eso nos lleve con rapidez a darnos cuenta de que no se puede y, en consecuencia, tenga­mos que variar nuestros puntos de referencia. Pero poco a poco vamos apren­diendo a mo­vernos según las coordenadas ajenas, a entender según sus pa­trones. Sucede lo mismo que con el aprendizaje de los idiomas extran­jeros. En los primeros compases de nuestra familiarización con otro idioma, por mucho que el profesor quiera evitarlo, entendemos mediante traduc­ciones. "I am" signi­fica, pensamos, "yo soy". Pero después, ya no funciona­mos así, sino que aprendemos un idioma desde dentro (y no traduciendo), que es como lo aprendieron sus hablantes nativos. Cuando aumenta nues­tra fami­liaridad, no intentamos traducir sino que incrementamos y mejo­ramos nuestro voca­bulario desde el idioma mismo que estamos apren­diendo. Por eso, al princi­pio usamos diccionarios inglés-español, mientras después ma­nejamos sólo dic­cionarios inglés-inglés; como al principio pre­guntamos por cómo se dice en inglés algo para después limitarnos a ver pe­lículas en ver­sión original (que es muy difícil) o leer a sus literatos (que es bastante más fá­cil). Para descubrir al final con sorpresa que tanto esfuerzo por aprender in­glés nos ha llevado además a conocer mucho mejor el castellano. Averiguar lo otro mejora siempre lo nuestro.

3. Distanciarse

Pero escuchar y traducir (lo menos posible), siendo imprescindibles, no son suficientes para comprender un texto. Hace falta también verlo como un todo. Esto exige distanciarse del texto. Por eso, comprender un texto re­quiere habi­tualmente dos lecturas. En la primera, cabe sólo hacerse cargo del sentido de cada una de sus frases y párrafos. En la segunda, puede captarse tanto el significado del texto como totalidad como su estruc­tura lógica. No qué signi­fica cada una de sus frases sino qué quiere real­mente mantener y cuáles son sus argumentos. Quizá algunos alie­nígenas puedan hacerlo al revés, pero los seres humanos tenemos que se­guir este orden. Si intentamos ver el texto como un todo antes de leer cada una de las frases no lo enten­demos, aunque podamos comentar lo bien edi­tado qué está o lo acertado de la tipografía.

Se trata, por tanto, en primer lugar, de leer despacio, asegurándose de que se entienden bien cada una de sus frases y cada uno de sus párrafos. Hay que seguir cada uno de los argumentos como quien sigue una carretera, hay que recorrer con el autor el camino que ha trazado, tomando bien las curvas, plegándose a su pensamiento y sin acortar por atajos. O si se prefiere, si es­tuviéramos contemplando un cuadro, hay que observar cada una de las figu­ras y de los motivos pictóricos.

Pero, después, en segundo lugar, una vez examinada cada figura o comprendido cada frase y cada razonamiento, tenemos que captarlo como una tota­lidad significativa: como una respuesta a una pregunta, como un texto que tiene un sentido unitario y en que se defiende algo. Debemos ha­cernos cargo de qué se está manteniendo a lo largo de tantas afirmaciones, entender su tesis, averiguar su meta entre tantas idas y venidas. Para eso, para captar el significado del texto como totalidad, hay que distanciarse de él, retroceder un paso y verlo globalmente. Como hace­mos con un cuadro o con una película.

Si nos pidieran que describiéramos un cuadro, el cuadro de Las Lanzas, por ejemplo, no podríamos comenzar enumerando lo que se ve en el ángulo superior izquierda, empezando esa narración, por el primer mi­lí­metro cuadrado. Por muy detallados que fuéramos y por muchas horas que le echáramos (y precisamente por hacerlo) nadie nos entendería. Nadie sa­bría qué representa el cuadro. La respuesta correcta a la pregunta "qué re­pre­senta el cuadro" es "la rendición de una ciudad". O, si se prefiere: la rendi­ción de un ejército a otro que se hace simbólicamente a través de sus respec­tivos jefes. O, en el peor de los casos, si uno sabe realmente poco, dos milita­res del diecisiete entregándose una llave. Claro que hay lanzas, caballos, ar­maduras, cascos de armadura, plumas de los cascos de armadura, etc, (o sea todo lo que un examen atento por partes enseña), pero no se puede empezar por ahí.

Para observar todo el cuadro hay que separarse: con la nariz pegada a la tela no se capta nada: como se ve sólo un centímetro cua­drado no hay quien sepa si el azul que vemos es cielo, mar o el ribete del manto de una Madona. Algo muy similar sucede en el cine o en el fút­bol. Si alguien llega tarde a la película y pregunta por lo que ha pasado no cabe responderle con­tando todas las escenas, ni mucho menos describiéndole to­dos los objetos que aparecen en todos los fotogramas. Habrá que responder diciendo que es un thriller policíaco, que ha habido un asesinato, que éste es el policia y aquél el sospechoso. Describir la corbata del policía no suele ser relevante para saber qué ha pasado en la película (aunque a veces pueda serlo la cor­bata que usaba el asesino). Y cuando se trata de fútbol la clave suele ser saber quiénes juegan, en qué torneo y en qué fase están, cómo van y cuánto falta para el final.

Entender un texto filosófico se parece mucho a comprender una no­vela o una película, o a describir un cuadro. No basta con ver las espinas de un pescado, o si un vino es tinto o claro, hay que saber que es un bodegón. En un texto hay palabras y hay frases, hay argumentaciones y consecuencias, pero hay sobre todo una tesis que se pretende defender mediante unas ar­gumentaciones que se componen de proposiciones. Una vez que se han leído las partes hay que captar el todo desde el que se comprenden bien las partes. Por eso, a la hora de resumir un texto no basta con resumir cada pá­rrafo, ni mucho menos con apuntar pala­bras sueltas de frases aisladas. Eso es como describir la chaqueta del policía o la pelambrera del delantero centro. Hay que preguntarse de dónde viene y a dónde va, qué tesis defiende.

¡Claro que hay textos que no se sabe qué sostienen, que no tienen ni principio ni final! Pero eso significa sólo que son textos muy malos. También hay películas que no son tales sino un amontonamiento de esce­nas, y también hay cuadros que parecen trozos de pared. Pero antes de con­denar un texto, una película o un cuadro hay que pensárselo varias veces. ¡No vaya a ocurrir que sí tengan sentido y que nosotros seamos miopes!

4. Descubrir el plano de construcción

Si se logra entender el texto cómo una totalidad, si se consigue for­mular con nitidez y claridad qué dice un texto, se ha logrado ya mucho, pero no todo. El texto o la película dan para más. Cabe también preguntar cuál es la argumentación del texto, cuáles son sus pilares y sus nervios fundamenta­les.

Después de haber visto una película, si a uno le gusta mucho el cine, puede verla de nuevo para averiguar el guión que el director ha seguido, para comprender por qué las escenas van en el orden en que van y por qué pasa lo que pasa en cada una. Cómo está construida. Por qué ha enseñado un gato en la primera es­cena o por qué había un primer plano de una corbata. Quizá el director haya querido mostrar la pista o enseñar el hilo argumental, o quiza ha pretendido marear y despistar: tenernos pendientes de algo que resulta ser al final in­significante. También un texto en filosofía obedece a un guión que hay que descubrir, a una argumentación más o menos bien cons­truida y más o me­nos sólida.

Para sacar a la luz la argumentación del texto hay que tener primero muy claro qué trata de sostener; y, después, buscar entre las muchas cosas que dice las que realmente soportan su tesis. Si se prefiere, una vez que sa­bemos de dónde ha salido y adónde quiere llegar, tenemos que poner en claro los hi­tos fundamentales de la carretera que lleva de un lugar a otro. Se trata de qui­tar todo lo accidental para descubrir el nervio de la argumenta­ción, la estructura del texto. Si se quiere saber cómo está construido un edifi­cio, un palacio rococó, por ejemplo, sacar a la luz las vigas que lo soportan, lo mejor es quemarlo. Cuando arde un edificio, cuando se consumen los ador­nos y caen las escayolas y falsos techos, etc., cuando se derrumba casi todo, suele quedar en pie, patente y desnuda, su estructura. Y, entonces, se ve cómo es­taba construido. Para poner de relieve los nervios de una argu­men­tación, para sacar a la luz cómo está construido un texto, su plano de cons­trucción, tienen que quitarse todas las cosas que hay encima, las bamba­linas y las fachadas, los pirindolos y las cupulillas, las hornacinas y los bajo­rrelieves, hasta dejar al aire la estructura argumentativa.

5. Saber discutir lo relevante

Una vez que tenemos clara la tesis de un autor y la argumentación que emplea para defenderla, estamos en condiciones de discutir con él. Sabemos qué dice, por qué lo afirma y para qué lo hace. Como conocemos el dibujo y cómo está trenzado el tapiz, podemos decir algo que sea relevante para su autor. Un diálogo, una conversación, no es una pura concatenación de frases, ni un griterío. Tiene que haber un cierto tipo de unidad. No basta con que lo que decimos sea verdad: tiene que ser relevante. No suele venir a cuento afirmar que dos y dos son cuatro si estamos discutiendo de litera­tura. Nuestras afirmaciones, sobre todo, tienen que ser relevante para el otro. Deben dirigirse a él.

Por eso, casi nunca se trata de oponer una afirmación a otra, o una declaración de principios a otra. Tampoco la cuestión es negar simplemente el punto de partida afirmando que ése es su punto de vista, pero no el nues­tro. Porque entonces lo que hay que hacer es retrotraer la discusión al pro­blema del punto de partida. Discutir bien lleva más tiempo. Y, por eso, en los parlamentos o en el ágora ateniense antes de votar se hablaba. En primer lu­gar, si se comprende la tesis y se ha descu­bierto la argumentación, es posible examinar si la segunda soporta real­mente la primera o si basta con soplar para que el edificio se derrumbe.

En esta perspectiva, los textos no admiten sólo dos posturas, a favor o en contra, sino que permiten muchas matizaciones. En primer lugar, puede ocurrir que la tesis defendida nos parezca verdadera, nos parezca falsa o nos deje sin saber qué partido tomar; y, en segundo, cabe que la argumen­tación nos parezca sólida o endeble. Lo que da al menos cuatro posibilidades: tesis verdadera bien argumentada, tesis verdadera mal argumentada, tesis falsa mal argumentada y tesis falsa bien argumentada. También los puntos de par­tida nos pueden parecer buenos o malos, verdaderos o falsos. Pero no acaba aquí la cuestión. Porque nos puede parecer que una tesis, siendo ver­dadera, es matizable. O que, siendo falsa, es aprovechable. Como se nos puede ocu­rrir cómo mejorar una argumentación sólida, haciéndola más simple; o como meter un par de vigas a una estructura endeble. O nos puede apetecer derrumbar un edificio mal construido. O examinar si está al día en la discu­sión, si conoce los planteamientos relevantes, etc.

Por tanto, al comentar un texto, no se trata de que un autor nos caiga bien o mal. Tampoco podemos juzgarlo como bueno o malo, como uno de nosotros o uno de ellos, o consi­derar si sus ideas ayudan a nuestros fines (políticos, sociales, económicos, re­ligiosos, etc.). Quizá todo eso esté muy bien, pero tiene poco que ver con la filosofía, por lo que suele denominarse "pensamiento ideológico". La dife­rencia fundamental entre la ideología y la filosofía consiste en que mientras la primera toma como verdadero lo que es bueno, la segunda procura no de­jarse engañar y atenerse a la verdad. Para los seres humanos, la bondad o la conveniencia no se identifican, al menos a primera vista, con la verdad: po­drá ser muy bueno que llueva, pero, si no llueve, la verdad es que no llueve. Y atender a la verdad implica razonar, examinar, adoptar puntos de vista diferentes.

Atender a la verdad supone calibrar si una tesis hace justicia a las co­sas, si responde a la índole misma de los asuntos; implica también examinar la solidez de los argumentos y la pertinencia de los puntos de par­tida. Como la verdad de la tesis es lo que el texto pretende probar, la discu­sión suele cen­trarse en la argumentación. No porque quiera convertirse la filosofía en una conversación de salón, en la que da igual de qué se hable o qué se diga por­que la gente sólo quiere ser "original, brillante, divertida e in­teresante", ni porque se la reduzca a un combate de esgrima. Las discusiones se centran en la argumentación porque nadie puede demostrar algo que es falso.

Seguramente, en muchas ocasiones, nos encontramos en la situación de no poder probar lo que es verdad, pero es imposible que pueda probarse lo que es falso. Si una tesis es falsa su argumentación no puede ser correcta. Por eso, en una discusión, sobre todo si uno cree que el otro se equivoca, lo deci­sivo son sus argumentos. Hay que medir su resis­tencia, buscar el punto dé­bil, ver dónde es vulnerable, encontrar su talón de Aquiles. Y disparar. Sólo un tiro. Pero en la sala de máquinas. Si, además de probar que el error es falso, pretendemos demostrar la verdad, habrá que construir bien evitando chapuzas que darán al traste después con la argumentación. Tendremos que repasar una y otra vez el plano. Y, habrá también, que prever la estrategia del adversario, ponerse en su pellejo, y ver desde él nuestras ideas y sus puntos débiles. Para modificar lo que haga falta. Porque no interesa "tener razón", ni ganar la discusión. Sólo interesa acertar con la verdad.

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