Antes de tomar en consideración las credenciales filosóficas de la posición que Ticio y Cayo han adoptado en materia de valores querría mostrar los resultados prácticos de su método educativo. En el cuarto capítulo del libro ponen el ejemplo de la insulsa publicidad de un crucero de placer y se ponen a inmunizar a los alumnos contra el género de literatura que se presenta ahí. El anuncio dice que quien compra el billete del crucero surcará “los mismos mares de Drake”, “a la búsqueda de los tesoros de las indias”, y volverá a casa cuando vuelva con un “tesoro” de “horas doradas” y de “brillantes colores”. Obviamente se trata de un trozo de mala literatura: del pedestre aprovechamiento comercial de los sentimientos de reverencia y de placer que tienen los hombres cuando visitan lugares que tienen especiales lazos con la historia o la leyenda. Si Ticio y Cayo fueran consecuentes y enseñasen a los lectores el arte de la redacción inglesa (como se supone que hacían), su deber sería poner junto al anuncio pasajes de grandes escritores en los cuales se expresaran bien las mismas emociones, y a partir de ahí mostrar dónde está la diferencia.
Habían podido transferir el famoso pasaje de las Western Islands de Jonson, donde dice: “Es poco envidiable aquel hombre cuyo patriotismo no salga reforzado de la llanaura e Maratón, o cuya piedad no se haga más viva entre las ruinas de Iona”. Habrían podido citar el pasaje de The Prelude donde Wordsworth describe como la antigüedad de Londres se reveló a su mente por primera vez con “peso y fuerza, y la fuerza crecía a la vez que el peso”. Una lección que pusiera tales modelos junto al anuncio y distinguiese realmente lo bueno de lo malo sería una lección digna de este nombre. Tendría en sí sangre y linfa: el árbol de la ciencia enlazado con el árbol de la vida. Además tendría el método de ser una lección de literatura: asunto en el cual Ticio y Cayo, a despecho del objetivo que se los supone, parecen extrañamente reacios a aventurarse.
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