viernes, 21 de mayo de 2010

La abolición del hombre (3)

El estudiante de este pasaje del Libro Verde se convencerá de dos cosas: en primer lugar, que todas las frases que contienen un predicado de valor corresponden a afirmaciones sobre el estado de ánimo del que habla y, en segundo lugar, que todas las afirmaciones de este tipo son irrelevantes. Ciertamente Ticio y Cayo no han dicho nada de todo esto, sino que se han limitado a tratar un determinado predicado de valor (sublime) como una palabra que describe el estado de ánimo del que hablaba. Los alumnos son dejados en libertad para ampliar el mismo tratamiento a todos los predicados de valor. Los autores pueden haber deseado o no esa ampliación. Quizá no hayan dedicado a es problema ni cinco minutos de atención. Pero lo que me interesa no es lo que ellos han deseado sino los efectos que seguramente producirá su libro sobre la mente del alumno. También es cierto que ellos no han dicho que los juicios de valor son irrelevantes. Sus palabras son que “parecemos decir algo importante”, cuando en realidad “estamos únicamente hablando de nuestros sentimientos”. Ningún estudiante será capaz de resistir a la sugestión que la palabra únicamente actúa sobre él. Con esto no pretendo, naturalmente, decir que relacionará conscientemente lo que ha leído con una teoría filosófica general según la cual todos los valores son subjetivos o banales. El verdadero poder de Ticio y Cayo depende del hecho de que ellos se encuentran ante un niño: un niño que cree que se está “preparando en inglés” y no se da cuenta en absoluto de que están en juego ética, teología y política. Lo que se les inculca no es una teoría, sino una presunción, que de aquí a diez años, olvidado su origen e ignorada su presencia, lo llevará a tomar posición en una controversia que nunca reconoció como tal. En cuanto a los autores, considero que difícilmente se dan cuenta de lo que están haciendo al muchacho, ni el muchacho puede darse cuente de lo que hacen.

Antes de tomar en consideración las credenciales filosóficas de la posición que Ticio y Cayo han adoptado en materia de valores querría mostrar los resultados prácticos de su método educativo. En el cuarto capítulo del libro ponen el ejemplo de la insulsa publicidad de un crucero de placer y se ponen a inmunizar a los alumnos contra el género de literatura que se presenta ahí. El anuncio dice que quien compra el billete del crucero surcará “los mismos mares de Drake”, “a la búsqueda de los tesoros de las indias”, y volverá a casa cuando vuelva con un “tesoro” de “horas doradas” y de “brillantes colores”. Obviamente se trata de un trozo de mala literatura: del pedestre aprovechamiento comercial de los sentimientos de reverencia y de placer que tienen los hombres cuando visitan lugares que tienen especiales lazos con la historia o la leyenda. Si Ticio y Cayo fueran consecuentes y enseñasen a los lectores el arte de la redacción inglesa (como se supone que hacían), su deber sería poner junto al anuncio pasajes de grandes escritores en los cuales se expresaran bien las mismas emociones, y a partir de ahí mostrar dónde está la diferencia.

Habían podido transferir el famoso pasaje de las Western Islands de Jonson, donde dice: “Es poco envidiable aquel hombre cuyo patriotismo no salga reforzado de la llanaura e Maratón, o cuya piedad no se haga más viva entre las ruinas de Iona”. Habrían podido citar el pasaje de The Prelude donde Wordsworth describe como la antigüedad de Londres se reveló a su mente por primera vez con “peso y fuerza, y la fuerza crecía a la vez que el peso”. Una lección que pusiera tales modelos junto al anuncio y distinguiese realmente lo bueno de lo malo sería una lección digna de este nombre. Tendría en sí sangre y linfa: el árbol de la ciencia enlazado con el árbol de la vida. Además tendría el método de ser una lección de literatura: asunto en el cual Ticio y Cayo, a despecho del objetivo que se los supone, parecen extrañamente reacios a aventurarse.

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