viernes, 21 de mayo de 2010

La abolición del hombre (8)

Una tal elección, aunque parezca menos inhumana, no es menos desastrosa que la otra alternativa de la propaganda cínica. Supongamos por un momento que las virtudes más arduas pudieran ser verdaderamente justificadas sin apelar a ningún tipo de valor objetivo. En cualquier caso sigue siendo verdad que ninguna justificación de la virtud inducirá al hombre a ser virtuoso. Sin el auxilio de emociones educadas el intelecto es impotente frente al organismo animal. Preferiría jugar a cartas con un hombre totalmente escéptico en cuestiones de ética pero educado a considerar que "un caballero no hace trampas", en vez de jugar con un moralista irreprochable que ha crecido entre tahúres. En el fragor de la batalla, durante la tercera hora consecutiva de cañonazos, no serán los silogismos los que consigan tener en su sitio nervios y músculos. El más elemental sentimentalismo respecto a una bandera o un país o un regimiento (justamente ese sentimiento que a Ticio y Cayo les da grima) será, en esas circustancias mucho más útil. Todo esto ya fue dicho por Platón hace siglos. Así como el rey gobierna por medio de sus ministros, así la Razón debe dominar los simples apetitos por medio del "elemento espiritual". La cabeza gobierna el vientre por medio del torso, sede, como dice Alano, de la Magnanimidad, de las emociones organizadas, por la costumbre, en sentimientos estables. Torso, Magnanimidad, Sentimiento: éstos son los indispensables oficiales de enlace entre el hombre cerebral y el hombre visceral. Podría decirse que es gracias a ese elemento intermedio el hombre es hombre: pues por su intelecto es puro espíritu y por sus apetitos es puro animal.

El efecto del Libro Verde y de todos los libros por el estilo es producir los que podríamos llamar hombres sin torso. Es una vergüenza que éstos sean generalmente calificados de "intelectuales". Esto les permite afirmar que quien les ataca, ataca a la inteligencia. Esto es falso. Ellos no distinguen precisamente por una habilidad poco común para encontrar la verdad no por un virginal ardor por buscarla. En realidad sería casi contradictorio que se distinguieran por eso. Una devoción tenaz por la verdad, un laudable sentido del honor intelectual no puede ser defendido sin la ayuda de un sentimiento que Ticio y Cayo podrían criticar y desenmascarar con la misma facilidad que cualquier otro sentimiento. Lo que les caracteriza no es el plus de cabeza sino la carencia de la emoción generosa y fértil. Su cabeza no es más grande de lo normal, pero la atrofia del torso hace que lo parezca.

La tragicomedia de nuestra situación es que sin descanso reclamamos a voces aquellas cualidades que estamos haciendo imposibles. Se abre cualquier revista y proliferan las afirmaciones de que aquello que necesita nuestra civilización es más "impulso", dinamismo, autosacrificio, "creatividad". Con una especie de espantosa ingenuidad eliminamos el órgano y reclamamos la función. Producimos hombres sin torso y esperamos de ellos virtud y generosidad emprendedora. Nos reímos del honor y luego nos asombramos de estar rodeados de traidores por todas partes. Castramos y pretendemos que el animal sea fecundo.

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