En la práctica ellos se limitan a advertir que el lujoso buque no surcará en absoluto los mares de Drake, que los turistas no tendrán ningún tipo de aventuras, que los tesoros que traerán a casa al volver serán de naturaleza puramente metafórica, y que habría bastado un viaje a Margate para conseguir “todo el placer y el reposo” que necesitaban. Completamente cierto: para descubrirlo habían sido suficientes talentos inferiores a Ticio y Cayo. De lo que Ticio y Cayo no se han dado cuenta, o no se han preocupado en absoluto, es que se podía aplicar un tratamiento idéntico a gran parte de la buena literatura que describe las mismas emociones. Al fin y al cabo, ¿qué puede añadir, racionalmente hablando, la historia de la cristiandad británica de los orígenes a los motivos de religiosidad existentes en el siglo XVIII? ¿Por qué razón el hecho de que Londres exista desde hace tanto tiempo debería hacer más confortable la posada de Wordsworth y más saludable el aire de Londres? Pudiera ser que existan razones que impidan a un crítico “criticar” a Jonson y Wordsworth (y Lamb, y Virgilio, y Thomas Brocone, y el Señor del Mar) como el Libro Verde critica el anuncio, pero Ticio y Cayo no ayudan ni lo más mínimo a sus alumnos para que lo descubran.
De este pasaje el estudiante no aprenderá absolutamente nada de literatura. Lo que sí aprenderá inmediatamente, y quizá indeleblemente, es la convicción de que todas las emociones suscitadas por las asociaciones de ideas son en sí mismas contrarias a la razón y despreciables. Tampoco sabrá nunca que hay dos modos de ser inmunes a ese tipo de publicidad: que esa publicidad caerá en el vacío tanto con los que se encuentran por encima como los que se encuentran por debajo: con el hombre verdaderamente sensible y con el simple mono vestido que en el Atlántico no consigue ver nada más que millones y millones de toneladas de gélida agua salada. Dos son los hombres a los cuales sería inútil proponer un artículo de fondo sobre el patriotismo y el honor: uno es el cobarde, el otro el hombre de honor y patriota. Nada de esto se ofrece a la atención del estudiante. Por el contrario él es impulsado a rechazar el engaño de los “mares de Drake” sobre la base de que así él demostrará que es un individuo al cual no es fácil sacarle el dinero. Ticio y Cayo no sólo no le enseña nada de literatura sino que mucho antes de que sea lo suficiente maduro como para darse cuenta, le han quitado a su alma la posibilidad de tener ciertas experiencias que pensadores más autorizados que ellos han afirmado que son experiencias generosas, fructíferas y humanas.
Pero no se trata sólo de Ticio y Cayo. En otro librito cuyo autor llamaré Orbillo, observo que, bajo el mismo anestésico general, se realiza la misma operación. Orbillo escoge para criticar un insulso pasaje de la literatura sobre dos caballos, donde estos animales son elogiados como los “voluntariosos servidores” de los primeros colones de Australia y cae en la misma trampa que Ticio y Cayo. De Ruksh y Sleipnir y de las lágrimas del caballo de Aquiles y del caballo de guerra del libro de Job –pero tampoco de Beer Rabbit y de Meter Rabbit-, de la piedad del hombre prehistórico por “nuestro hermano el buey”, de todo aquello que la semiantropomórfica visión de los animales ha significado en la historia humana y de la literatura donde esa visión encuentra expresión, noble o aguda, no dice ni una palabra. De los problemas de la psicología animal que son objeto científico, tampoco dice una palabra. Se limita a explicar que los caballos no están interesados, secundum litteram, en la expansión colonial. En la práctica esta es la única información que los alumnos reciben de él. De por qué el texto que están analizando sea malo, mientras que otros, que sobre el mismo argumento mienten claramente, sean buenos, no se dice nada. Aún menos aprenderán sobre las dos categorías de hombres que se encuentran respectivamente por encima o por debajo del peligro de tal literatura: el hombre que verdaderamente conoce los caballos y verdaderamente los ama, y el irredimible ciudadano zopenco para el cual un caballo no es otra cosa que un anticuado medio de transporte. De esta manera habrán perdido el placer que les daban sus caballos y perros, habrán recibido un incentivo para la crueldad o la indiferencia, y en sus mentes se abrirá camino la complacencia en la propia astucia. La diaria lección de inglés, aún cuando de inglés no hayan aprendido nada, está toda en eso. Otra pequeña parte de la herencia humana les ha sido sustraída tranquilamente antes de que fuesen suficientemente mayores para entenderlo.
Hasta ahora he querido suponer que maestros del tipo de Ticio y Cayo no se dan plenamente cuenta de lo que hacen y no se imaginan el alcance real de las consecuencias de su actitud. Naturalmente existe otra posibilidad. Pudiera ser que lo que he definido (suponiendo la inclusión de un cierto sistema tradicional de valores) como el “mono vestido” o el “ciudadano zopenco” fuera precisamente el tipo de hombres que efectivamente ellos desean producir. Las divergencias entre nosotros podrían ser insuperables. Ticio y Cayo podrán realmente sostener que los sentimientos humanos comunes relativos al pasado o a los animales o a las grandes cascadas son contrarios a la razón y despreciables y que deben ser eliminados. Podrían proponerse hacer tabla rasa con los valores tradicionales e instaurar un nuevo código: esta postura la discutiremos más adelante. Si esta es la postura de Ticio y Cayo por el momento debo limitarme a subrayar que se trata de una postura filosófica y no de una postura literaria. Llenando de ella su libro, se comportan incorrectamente respecto a los padres o a los directores que lo compran, los cuales, en lugar del deseado manual de gramática, se encuentran que tienen en las manos la obra de dos filósofos aficionados. Cualquier padre se irritaría si su hijo volviera del dentista con los dientes como antes y con la cabeza imbuida de los obiter dicta del dentista sobre el mimetismo o la teoría baconiana.
No obstante dudo que Ticio y Cayo se hayan propuesto realmente propagar una filosofía propia bajo el pretexto de enseñar el inglés. Pienso más bien que han sido arrastrados por las razones siguientes. En primer lugar, si la crítica literaria es difícil, es mucho más fácil hacer lo que ellos hacen. Explicar por qué tratar equivocadamente ciertas emociones fundamentales humanas es literatura mal, es –si se excluyen todos los interrogativos a que darían lugar las emociones mismas- algo dificilísimo de hacer. Incluso el doctor Richards, primero que a afrontado seriamente el problema de la mala literatura, en mi opinión ha fallado en su propósito. “Criticar” las emociones, sobre la base de lugares comunes racionalistas, está casi al alcance de cualquiera. En segundo lugar, pienso que Ticio y Cayo, llenos de buena fe, han entendido mal las exigencias educativas del momento. Ven el mundo que les circunda arrastrado por la propaganda emotiva –han aprendido de la tradición que los jóvenes son sentimentales- y concluyen que lo mejor que puede hacerse es pertrechar las mentes contra las emociones. Por lo que a mí respecta, mi experiencia de educador me dice todo lo contrario. Por cada alumno que necesita ser protegido respecto a un morboso exceso de sensibilidad, tres piden ser despertados del sopor de una fría vulgaridad. La tarea de los educadores modernos no es destrozar junglas sino regar desiertos. La defensa adecuada de los falsos sentimientos es inculcar sentimientos rectos. Forzando al ayuno la sensibilidad de nuestros alumnos no hacemos otra cosa que convertirlos en la presa fácil del propagandista cuando éste se les presente. Esto es así porque una naturaleza hambrienta reclama siempre su parte y ciertamente un corazón duro no es una protección infalible contra una cabeza blanda.
Pero ay aún una tercera, y más profunda razón para el modo de proceder que adoptar Ticio y Cayo. Estos podrían estar perfectamente dispuestos a admitir que una buena educación debería construir algunos sentimientos y destruir otros. Podrían esforzarse por hacerlo. Pero sería imposible que lo lograsen. Por mucho que se esfuercen, la última palabra la tendrá siempre el aspecto “crítico” de su trabajo. Para ayudar a captar más claramente esta idea deberé, por un momento, hacer una digresión y mostrar que lo que podríamos llamar “la categoría educativa” de Ticio y Cayo es diversa de la de todos sus predecesores.
Hasta la época moderna, todos los educadores e incluso todos los hombres estaban convencidos de que el universo era tal que ciertas reacciones emotivas por nuestra parte podían serle adecuadas; que realmente, los objetos no sólo recibieran, sino que pudiesen merecer nuestra aprobación o desaprobación, nuestro respeto o nuestro desprecio. La razón por la cual Coleridge concordaba con el turista que calificaba de sublime la cascada y disentía de quien la llamaba hermosa estaba, naturalmente, en su convicción de que la naturaleza inanimada es tal que determinadas reacciones le resultaban más “justas” u “ordenadas” o “apropiadas” que otras. E imaginaba (correctamente) que los turistas pensaban del mismo modo. El hombre que calificaba de sublime la cascada no pretendía describir simplemente las propias emociones, sino proclamaba que el objeto era tal que lo merecía. Ante tal afirmación no habría nada que añadir u objetar. Disentir de es hermosa sería absurdo si esas palabras se limitasen a describir los sentimientos de la señora: si ella hubiera dicho me siento mal, difícilmente Coleridge hubiera constado no, yo me siento muy bien. Cuando Shelley, después de haber comparado la sensibilidad humana a una lira eólica, añade que éste se distingue de una lira por su poder de “adaptación” interna, gracia al cual es capaz de “sintonizar las propias cuerdas a los movimientos de aquello que golpea”, manifiesta la misma convicción. “¿Podemos ser rectos”, se pregunta Traerme, “sin ser justos a la hora de tributar a las cosas la estima que se les debe? Cada cosa ha sido hecha para ser vuestra y vosotros habéis sido hechos para apreciarla según su valor”.
San Agustín define la virtud como ordo amoris, la ordenada distribución de los afectos según la cual a cada objeto se le tributa el género y grado de amor que le es apropiado. Aristóteles afirma que el objetivo de la educación es inculcar en el alumno el gusto y la aversión por aquello que sería justo que sea amase o aborreciese. Llegado a la edad de la reflexión el alumno acostumbrado de ese modo a los “afectos ordenados” o a los “justos sentimientos” descubrirá fácilmente los primeros principios de la Ética; pero el hombre corrompido no le serán nunca visibles y le será imposible progresar en esa ciencia. Antes de él, Platón había dicho lo mismo
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